Evelina

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Parte Primera » Carta XVII

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CARTA XVII

Evelina continúa

15 de abril, mañana del viernes

Sir Clement Willoughby pasó por aquí ayer al mediodía y el capitán le invitó a cenar. En cuanto a mí, la jornada transcurrió del modo más desagradable que se pueda usted imaginar.

Encontré a madame Duval desayunando en la cama, a pesar de que monsieur Du Bois se hallaba presente en la habitación, circunstancia que me sorprendió de tal modo que a punto estuve de retirarme sin pensar en la extraña impresión que habría causado mi huida, cuando madame Duval me reclamó mientras se reía de mi ignorancia sobre las costumbres extranjeras.

Pero la conversación tomó un cariz más serio pues ella comenzó, con gran amargura, a maldecir la bárbara brutalidad de aquel tipo, el capitán, y la terrible mala educación de los ingleses en general, declarando que deseaba escapar urgentemente de un país tan salvaje. (Pero no hay nada más extraño y absurdo que erigirse en paladín de la educación con un lenguaje tan repugnante como el de madame Duval).

Se lamentó, tristemente, del destino de su seda de Lyon y manifestó que hubiera preferido desprenderse del resto de su guardarropa ya que era el primer vestido que había comprado al abandonar su luto. Tiene un fuerte resfriado y monsieur Du Bois está tan afónico que apenas puede hablar.

Insistió con vehemencia en que me quedara con ella todo el día, ya que tenía intención, dijo, de presentarme a algunos parientes. Habría rehusado gustosamente, pero no tuve elección.

Hasta la llegada de estos parientes, el tiempo transcurrido juntos lo ocupamos con una continua serie de preguntas por su parte y sus consiguientes respuestas por la mía. Su curiosidad era insaciable; se interesó por cada uno de los episodios de mi vida y de cada detalle que hubiera podido observar de las vidas de las personas que conozco. Tuvo de nuevo la crueldad de declarar el más arraigado rencor hacia el único benefactor de la hija y la nieta, abandonadas ambas, y tal fue mi indignación provocada por su ingratitud que me habría alejado de su presencia e incluso de la casa si, de modo perentorio, no me lo hubiera prohibido absolutamente. Pero, Dios mío, ¿qué puede haberla inducido a semejante y estremecedora iniquidad? ¡Oh, amigo y padre! Cada vez que debo afrontar este asunto no consigo controlarme.

Habló largo y tendido sobre la idea de llevarme a París y dijo que me veía muy necesitada de una correcta educación francesa. Se lamentó de que hubiera sido educada en el campo, circunstancia que me ha dado un aire bastante rural. Sin embargo, me dijo que no me atormentara porque había conocido a muchas jóvenes en peores condiciones que las mías y que tras algún año de residencia en el extranjero se habían convertido en damas muy refinadas; en particular me refirió el caso de una cierta señorita Polly Moore, hija de la mujer de un candelero que, por una carambola del destino que no viene al caso mencionar, fue enviada a París, donde pasó de ser una muchacha cerril y maleducada a ser considerada una gran dama.

Los parientes que estaba orgullosa de presentarme eran su sobrino, un tal señor Branghton, y sus tres hijos, un varón —el primogénito— y dos muchachas.

El señor Branghton aparenta tener alrededor de cuarenta años. No parece faltarle sentido común, aunque es un hombre muy limitado y lleno de prejuicios; ha transcurrido toda su vida en la ciudad y creo que siente un gran desprecio por todo aquél que no resida en ella.

El hijo parece más corto de entendederas y de índole más alegre; pero su vivacidad es más propia de un estúpido colegial grandullón, cuyo pasatiempo consiste en hacer ruido y alboroto. Desprecia al padre por su exclusivo interés por los negocios y por su amor al dinero, aunque creo que carece de dotes, de espíritu y de generosidad que le hagan superior a él.

Su principal alegría consiste en atormentar y ridiculizar a sus dos hermanas, las cuales sin embargo, le desprecian cordialmente.

La señorita Branghton, la mayor, está bien lejos de ser considerada una muchacha fea, pero tiene una expresión orgullosa, malévola y presuntuosa. Odia la ciudad, aunque sin motivo aparente porque es evidente que no ha vivido en ningún otro lugar.

La señorita Polly Branghton es más bien bonita, cretina y bastante ignorante, muy alocada y, creo, generosa.

La primera media hora la dedicaron a acicalarse, pues se lamentaban de la suciedad del camino, ya que habían venido a pie desde Snow Hill[22], donde el señor Branghton tiene una platería; y las muchachas no sólo tenían que cepillar sus capas y secar sus zapatos, sino también arreglar sus tocados completamente arruinados por sus sombreros.

El modo en que madame Duval se complació en presentarme a esta familia me desconcertó.

—Y aquí, queridos míos —dijo—, una pariente que jamás habrían imaginado que existiera; deben saber que mi pobre hija Caroline tuvo a esta niña después de escaparse de mi lado… aunque yo no tuve conocimiento durante mucho tiempo ya que se propusieron ocultarme su existencia, a pesar de que esta pobre niña no tiene a nadie en el mundo, excepto a mí.

