Evelina

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Parte Primera » Carta XXIII

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CARTA XXIII

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Queen Ann Street, martes, 19 de abril

Hay algo vagamente melancólico en mí, al referirle nuestras últimas aventuras en Londres; pero dado que esta jornada está destinada únicamente a los equipajes y a los preparativos del viaje, y ya que en breve no tendré más aventuras que relatarle, creo poder concluir mi diario londinense. Y cuando tenga la colección completa, espero, querido señor, que me enviará a Howard Grove sus observaciones y reflexiones al respecto.

Nos fuimos al Pantheon alrededor de las ocho. Me impresionó la belleza del edificio, que sobrepasó con creces mis expectativas. Sin embargo, tiene más la apariencia de una capilla que de un lugar de esparcimiento y, si bien me quedé totalmente fascinada por la magnificencia del salón, sentía que allí no podía comportarme de un modo jovial y despreocupado como en Ranelagh porque hay algo en él que inspira respeto y solemnidad más que placer y alegría. Pero quizá sólo provoca este efecto en una novata como yo.

Tendría que haber dicho que nuestro grupo estaba formado exclusivamente por el capitán y por la señora y señorita Mirvan, ya que madame Duval transcurría su jornada en la ciudad, hecho que debo admitir no me apesadumbró.

Había mucha gente, pero la primera persona que vimos fue sir Clement Willoughby. Se dirigió a nosotros con su habitual desenfado y se nos unió durante toda la noche. Me sentí muy incómoda en su presencia porque no podía mirarle ni escucharle hablar sin recordar la aventura del carruaje, pero, con gran estupor por mi parte, noté que él me miraba sin el más mínimo azoramiento, si bien no debería pensar en su comportamiento sin abochornarse.

Me gustaría no haberle perdonado, así al menos no osaría hablarme.

Fue un concierto realmente excelente, pero el murmullo era demasiado molesto como para poder apreciarlo. Me asombra constatar lo difícil que resulta aquí escuchar la música en silencio; en verdad, aunque todos parecen admirarla, casi nadie le presta la más mínima atención.

No vimos a lord Orville hasta que no entramos en la sala del té, que es grande, baja y subterránea y cuya única utilidad es la de resaltar los compartimentos del piso superior. Luego se sentó con nosotros: parecía que formaba parte de un grupo numeroso, la mayoría mujeres, pero entre los caballeros que le acompañaban pude reconocer al señor Lovel.

Estaba indecisa sobre si agradecerle o no a lord Orville su generosa conducta al protegerme de futuras impertinencias por parte de aquel hombre y pensé que, ya que parecía haber dado permiso a la señora Mirvan de que únicamente pusiera en mi conocimiento, y en el de nadie más, las medidas que había tomado, quizá me consideraría una ingrata si callaba. Pero me podía haber ahorrado la molestia de pensar en ello, ya que ni tan siquiera en una ocasión tuve oportunidad de hablarle sin que sir Clement estuviera presente. Él, por el contrario, se comportaba de un modo tan primoroso e impertinente que no podía dirigirle la palabra a nadie sin que inmediatamente girara su cabeza con expresión interesante dando la apariencia de que exclusivamente conversaba con él; y en realidad era todo lo contrario, porque no le dirigí la mirada ni tan siquiera una vez y no le habría hablado por nada del mundo.

Ciertamente, la propia señora Mirvan, aunque ignorante del comportamiento de sir Clement después de la ópera, dice que no está bien que una muchacha sea vista habitualmente en compañía del mismo caballero, y si nuestra estancia en la ciudad se hubiera prolongado, habría intentado hacerle entender al capitán que era muy inapropiado que le permitiera acompañarnos continuamente, porque sir Clement, con toda su desfachatez, no se uniría a nosotros eternamente si el capitán se mostrara menos entusiasta de su compañía.

Sentado en la mesa de lord Orville había un caballero (lo defino así únicamente porque estaba sentado en su misma mesa) que, desde el primer momento en que me senté, mantuvo fija su mirada sobre mí y no la dirigió a ninguna otra parte durante todo el tiempo que duró nuestro té, aunque mi incomodidad por aquella insistente mirada debía resultar —estoy segura— muy evidente. Estaba realmente sorprendida de que un hombre cuyo descaro era tan ofensivo fuera admitido en el grupo del cual formaba parte lord Orville; por ello, llegué a la natural conclusión de que era una persona inculta, de baja condición social y reforcé mi opinión cuando escuché que se dirigía a sir Clement Willoughby, y con un susurro perfectamente audible —un modo de hablar bastante irritante y desagradable para los allí presentes— dijo:

—Por amor de Dios, Willoughby, ¿quién es esa adorable criatura?

