Evelina

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Parte Primera » Carta XXVIII

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CARTA XXVIII

Del señor Villars a lady Howard

Berry Hill, 2 de mayo

Su carta, señora, ha abierto la puerta a una angustia a la que miro con temor y casi no me atrevo a esperar a que se aplaque. Debo insistir en mi oposición ante la opinión de su señoría y, en efecto, no puedo hacerlo sin recurrir a argumentos que, en una época como ésta, creo que me harán aparecer ante sus ojos como un asceta ignorante del mundo y acostumbrado sólo a mi celda, más que como un tutor adecuado para una joven mujer llena de virtudes. Y sin embargo, interrogado, es necesario que explique y trate de defender las razones por las cuales me he guiado hasta ahora.

La madre de esta querida muchacha —que fue llevada a la destrucción por su propia imprudencia, por la dureza de corazón de madame Duval y por la perversidad de sir John Belmont— fue en un tiempo lo que su hija es ahora: ¡la delicia de mi corazón, y, hasta que mi memoria me lo permita, guardaré con cariño su recuerdo, lo lloraré y honraré! El fatídico día en que su dulce ánima abandonó su morada, y pocas horas antes de que expirase, juré solemnemente que la hija, si sobreviviera, no conocería otro padre que yo o su esposo legal.

No piense, señora, que he tenido mucha dificultad para mantener dicha promesa y evitar reclamar nada a sir John Belmont. ¿Podría yo quizá sentir el más grande de los afectos paternos por esta joven víctima sin detestar a su destructor? ¿Cree usted que podría querer entregar a aquél, que tan vilmente traicionó a la madre, la débil e inocente prole que, nacida entre tanto dolor, parecía tener derecho a toda la compasiva ternura de la piedad?

Durante muchos años, simplemente el nombre de aquel hombre, pronunciado accidentalmente en mi presencia, casi conseguía despojarme de toda caridad cristiana y a duras penas podía reprimir mis deseos de maldecirlo. Y sin embargo jamás habría intentado privarle de la hija, ni tan siquiera habría deseado hacerlo, si se hubiera esforzado, haciendo muestra de algún tipo de contrición o de un poco de humanidad, en volverse menos indigno de tal bendición, pero él es ajeno a cualquier sentimiento paterno y, con feroz insensibilidad, incluso ha evitado informarse sobre la existencia de esta dulce huérfana, aunque las circunstancias de su ultrajada consorte eran bien conocidas para él.

Desea que la ponga al corriente de mis intenciones. Debo reconocer que éstas, tal y como ahora lo veo, no habrían sido honradas con la aprobación de su señoría: porque si bien es cierto que en alguna ocasión he pensado en presentar a Evelina a su padre y reclamar para ella lo que en justicia le pertenece, por otra parte desestimaba y temía presentar un recurso: ¡lo desestimaba por miedo a que fuera repudiada y lo temía por miedo a que fuera aceptada!

Lady Belmont, que estaba firmemente convencida de su inminente partida, me imploró en repetidas ocasiones y con gran ansia que, si daba a luz a una niña, no la abandonara a los cuidados de un hombre tan inadecuado para hacerse cargo de su educación; pero que si fuera insistentemente reclamada, me refugiara con ella en el extranjero y la mantuviera oculta de sir John hasta que un evidente cambio en sus sentimientos o en su conducta le declarase menos inapropiado para dicha tarea. Y a menudo me decía:

—Si la pobre criatura heredara los sentimientos de su desdichada madre, nada necesitará mientras permanezca bajo su protección.

¡Ay de mí! ¡Apenas ella la abandonó cayó en un abismo de infelicidad que devoró su paz, su reputación y su misma vida!

