Evelina

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Parte Tercera » Carta XIX

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CARTA XIX

Evelina continúa

11 de octubre

Ayer por la mañana, tan pronto como terminó de desayunar, lord Orville se marchó al balneario para presentarle a mi padre mi doble petición. Entonces la señora Beaumont propuso a todos un paseo por el jardín. La señora Selwyn dijo que tenía cartas que escribir, pero lady Louisa se levantó para acompañar a la señora Beaumont.

Tengo razones para suponer, por las atenciones que me brindó su excelencia durante el almuerzo, que su hermano le había hablado de mi situación presente, y su comportamiento de ahora me confirmó las sospechas; porque cuando subía las escaleras, en lugar de ignorarme, como de costumbre, me llamó con afectada sorpresa, diciendo:

—Señorita Anville, ¿no pasea con nosotras?

Me pareció tan brusco su cambio de conducta que hice sin querer un gesto de desprecio y rechacé su oferta dándole las gracias con una frialdad similar a la suya; pero observando su sonrojo ante mi negativa y recordando que era la hermana de lord Orville se aplacó mi indignación y, aprovechando que la señora Beaumont repitió la invitación, acepté.

Nuestro paseo resultó sumamente aburrido. La señora Beaumont, que no suele hablar mucho, estaba aún más silenciosa que de costumbre; lady Louisa se esforzaba en vano por aligerar la distancia que había conservado hasta ahora; y en lo que se refiere a mí, era demasiado consciente de las circunstancias por las que se motivaba su atención como para sentirme orgullosa o complacida por recibirla.

Lord Orville no estuvo demasiado tiempo ausente, y se unió a nosotras en el jardín con gesto alegre y de tan buen humor que nos animó a todos.

—¡Están reunidas! —dijo—, ¡deseaba verlas así, juntas! ¿Me permite, señora (tomando mi mano) tener el honor de presentarla con su nombre verdadero a dos personas de mi familia? Señora Beaumont, permítame presentarle a la hija de sir John Belmont, una señorita a la que, estoy seguro, profesaba estima y admiración aun desconociendo su nacimiento.

—Su señoría —dijo la señora Beaumont, haciéndome una graciosa reverencia—, la categoría de esta joven dama en el mundo, la recomendación de su señoría, o sus propios méritos, habrían sido suficientes para ganarse mi consideración, y espero que haya encontrado en mi casa el respeto que tanto merece; no obstante, si hubiese conocido antes de qué familia procede, sin duda habría sabido asegurarlo mejor.

—La señorita Belmont —dijo lord Orville— no necesita recibir el lustre de su nombre, sino que es ella la que puede dárselo. Estoy seguro de que estarás encantada, Louisa, de interesarte en la amistad de la señorita Belmont, de quien espero en poco tiempo (besando mi mano y uniéndola a la de lady Louisa) tener la felicidad de presentarla a ustedes con otro nombre, y por el más cautivador de los títulos.

Creo que sería difícil decir qué mejillas estaban más sonrojadas, si las de lady Louisa o las mías; porque el orgullo con que hasta ahora me había desairado le dio tal azoramiento que igualó la perplejidad que una presentación tan inesperada causó en mí. No obstante me saludó, y con una sonrisa apenas perceptible, dijo:

—Me sentiré muy dichosa de ser favorecida con el honor que me hace la señorita Belmont otorgándome su amistad.

Yo saludé solamente y seguimos paseando, pero fue evidente, por la escasa sorpresa que expresaron, que habían sido previamente informadas de la situación.

Al poco tiempo nos unimos a más gente y lord Orville aprovechó entonces para hablarme del éxito de su visita. En primer lugar, fue concedido el aplazamiento hasta el jueves y, en segundo lugar, mi padre, que estaba muy preocupado por mí al tener noticias de mi desasosiego, me enviaba sus bendiciones y accedía a mi petición de verle con la misma presteza que accedería a cualquier otra cosa que quisiera pedirle. Lord Orville, por tanto, acordó que fuera por la noche a verle, pero me rogaba particularmente que lo hiciera sin la compañía de la señora Selwyn.

Este amable mensaje y la perspectiva de verle tan pronto me causaron tantas emociones encontradas de dolor y placer, que ocuparon totalmente mi mente hasta el momento en que me fui al balneario.