Pero cuál no fue mi estupor cuando, escuchando atentamente la respuesta aunque mantenía la cabeza fija en otra parte, pude oír a sir Clement que decía:

—Lamento mucho no poder ayudar a su señoría, pero yo también lo ignoro.

¡Su señoría! ¡Es extraordinario que un aristócrata, habituado con total probabilidad desde su infancia a frecuentar a las personas más refinadas del reino, pueda carecer hasta ese punto de buenas maneras, por mucho que carezca de moral y de buenos principios! Incluso sir Willoughby parecía mesurado comparado con esta persona.

Durante el té se inició una conversación sobre los tiempos, las modas y los lugares públicos, en el curso de la cual los dos grupos se unieron. Comenzó con sir Clement preguntándole a la señora Mirvan y a mí si el Pantheon había respondido a nuestras expectativas.

Ambas reconocimos inmediatamente que lo había hecho sobradamente.

—Sí, claro —dijo el capitán—. ¿No pensaría usted ni por un momento que admitirían lo contrario, verdad? Cualquiera que sea la moda, deben mostrarse entusiastas de ella; apuesto a que no declararían jamás que no existe lugar más aburrido que éste.

—Así pues, ¿este edificio —intervino lord Orville— no tiene mérito alguno que suavice sus críticas? ¿Su mirada, señor, no puede decir nada a su favor?

—¡La mirada! —exclamó el lord (no conozco su nombre)—. ¿Puede haber aquí, quizá, una mirada que encuentre placer contemplando paredes o estatuas muertas cuando las celestiales criaturas vivientes que veo en este momento reclaman toda su admiración?

—Oh, ciertamente —respondió lord Orville—. Ningún hombre tendría tan poco juicio como para hacer competir la simetría carente de vida de la arquitectura, por muy hermoso que sea su diseño y sus proporciones, con la animada fascinación de la naturaleza: pero cuando en ciertas ocasiones, como la de esta noche, se da la circunstancia de que al mismo tiempo y con un solo golpe de vista, la mirada es deslumbrada con toda la excelencia del arte y con toda la perfección de la naturaleza, no creo que una u otra sufran al contemplarse juntas.

—Le concedo, señor —respondió sir Clement—, que el frío ojo de la lúcida filosofía pueda observar a ambas con igual aplomo y atención; pero cuando el corazón no se encuentra bien protegido, está abocado a interferir volviendo insípidas y poco interesantes, incluso a la mirada, todas las cosas salvo una.

—Claro, claro —exclamó el capitán—. Puede decir lo que quiera sobre este ojo o el otro y, no hay duda de que tiene dos…, pero todos sabemos que miran inadecuadamente en una sola dirección.

—Muy lejos de mi intención —dijo lord Orville— contradecir el poder magnético de la belleza que arrastra y atrae de un modo irresistible a cualquiera que tenga alma y un poco de sensibilidad y me siento orgulloso de reconocer que, aunque hoy no existan más divinidades que ocupen un edificio construido a propósito para ellas, sin embargo nos hemos asegurado su mejor mitad porque hay diosas a las que todos reverenciamos muy gustosamente.

Y en este punto, y con cómica expresión hizo una profunda reverencia a las damas.

—Deben ser realmente diosas —comentó el capitán— porque son mortalmente caras de mirar. Sin embargo, estaría feliz de comprobar que es posible ver entre ellas un solo rostro por el cual merezca la pena pagar media guinea por el espectáculo.

—¡Media guinea! —exclamó de nuevo aquel lord—. Yo daría la mitad de todo lo que poseo por ver simplemente una, a cambio de que pueda elegir yo. Y, por favor, díganme de qué modo se puede emplear mejor el dinero si no al servicio de bellas mujeres.

—Si las señoras que le acompañan disculpan el discurso del capitán —dijo sir Clement—, creo que tiene justamente el derecho al perdón de todos.

—Por tanto depende, como no dudo que así sea —dijo lord Orville—, de la universal dulzura del género femenino; pero en cuanto a las señoras del grupo del capitán, pueden perdonarle fácilmente ya que no pueden sentirse ofendidas.

—Sin embargo deben tener una maldita buena opinión de sí mismas —comentó el capitán— para creer todas esas cosas. De cualquier modo, me encantaría que si alguno de ustedes es diestro en estos asuntos, me dijera qué clase de diversión puede encontrar en un lugar como éste, alguien que ya esté cansado de dar caza a hermosos rostros.