Durante la infancia de Evelina tracé un millón de proyectos para garantizar su derecho de nacimiento; pero otras tantas los deseché. Vivía en un eterno conflicto entre el deseo de que se hiciera justicia y el temor de que, mejorando su situación económica, corriera peligro su alma. Sin embargo, a medida que su carácter comenzaba a formarse y su índole a manifestarse, mi incertidumbre disminuía; el camino que ante mí se abría parecía presentarse menos espinoso e intrincado y creí discernir el sendero justo porque, cuando observaba aquella abierta franqueza, la ingenua sencillez de su naturaleza, cuando veía que su alma inocente y privada de malicia imaginaba a todo el mundo puro y desinteresado como ella y que su corazón estaba abierto a las impresiones que el amor, la piedad o el arte pueden provocar, entonces me ilusioné con la idea de que seguir mi instinto y asegurar su bienestar era, efectivamente, una misma cosa; porque exponerla a las insidias y peligros que rodean inevitablemente a una casa en la cual el patrón es un libertino carente de principios, sin la guía de una madre o una mujer prudente e inteligente, me resultaba equivalente a dejarla caer en un pozo terrible cuando el sol está en su cénit. Mi proyecto, por tanto, no ha sido simplemente aquel de instruirla y educarla como si fuera mi propia hija, sino adoptarla como heredera de mi modesto patrimonio y entregarla a un hombre digno junto al cual pudiera transcurrir sus días con absoluta tranquilidad, alegría y buen humor, ajena al vicio, la locura o la ambición.

Esto por lo que se refiere al pasado. Tales han sido las razones que me han guiado; y espero que les conceda el derecho no sólo de explicar sino de justificar la conducta que he tomado. Ahora sólo debemos dejar que el tiempo hable.

Y es aquí, efectivamente, donde tomo conciencia de la dificultad por la que casi desespero de conseguir superar mis deseos. Tengo el máximo respeto por la opinión de su señoría y me siento en extremo apenado de no coincidir con usted; sin embargo conozco tan bien su bondad que puedo presumir que no será del todo imposible para mí presentar argumentaciones que la induzcan a pensar, como yo, que la posibilidad de una felicidad para esta joven criatura se presenta menos incierta en el ámbito de una vida de retiro que en un mundo frívolo y disipado. Pero ¿por qué tendría que confundir a su señoría con un razonamiento que puede obtener tan poca consideración?

Porque, ¡ay de mí! ¿Qué argumentos, qué persuasiones puedo alegar con perspectiva de éxito, ante una mujer como madame Duval? Su carácter y la violencia de su índole me vuelven temeroso: es demasiado ignorante para recibir instrucciones, demasiado obstinada para ceder a súplicas y demasiado débil para razonar con ella.

Por ello no entraré en una disputa de la cual sólo puedo esperar contiendas e impertinencias. Preferiría discutir sobre los efectos del sonido con un sordo o sobre la naturaleza de los colores con un ciego, antes que intentar iluminar a base de convicción una mente tan aberrante, llena de prejuicios y esclava de pasiones anárquicas y mezquinas. Poco acostumbrada como está al control, la persuasión sólo contribuiría a insensibilizarla y la oposición a endurecerla. Me doblego por tanto a la necesidad que obliga a mi rutilante aprobación y ahora dirigiré todos mis pensamientos hacia el modo de conducir esta empresa para que mi niña encuentre la felicidad y su sensibilidad no venga herida.

Por consiguiente desapruebo, de un modo total y absoluto, un proceso legal.

¿Quisiera, mi querida señora, perdonar la libertad de este anciano si me declaro muy sorprendido de que ni por un momento haya podido dar su aprobación a un proyecto tan violento, tan público, tan totalmente repugnante para una sensibilidad femenina? Estoy convencido de que su señoría no ha sopesado bien sus intenciones. Existió un tiempo, en efecto, en el que para defender la inocencia de lady Belmont y proclamar al mundo los agravios, que no la culpa, que sufrió, propuse, es más, intenté un proyecto análogo; pero en aquel momento toda ayuda y estímulo me fueron negados. ¡Qué cruel es, por el recuerdo que tengo de sus desprecios, este tardío resentimiento de madame Duval! Siempre se ha mostrado sorda a la voz de la Naturaleza si bien ha atendido a la voz de la Ambición.