La señora Beaumont me prestó su carruaje y lord Orville insistió obstinadamente en acompañarme.

—Si va sola —dijo él—, la señora Selwyn seguramente se sentirá ofendida. Pero si me permite que la acompañe, aunque nos haga víctimas de sus bromas, no podrá molestarse, y es mil veces preferible soportar su risa que provocar su sátira.

En verdad, no tuve razones para lamentar haber estado acompañada, pues la conversación sostuvo mi ánimo e hizo el paseo tan corto, que cuando llegamos hasta el alojamiento de mi padre, creí que sólo habíamos recorrido diez yardas.

Me ayudó a bajar del carruaje, me condujo hasta la sala de visitas y, en la puerta, me encontré con el señor Macartney.

—¡Oh, mi querido hermano, cuánto me alegro de encontrarlo aquí!

Él me saludó y se mostró muy agradecido. Entonces lord Orville le tendió su mano, diciendo:

—Señor Macartney, espero que seamos buenos amigos; auguro gran placer en cultivar su amistad.

—Me honra sobremanera con ello, su señoría —dijo él.

—¿Pero dónde está mi hermana? —dije yo—, pues así es como debo llamarla y lo que siempre será para mí; temo que quiera evitarme, por eso debe intentar, hermano mío, predisponerla en mi favor y reconciliarla con la idea de conocerme.

—¡Oh, señora —dijo él—, es usted todo bondad y benevolencia!, pero espero que la excusará, pues temo que no tendría fortaleza de ánimo suficiente para verla; en poco tiempo, tal vez…

—En muy poco tiempo —dijo lord Orville—, espero que usted mismo pueda presentarla, y que tengamos el placer de darles la enhorabuena. ¿Me permite, Evelina, que en su nombre y en el mío propio, ofrezca que el señor y la señora Macartney sean los primeros invitados que tengamos la felicidad de recibir en casa?

Un criado vino entonces a decirme que podía subir. Le supliqué a lord Orville que me acompañara, pero él temió desagradar a sir John, que había pedido verme a solas. Me guió, no obstante, hasta el pie de la escalera, y se esforzó amablemente en animarme, pero en verdad no lo consiguió, pues la entrevista se apareció ante mí con todo el horror, y no dejó espacio salvo a la aprensión.

En el momento que llegué al rellano, la puerta de la sala se abrió y mi padre me dijo con dulzura:

—¿Eres tú, hija mía?

—¡Sí, señor —dije yo, adelantándome y arrodillándome a sus pies—, soy su hija si se digna a reconocerme!

Se arrodilló a mi lado, y estrechándome entre sus brazos repetía:

—¿Reconocerte? ¡Sí, pobre hija mía! ¡Y sólo Dios sabe con qué amargo arrepentimiento!

Luego, levantándonos los dos me llevó al salón y colocándome frente a la ventana y mirándome con gran ansiedad, murmuró:

—¡Pobre, desgraciada Caroline! Y ante mi inexpresable angustia se echó a llorar.

¿Necesito decirle, mi querido señor, cuáles fueron mis ideas en aquel momento?

Quise abrazarme a sus rodillas, pero él se apartó y se precipitó en un sofá, y cogiéndose la cara con las manos, pareció durante algún tiempo sumergido en una amarga pena.

Respeté su pesar y no quise interrumpirle, esperando en silencio y a distancia a que se recobrara su serenidad. Pero de repente pareció como si le invadiera una furia frenética, pues repentinamente y con una severidad que me produjo asombro y temor, me dijo:

—Criatura…, ¿aún no has humillado lo suficiente a tu padre? Ya puedes estar satisfecha con esta prueba de mi debilidad y no obligarme a soportar por más tiempo tu presencia.

Atónita por esta orden tan inesperada me quedé inmóvil y sin palabras, dudando si mis oídos me engañaban.

—¡Oh, vete! —dijo él airado—. ¡Por piedad, por compasión, si aprecias mi juicio, déjame para siempre!

—Lo haré, lo haré —dijo yo aterrada, y me dirigí precipitadamente hacia la puerta, pero antes de alcanzarla me volví y caí sobre mis rodillas, diciendo, casi involuntariamente:

—¡Dígnese, señor, dígnese…, a darle la bendición a su hija y nunca más le ofenderé con mi presencia!