Todos rieron pero ninguno habló.

—Vamos, miren allí ahora —continuó el capitán—. ¡Se encuentran todos en un punto muerto! Ni siquiera uno de ustedes es capaz de responder a esta pregunta. Vamos, entonces debo tener el valor de concluir que todos ustedes vienen aquí con el único propósito de deleitarse con rostros hermosos; aunque, a decir verdad, la mitad son feos y por lo que se refiere a la otra mitad creo que no son en absoluto obra de la naturaleza.

—No nos toca a nosotros decidir —dijo el señor Lovel (acariciando sus galas y bajando la mirada)— el motivo que trae aquí a las damas, señores, pero en cuanto a nosotros, indudablemente no tenemos otra finalidad que admirarlas.

—Si no me equivoco —exclamó el capitán (mirándole seriamente a los ojos)— es usted la misma persona que vimos en la representación de Love for Love la otra noche, ¿no es cierto?

El señor Lovel inclinó la cabeza.

—Entonces, señores —prosiguió él con una sonora risotada—, tengo que contarles una anécdota realmente excelente: ¡una vez concluido el espectáculo, tan cierto como que están ustedes aquí, preguntó qué comedia se había representado! ¡Ja, ja, ja!

—Señor —respondió el señor Lovel sonrojándose—. Si fuera usted un hombre de ciudad como yo —lo cual presumo no sea precisamente su caso— imagino que no encontraría tan divertida una circunstancia tan corriente.

—¡Corriente! ¡Vamos, que es corriente! —repitió el capitán—. Y bien, entonces, ¡por Jorge!, es más adecuado mandar a todos estos tipos a la escuela y meterlos en vereda con un gato de nueve colas[34], que hacerles meter la cabeza en un teatro. Vamos, hoy por hoy una comedia es la única cosa que aún conserva un grano de sentido común porque por lo que se refiere a cualquier otro espectáculo, figúrense, incluso aún todos juntos, ¡no daría por ellos ni tan siquiera esto! —dijo chasqueando los dedos—. Y ya metidos en estos temas, también tenemos esas óperas líricas suyas… Me gustaría saber qué argumentos pueden aducir en su favor.

Lord Orville, que era la persona más adecuada para responder, parecía pensar que no merecía la pena discutir sobre un asunto sobre el cual el capitán ni entendía ni sentía. Así que volviéndose hacia nosotras, dijo:

—Las señoras están muy silenciosas, parece que los hombres hemos monopolizado una conversación con la cual nos convertimos más en enemigos nuestros que suyos. Pero —dirigiéndose a la señorita Mirvan y a mí— ardo en deseos de escuchar la opinión de estas jóvenes damas para quienes todos los espectáculos deben ser aún una novedad.

Ambas, y con gran vehemencia, declaramos que habíamos disfrutado más en la ópera que en cualquier otro espectáculo, pero mejor hubiéramos estado calladas porque el capitán, muy enojado, dijo:

—¿Qué significa preguntar a las muchachas? ¿Acaso cree que saben si quiera qué cosa pensar? Pídales su opinión sobre cualquier representación y créame, le dirán que es excepcional. Son sólo una bandada de papagayos y hablan de memoria porque dicen todas lo mismo, pero pregúnteles si les gusta hacer tartas o dulces y verá como cierran la boca. En cuanto a los espectáculos del teatro de la ópera, ruego no volver a escuchar que aprecian estas tonterías. Y en cuanto a ti, Moll —dirigiéndose a la hija—, te ordeno, dado que tienes en alta estima mi cariño, no volver a cometer la impertinencia de manifestar una opinión personal en mi presencia. Ya tenemos bastantes locos en este mundo como para que tú aumentes el número. No toleraré que mi propia hija imite como un mono de repetición todos esos caprichos. Es una vergüenza que no las hagan callar; y si me dejaran actuar a mi modo, no habría magistrado en la ciudad que no recibiera un golpe en la cabeza por haberlos permitido. Si tienes en mente hacer un elogio sobre cualquier cosa, está bien, puedes hacerlo con una comedia y será bien recibido, porque también a mí me gusta.