—La señorita parece tener un bondadoso corazón, tía —dijo la señorita Polly— y seguramente no se le puede reprochar la desobediencia de la madre porque ella no ha podido hacer nada.

—¡Por Dios, no! —respondió ella—, y nunca le he hecho observación alguna al respecto, ni tampoco mi pobre hija puede ser condenada como se podría pensar; ciertamente, jamás habría tomado el mal camino si no hubiera sido por aquel viejo párroco entrometido del que ya les he hablado.

—Si la tía lo permite —dijo el joven señor Branghton— podríamos hablar de otro asunto, porque a la señorita parece incomodarle.

La conversación se centró entonces en mi edad y en la de los tres jóvenes Branghton. El hijo tiene veinte años; las hijas, al escuchar que yo tenía diecisiete, dijeron que era la misma de la señorita Polly, pero el hermano, tras una larga discusión, demostró que tenía dos años más, lo que suscitó la cólera de ambas hermanas, que coincidieron en manifestar lo malvado y vengativo que era éste.

Establecido este punto, se comenzó a discutir sobre quién era más alto. Tuvimos que medirnos porque los Branghton tenían opiniones contradictorias. Nadie cuestionó que yo era la más alta del grupo, pero entre ellos fueron extremadamente pendencieros: el hermano insistía en que se midieran honestamente sin tener en cuenta los tocados y tacones, pero ellas se negaban a perder los privilegios de nuestro sexo y así, el jovencito fue declarado el más bajo no sin antes apelar a todos los presentes por la injusticia del veredicto.

Terminada esta ceremonia, las muchachas comenzaron, tomándose demasiadas libertades, a examinar mi vestuario y a hacerme preguntas sobre él.

—Supongo que este delantal es obra suya, ¿verdad, señorita? Pero estos ramilletes ya no están a la moda. Le ruego me diga, si no es impertinencia, ¿cuánto ha pagado por yarda de esta lustrina[23]? ¿Confecciona usted misma sus sombreros?…

Y otras muchas cuestiones igualmente interesantes y correctas.

Después me preguntaron si me gustaba Londres y si no me aburriré en el campo cuando regrese.

—La señorita tendrá que intentar encontrar un buen marido —dijo el señor Branghton—, así podrá quedarse a vivir aquí.

Luego el debate versó sobre los lugares públicos o más bien los teatros, porque no conocían nada más; y se discutió sobre las virtudes y defectos de los actores y actrices: el jovencito dominaba este campo y se mostró muy locuaz al respecto. Pero, mientras tanto, cuál no fue mi angustia, y diría aún más, mi indignación, cuando descubrí, por alguna palabra que escuché casualmente, que ¡madame Duval entretenía al señor Branghton con los detalles más secretos y crueles de mi situación! Inmediatamente esta conversación llamó la atención de la hija mayor; la pequeña y el varón mantenían sus puestos, con la intención, creo, de distraerme aunque eran ellos quienes monopolizaban el coloquio.

Después de algunos minutos, la señorita Branghton, acercándose repentinamente a su hermana exclamó:

—¡Por Dios, Polly, figúrate! ¡La señorita no ha visto jamás a su padre!

—¡Jesús, qué extraño! —rebatió la otra—. Pero entonces, señorita, supongo que no lo reconocería.

Esto fue demasiado para mí; me levanté con vehemencia y salí corriendo de la estancia, pero me arrepentí al instante de no haberme controlado porque las dos hermanas me siguieron e insistieron en consolarme sin escuchar mis ardientes súplicas de que me dejaran en paz.

Apenas regresé al grupo, madame Duval preguntó:

—Bueno, querida mía, ¿qué te ha sucedido? ¿Por qué echaste a correr de ese modo?

La pregunta casi me hizo escapar de nuevo, porque no sabía qué responder. Pero ¿no es extraño que sea ella misma quien me coloca en situaciones tan violentas y después se maraville de mi sensibilidad?

El joven Branghton me preguntó si había visto la torre o la iglesia de St. Paul. Y ante mi respuesta negativa propuso que nos acercáramos todos juntos para enseñármela. También se interesó por saber si había visto algo que se pareciera a una ópera. Respondí que sí.

—Y bien —dijo el señor Branghton—. Pues yo en mi vida he visto una, y eso que siempre he vivido en Londres, y no tengo intención de hacerlo aunque viva cien años más.

—Por Dios, padre —exclamó la señorita Polly—. Y ¿por qué no? Podría usted hacerlo aunque fuera una sola vez, simplemente por curiosidad; además la señorita Pomfret ha visto una y me ha dicho que le gustó mucho.

—La señorita pensará que somos muy vulgares —dijo la señorita Branghton—… Vivir en Londres y no haber asistido jamás a la ópera; pero no es mi culpa, se lo aseguro señorita, es que a mi padre no le gusta.

La consecuencia fue la propuesta de formar un grupo —propuesta que fue aceptada— para una próxima ocasión. Yo no me atreví a oponerme, pero sí les informé de que mi tiempo, durante el tiempo que permaneciera en Londres, estaba a disposición de la señora Mirvan. En cualquier caso, no tengo intención de acompañarles si puedo evitarlo.

No tengo el menor deseo de conocer a más parientes si se parecen a los que ya he conocido.

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