Jamás consentiría que se expusiera de ese modo a la atención pública a esta deliciosa y tímida muchacha: un mundo que la sometería a la impertinencia de la curiosidad, a las risas burlonas de las conjeturas y a los aguijones del ridículo. ¿Y para qué? Para conseguir una riqueza que la joven no desea y para gratificar una vanidad que no siente. ¡Que una hija comparezca en juicio contra un padre! No, señora, por muy viejo y enfermo que me encontrara, antes preferiría conducirla yo mismo a un remoto rincón del mundo aun estando cierto de que me aguardaba una muerte segura durante el viaje.

Muy diversos fueron los motivos que indujeron a la infeliz madre a tal procedimiento: toda la felicidad de este mundo estaba irreparablemente perdida; la vida se había convertido para ella en un peso y su buena reputación —que desde su infancia le habían enseñado a mantener impoluta por encima de todas las demás cosas— había recibido una herida mortal. Por tanto, purgar el propio honor y garantizar de cualquier mancha el nacimiento de su criatura era todo el bien que la Fortuna se había reservado el poder de concederle. ¡Pero incluso este último consuelo le fue negado!

Que se adopten medidas que apelen a su misericordia —ya que así debe ser— y que se reclame a sir John Belmont; pero por lo que se refiere a una causa legal, espero que no se vuelva a mencionar en mi presencia.

Con madame Duval toda petición de delicadeza sería estéril; a su proyecto nos debemos oponer con argumentaciones más ajustadas a su intelecto. Así que no hablaré de su improcedencia pero me esforzaré en demostrar su inutilidad. Tenga la bondad, por tanto, de decirle que sus intenciones se frustrarían por su propio plan porque si abriera una causa legal, y aunque lograra ganarla, sir John Belmont tendría la sartén por el mango y al haberle irritado, conociendo su carácter, liquidaría a su nieta dejándole en herencia tan sólo un sólo chelín.

Deberá permanecer tranquila y ajena a todo este asunto; el viejo y recíproco rencor existente entre ella y sir John provocaría que su intromisión desencadenara discusiones y malevolencia. Y tampoco hacer comparecer a Evelina hasta que no sea convocada. Y en cuanto a mí, debo rechazar absolutamente la acción, aunque con indefenso celo dedicaré todas mis energías a darle consejo: pero, en realidad, no tengo ni la voluntad ni la índole idóneas para atacar personalmente a este hombre.

Mi opinión es que él mostraría un mayor respeto por una carta que tratara esta cuestión, remitida por su señoría más que por cualquier otra persona. Y así le aconsejo y confío en que se tomará la molestia de escribirle usted misma para dar inicio a este proyecto. Si él llegara a consentir en ver a Evelina, tengo para él una carta póstuma que la mujer ultrajada escribió para que le fuese entregada, si alguna vez se diera la circunstancia de dicho encuentro.

Las expectativas de los Branghton al sugerir este asunto son obviamente interesadas: ellos esperan, garantizando a Evelina el patrimonio de su padre, convencer a madame Duval de que disponga del suyo a su favor. Pero probablemente se equivocan porque las mentes mezquinas muestran siempre una propensión a repartir sus riquezas entre aquellos que nadan en la opulencia y por tanto, cuando menos la nieta necesitara de su asistencia, más feliz se sentiría ella de dársela.

Sólo tengo una cosa más que añadir, y sobre la cual no estoy dispuesto a dar mi brazo a torcer: es necesario atenerse inviolablemente a la palabra que en su momento di solemnemente a lady Belmont de que su hija no sería jamás reconocida si no lo fuera a su vez ella misma.

Querida señora, con gran respeto, el más devoto servidor de su señoría,

Arthur Villars

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