Este reproche fue suficiente para hacernos callar a ambas por el resto de la velada. Es más, en realidad, durante algunos minutos hizo enmudecer a todo el mundo, hasta que el señor Lovel, no dejando pasar una oportunidad de restituir el sarcasmo del capitán, dijo:

—Vamos señor, en verdad, es perfectamente natural contentarse con aquello que nos es más familiar y creo que de todas nuestras diversiones no hay una más común para nosotros y para la gente de campo que una comedia. No existe aldea que no tenga sus graneros y sus cómicos, y por lo que se refiere a la historia que se representa sobre el escenario, puede ser ejecutada perfectamente en cualquier lugar. Y también respecto a nosotros y a los canaille, confinados como estamos en el interior del semicírculo de un teatro, no existe lugar donde la distinción sea menos evidente.

Mientras el capitán parecía reflexionar sobre el significado de aquello que había dicho el señor Lovel, lord Orville, probablemente con intención de que no lo encontrara, cambió el discurso hablando del Museo de Cox y preguntándole qué pensaba de él.

—¡Pensar! —respondió—. Vamos, mi opinión es que ni siquiera merece la pena pensar en ello. No me gustan estas tonterías. Creo que únicamente pueden entretener a los monos… aunque, por lo que sé, también arrugarían la nariz ante esas cosas.

—¿Podemos pedir la opinión de su señoría? —preguntó la señora Mirvan.

—El mecanismo —respondió él— es maravillosamente ingenioso; lamento que no saquen mejor partido de él. Su sustancia es tan frívola, tan alejada de cualquier fin constructivo o útil que la contemplación de un espectáculo tan hermoso solo deja una amarga reflexión: que tanto trabajo e ingenio no hayan sido mejor empleados.

—La verdad es —dijo el capitán— que en toda esta enorme ciudad, con tantas y tal variedad de personas, no existe un solo lugar público, aparte del teatro de prosa, donde un hombre, es decir, un hombre que sea un hombre, pueda dejarse ver sin avergonzarse. El otro día me obligaron a ir al ridotto; pero pasará mucho tiempo antes de que me convenzan para volver. No sabía qué hacer, como si la gente de mi nave se hubiera transformado en una manada de franceses. Y luego tenemos ese famoso Ranelagh, sobre el que se cuentan tantas historias… Pero ¡qué lugar tan aburrido!… Es el peor de todos.

—¡Ranelagh aburrido!… ¡Ranelagh aburrido! —se propagó como un eco de boca en boca y todas las señoras, casi al unísono, clavaron sus miradas en el capitán expresando el más irónico de los desprecios.

—En cuanto a Ranelagh —dijo el señor Lovel— indudablemente y aunque el precio es plebeyo, no está en absoluto en consonancia con los gustos plebeyos. Requiere un cierto conocimiento de las reglas del gran mundo y… y… y un poco de… de… un poco d’un vrai goût para apreciar realmente sus méritos. Las personas cuyas… cuyas amistades y demás no se encuentran entre les gens comme il faut no pueden sentir más que ennui en un lugar como Ranelagh.

—¡Ranelagh! —exclamó lord ***—. Oh, es el lugar más divino que existe bajo el cielo… o… de lo que yo conozco…

—¡Oh, pobre criatura! —exclamó una dama joven y bonita, aunque demasiado petulante, dándole golpecitos con el abanico—. No debe usted hablar de ese modo, sé lo que trata de decir, pero realmente no quiero permanecer más tiempo sentada junto a usted si continúa mostrándose tan malvado.

—¿Y cómo se puede estar sentado justo a usted y ser bueno? —respondió aquél— ¿Cuándo el simple hecho de mirarla es suficiente para volver malvada a una persona… o al menos desear serlo?

—¡Qué vergüenza, señor mío! —rebatió ella—. Es usted verdaderamente insoportable. No creo que le vuelva a hablar en los próximos siete años.

—¡Qué metamorfosis —exclamó lord Orville— si pretende hacer de su señoría un patriarca!

—Siete años —dijo el otro—. Querida señora, conténtese con decirme que no me hablará después de pasados siete años y yo trataré de conformarme.

—Oh, muy bien, señor mío —respondió la mujer—; por favor, fije usted una fecha cercana para que dejemos de hablarnos y le prometo acatar cuanto disponga.

—Debe saber, querida señora —contestó él mientras bebía el té—, debe saber que sólo vivo en su presencia.

—Oh sí, mi señor, lo sé desde hace tiempo. Pero empiezo a temer que esta noche se está haciendo tarde para Ranelagh.

—Oh no, señora —dijo el señor Lovel mirando su reloj—, apenas pasan unos minutos de las diez.