—¡Dios mío —dijo con voz casi imperceptible—, no soy digno de bendecirte! ¡No soy digno de llamarte mi hija! ¡Ni merezco que la luz del cielo ilumine mis ojos! ¡Oh, Dios mío, que pueda yo retroceder justo al tiempo en que nació, o que pueda enterrar para siempre su recuerdo!

—¡Y yo pediría al cielo —dije yo— que mi presencia no fuera tan terrible para usted y que en lugar de irritarle, pudiera calmar su sufrimiento! ¡Oh, señor, cuan agradecida cumpliría entonces con mi deber, aun a riesgo de mi propia vida!

—¡Eres tan buena! —dijo él, amablemente—. ¡Ven aquí, niña, levántate, Evelina, oh Dios mío, soy yo quien debe arrodillarse! ¡Me arrastraría por el suelo…, besaría el polvo…, si con ello pudiera obtener el perdón de la más injuriada de las mujeres!

—¡Oh, señor —dije yo—, si pudiera ver cuánta ternura filial derrama mi corazón!, entonces, no me hablaría así…, ¡no me arroje de su presencia ni me excluya de su afecto!

—Dios mío, Dios mío —dijo él—, ¿es entonces posible que no me odies? ¿Puede la hija de mi injuriada Caroline mirarme y no execrarme? ¿No naciste aborreciéndome y te criaste maldiciéndome? ¿No te otorgó tu madre la bendición con la condición de que me detestaras y me evitaras?

—¡Oh, no, no, no! ¡No piense tan injustamente de ella ni de mí tampoco!

Y entonces tomé de mi libreta su última carta y besándola, con mano temblorosa y todavía de rodillas, se la tendí.

Se precipitó hacia mí arrebatándomela, diciendo:

—¡Gran Dios, es su letra…! ¿De dónde sale esto? ¿Quién te la dio y por qué no la he tenido antes?

No contesté; su vehemencia me acobardaba y no me atreví a moverme de la postura suplicante en que me había colocado.

Se alejó de mí dirigiéndose a la ventana, contemplando fijamente la carta, y su mano tembló tan violentamente que apenas podía sujetarla. Luego me la tendió diciendo:

—¡Ábrela, pues yo no puedo!

Yo apenas tenía fuerzas para obedecerle, pero cuando la abrí, la cogió de nuevo y se puso a pasear precipitadamente de un lado a otro de la estancia, como temiendo leerla. Por fin, volviéndose a mí, dijo:

—¿Conoces su contenido?

—No, señor —contesté—, nunca se abrió.

Entonces volvió a la ventana y empezó a leer. La leyó precipitadamente hasta el fin, y levantando los ojos con una mirada de desesperación, dijo, mientras la carta se caía de sus manos:

—¡Sí, tú eres una santa! ¡Estás bendita!…, y yo…, ¡maldito para siempre!

Continuó algún tiempo fijo en esa posición melancólica. De repente se arrojó al suelo con violencia y dijo:

—¡Oh, miserable…, indigno de la vida y la luz! ¿En qué tinieblas podría esconderme?

No pude contenerme más, me levanté y fui hacia él; no me atreví a hablar, pero con piedad y preocupación indescriptible me colgué de su cuello y lloré. Al poco tiempo, sobresaltándose, cogió la carta de nuevo exclamando:

—¡Reconocerte, Caroline! ¡Sí, con toda la sangre de mi corazón…, lo haré! ¡Oh, si pudieras ser testigo de la agonía de mi alma! ¡Diez mil puñales no me hubieran herido como esta carta!

Entonces, después de leerla de nuevo, dijo:

—Evelina, me encarga que te reciba. ¿Quieres, para obediencia de la voluntad de tu madre, reconocer a tu padre como su destructor?

¡Qué pregunta tan atroz! Me estremecí, pero no pude hablar.

—Esclarecer su reputación y recibir a su hija —continuó él mirando fijamente la carta— son las condiciones bajo las que me concede su perdón. Su reputación ya la he esclarecido. Con qué deseo acercaría a su hija a mi pecho, la encerraría en mi corazón…, mitigaría mi angustia, y vertería el bálsamo reconfortante en mis heridas, si no me reconociera indigno de recibirla y seguro de que mi aflicción es consecuencia de mi culpa.