—¡Sólo! —exclamó ella—. Oh, entonces podemos ir perfectamente.

Entonces todas las señoras se levantaron declarando que no había tiempo que perder.

—¡Pero qué diablos! —dijo el capitán inclinándose hacia adelante con los brazos apoyados en la mesa—. ¿Realmente tienen intención de ir a Ranelagh a esta hora de la noche?

Las mujeres se miraron y sonrieron.

—¿A Ranelagh? —exclamó lord ***—. Sí, y espero que usted también venga porque no podremos eximir a estas señoras en absoluto.

—¿Yo a Ranelagh? Si lo hago que sea…

Todos se habían levantado y el lord desconocido, acercándose me dijo:

—Espero que usted venga.

—No, mi señor, creo que no.

—Oh, usted no puede, no debería ser tan cruel.

Y tomando mi mano prosiguió con tan hermosas palabras y halagos que muy bien podría yo haber pensado que era una divinidad y él un simple pagano que me adoraba. Apenas me fue posible retiré la mano, pero él, en el curso de la conversación, se las ingeniaba continuamente para tomarla de nuevo aunque aquella situación a mí me resultaba realmente desagradable, sobre todo porque veía que lord Orville tenía su mirada clavada en nosotros con tal seriedad que me hacía sentir incómoda.

Definitivamente, mi querido señor, fue un gran atrevimiento por parte de este lord, a pesar de su rango, tratarme con tanta familiaridad. En cuanto a sir Clement, parecía haber caído en las garras de la infelicidad.

Todos intentaron convencer al capitán de que se uniera al grupo de Ranelagh y este lord me dijo, susurrando, que ir sin mí le desgarraba el corazón.

Durante esta conversación el señor Lovel se puso ante mí y, con fingida sorpresa, me hizo una reverencia y se informó sobre mi salud, para después declarar, por su honor, que no me había visto hasta entonces, pues de lo contrario me habría presentado sus respetos.

Aunque su amabilidad era evidentemente forzada, de algún modo me sentía tranquila pues sabía que nada tenía que temer de él.

El capitán, lejos de escuchar los discursos encaminados a convencerle de ir con ellos a Ranelagh, se mostraba encolerizado por la propuesta y manifestó que prefería meterse en el agujero negro de Calcuta[35].

—Pero —dijo lord ***— si las señoras toman el té en Ranelagh, tenga por seguro que haremos que regresen a casa sanas y salvas ya que nos sentiremos todos muy orgullosos de tener el honor de acompañarlas.

—Puede que sea así —respondió el capitán—, pero sólo le diré una cosa: si ninguno de estos lugares es suficiente para ellas esta noche, mañana no verán ni tan siquiera uno.

Inmediatamente declaramos estar listas para regresar a casa.

—No es por usted que suplicamos —dijo lord ***— sino por nosotros; si tiene un poco de misericordia, no sea tan cruel de negarnos este placer; simplemente le imploramos que alargue nuestra felicidad durante un rato… el favor es insignificante para usted que lo otorga, pero inmenso para quienes lo recibimos.

—A decir verdad —dijo el capitán enojado—, creo que no debería adular así a las muchachas: para ellas será palabra de evangelio. En cuanto a Molly, es bonita pero nada de extraordinario, aunque quizá pudiera persuadirla de que esa nariz de cachorrito es el último grito. Y en cuanto a la otra, vamos, es nívea y sonrosada, cierto, ¿y qué? Acabará marchitándose como el resto.

—¿Existirá —exclamó lord ***— algún otro hombre en esta sala que ante estas criaturas pueda hacer un discurso como éste?

—Respecto a eso —rebatió el capitán—, no sé si existirá y para serle sincero, no me importa; porque no tengo intención de imitar a todos esos tipos de buena suerte que no se atreven a decir que su alma les pertenece y que, por lo que yo sé, ni tan siquiera tienen una.

Me avergüenzo de mis compatriotas casi como si fuera francés y, dentro de mi corazón, siento que entre ellos no hay ni uno solo que merezca la pena, y que no pasará mucho tiempo antes de que escuchemos a los marineros hablar con esa jerga y contemplemos a un grumete ir por ahí con una redecilla para su peluca y una espada.

—¡Je, je, je, por mi honor! —exclamó el señor Lovel—. La gente de mar como usted juzga de un modo muy severo.

—¡Severo! ¡Por Jorge!, es imposible porque, resumiendo, los hombres, como ellos mismos se definen, no son mejor que los monos y en cuanto a las mujeres, vamos, son simples muñecas. Así que ya conoce mi opinión sobre este asunto; y de este modo le deseo buenas noches.

Las señoras, que estaban impacientes por marcharse, hicieron su reverencia y se fueron precipitadamente, seguidas de todos los caballeros del grupo, excepto el lord que mencioné anteriormente y lord Orville, que se quedó para informarse por la señora Mirvan sobre los detalles de nuestra partida de la ciudad. Luego, dirigiéndose con su habitual educación a cada una de nosotras, se despidió con aire serio.

Lord *** se quedó algunos minutos más, los cuales pasó haciéndome todo tipo de halagos, impidiéndome escuchar claramente aquello que decía lord Orville, para mi gran irritación, sobre todo porque parecía —o al menos así creo— que estaba molesto con su extraño comportamiento hacia mí.

Al dirigirme a una sala exterior[36] para esperar al carruaje, caminé —sin poder evitarlo— entre este caballero y sir Clement Willoughby. Después, cuando el criado anunció que el coche había llegado, si bien el segundo me ofreció su mano —la cual hubiera preferido a la del otro—, aquel mismo lord me la aferró sin ceremonia alguna y sir Clement, extremadamente irritado, acompañó a la señora Mirvan.

¡Qué extrañamente diferentes pueden llegar a ser los caracteres en todas las castas y condiciones sociales! Lord Orville, con una educación que no tiene fisuras y sin hacer distinciones, es modesto y sin pretensiones, como si nunca hubiera frecuentado a los grandes e ignorase completamente los títulos que posee; este otro lord, aunque pródigo en elogios y hermosos discursos, parece totalmente ajeno a la buena educación; cualquiera que sea capaz de golpear su fantasía monopoliza toda su atención. Es audaz e impertinente, tiene una actitud altiva con los hombres y una mirada libertina con las mujeres y la conciencia de su propia condición social parece haberle otorgado una libertad para dirigirse a ambos sexos que roza la vulgaridad.

Volvimos a casa deprimidos: la diversión nocturna había contrariado al capitán y su contrariedad turbaba, creo, a todos.

Y aquí pensaba haber concluido mi carta; pero sorprendentemente acabamos de recibir una visita de lord Orville. Ha venido, según dijo, para presentar sus respetos antes de que partiéramos y ha manifestado gran interés por saber si regresaremos; y cuando la señora Mirvan le ha contestado que nos íbamos al campo sin perspectiva alguna de abandonarlo, expresó su decepción con tales términos —tan educados, tan halagadores, tan serios— que acabó contagiándome su disgusto.

Si tuviera que regresar en este momento a Berry Hill, no sentiría más que alegría, pero ahora que se han unido a nosotros este capitán y madame Duval, debo admitir que espero poco disfrute de Howard Grove.

Antes de que lord Orville se fuera, también nos visitó sir Clement Willoughby. Estaba más serio que nunca e intentó en varias ocasiones hablar conmigo en voz baja para confesarme que el pesar que le causaba nuestra marcha era única y exclusivamente por mí. Pero yo no estaba de humor y no soportaba que me atosigara. Sin embargo, le hizo tan bien la corte al capitán Mirvan que consiguió que éste le invitase acaloradamente a Grove. Lo cual le serenó… y justo en ese momento lord Orville se despidió.

No hay duda de que le molestó esta inoportuna y maleducada parcialidad porque efectivamente fue totalmente incorrecto hacer una invitación ante lord Orville sin incluirle a él. Me enfadé tanto que, apenas se marchó, salí de la habitación y no tengo intención alguna de bajar hasta que sir Clement se haya ido.

Seguramente lord Orville haya advertido sus asiduos intentos de congraciarse conmigo, y esta extravagante cortesía del capitán Mirvan ¿no le dará motivos para pensar que aquel hombre cuenta con nuestra aprobación general? No puedo pensar en ello sin que me asalte una indescriptible inquietud… y sin embargo, no puedo pensar en otra cosa.

Adieu, mi queridísimo señor. Por favor, escríbame inmediatamente. ¡Cuántas y extensas cartas han provocado estas dos breves semanas! Más de las que, probablemente, podré escribir jamás; temo haberle fatigado con su lectura, pero ahora tendrá tiempo de descansar porque en el futuro tendré bien poco que contar.

¿Ahora, honradísimo señor, con todos los disparates e incorrecciones que hasta este momento le he relatado fielmente, aún me permitirá, con su imperturbable bondad, firmar como su devota y afectuosísima,

Evelina?

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