En vano traté de hablar; el horror y la pena me quitaron toda capacidad de expresión. Entonces leyó en voz alta la carta… «Si no se parece a su infortunada madre…».

—Oh, alma mía, con qué amargura de espíritu escribió esto… Ven aquí, Evelina. ¡Dios mío! —mirándome seriamente—, ¡nunca hubo parecido más extraordinario! Los ojos, la forma de la cara… ¡Oh, hija mía, hija mía!

¡Imagínese señor, pues no puedo describir mis sentimientos, lo que sentí cuando le vi caer de rodillas ante mí!

—¡Oh, amada semejanza de su madre asesinada! ¡Oh, todo se conserva de la más herida de las mujeres!…, contempla a tu padre a tus pies, así, encorvado, pidiéndote que no le odies. ¡Oh, tú, que representas a la esposa que perdí, háblame en su nombre y dime que el remordimiento que anega mi alma no me tortura en vano!

—¡Oh, levántese, levántese, padre amadísimo —dije yo, tratando de ayudarle—, no puedo soportar verle así! No cambie la ley de la naturaleza, levántese y bendiga a su hija que se lo ruega de rodillas.

—El cielo de mayo te bendiga, hija mía —dijo—, pues yo no me atrevo a hacerlo.

Entonces se levantó, y abrazándome del modo más afectuoso, añadió:

—Ya veo, hija mía, que eres todo ternura, dulzura y bondad. No debí temer, eres la hija más cariñosa que un padre podía desear, y trataré de dominar la impresión que me causa tu presencia. Quizá el tiempo me tranquilice y pueda conocer la felicidad que supone una hija; ahora necesito estar solo; mis reflexiones son atroces y a mí solo deben atormentarme. Adiós, hija mía…, no te enojes, pero no puedo quedarme contigo. ¡Oh, Evelina, tu semblante es un puñal para mi corazón! Así miraba tu madre, igual que tú…

Lágrimas y suspiros le sacudían y, agitando la mano, quiso dejarme; pero yo, abrazándome a él, le dije, sollozando:

—¡Oh, padre! ¿Me abandona usted tan pronto? ¿Soy huérfana de nuevo? ¡Oh, mi amado…, mi padre perdido, no me deje, se lo suplico, tenga piedad de su hija, y no la despoje del padre que tan cariñosamente esperó apreciar!

—No sabes lo que me pides —dijo él—, las emociones que rasgan mi alma son más de lo que mi corazón puede soportar. Permíteme que te deje ahora, no lo atribuyas a la falta de cariño. Lord Orville se ha comportado noblemente, y creo que te hará feliz.

Entonces, abrazándome de nuevo, dijo:

—¡Que Dios te bendiga, mi querida hija! ¡Que Dios te bendiga, Evelina mía!, intenta quererme, al menos no odiarme…, y hazme un sitio en tu corazón, pensando en mí como en tu padre.

No pude hablar; besé sus manos de rodillas y, entonces, aún con mayor emoción si cabe, volvió a bendecirme y salió corriendo del cuarto, dejándome anegada en lágrimas.

¡Oh, señor, con todo lo bueno que es usted, cuánta compasión sentirá por su Evelina, en tales escenas de agitación! ¡Le ruego al cielo que acepte el tributo de tan doloroso remordimiento y le devuelva a mi padre su tranquilidad!

Cuando me sentí lo suficientemente serena para regresar a la sala de visitas, encontré a lord Orville esperándome con extrema ansiedad. Y entonces fui presa de una nueva emoción, aunque de muy distinta naturaleza, pues supe por el señor Macartney que el más noble de los hombres, mi amado, insistía en que la hasta entonces señorita Belmont fuera considerada mi hermana y coheredera de mi padre; aunque no por ley, en justicia, dice él, siempre será tratada como la hija de sir John Belmont.

¡Oh, lord Orville!, será el único anhelo en mi feliz vida futura demostrar, mejor que con palabras, el agradecimiento que siento por su bondad y grandeza de alma.

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