Evelina

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Parte Segunda » Carta XI

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CARTA XI

De Evelina al reverendo señor Villars

Holborn, 9 de junio

Ayer por la mañana recibimos una invitación para comer y pasar el día en casa de los Branghton, y el señor Du Bois, que también fue invitado, fue el encargado de llevarnos a Snow Hill.

El joven Branghton nos recibió en la puerta, y sus primeras palabras fueron:

—Le hago saber que mis hermanas no se han vestido aún.

Entonces, entrando en la casa, me dijo:

—Venga, señorita, suba a sorprenderlas, seguro que están mirándose al espejo.

Quiso tomarme del brazo, pero decliné tal cortesía, y le dije que quería seguir a madame Duval. Entonces, apareció el señor Branghton y él mismo nos indicó el camino. Subimos, como la otra vez, los dos pisos, pero en el momento en que el padre abría la puerta, las dos hermanas dieron un fuerte grito.

Todos nosotros nos detuvimos y entonces la señorita Branghton gritó:

—¡Por Dios, papa! ¿Por qué subes a la gente aquí? Polly y yo estamos a medio vestir.

—¿Y no os da vergüenza? —dijo él—, aquí están tu tía, tu prima y monsieur Du Bois, esperando, y no hay habitación donde meterles.

—¿Y quién pensaba que llegarían tan pronto? —dijo ella—; pensaba que la señorita estaba acostumbrada a horas de etiqueta.

—Pues yo no estaré lista hasta dentro de media hora —dijo la señorita Polly—; ¿no pueden esperar en la tienda hasta que estemos vestidas?

El señor Branghton estaba muy enojado y las reprendió muy duramente; no obstante, nos vimos obligados a bajar, y nos sentamos en unos taburetes en la tienda, donde encontramos al hermano, que se regocijó muchísimo, dijo, de que hubiéramos sorprendido a sus hermanas, y le pareció oportuno entretenerme con un largo relato de su aburrimiento y las muchas disputas que tenían entre ellos.

En fin, cuando aquellas damas estuvieron arregladas a su satisfacción, hicieron su aparición; pero antes de cruzar cualquier conversación con nosotros, tuvieron una discusión larga y desagradable con su padre, a cuyas reprimendas, bien justas por cierto, replicaban ellas con grandes impertinencias, mientras el hermano reía estrepitosamente todo el tiempo.

Cuando se percibieron de esto, se enojaron muchísimo, y en lugar de disculparse con madame Duval, empezaron a discutir airadamente con él:

—Tom, ¿de qué te ríes? ¿A qué asunto viene reírse siempre cuando papá nos reprende duramente?

—¿Y por qué tardáis tanto en vestiros? Nunca estáis listas a tiempo, bien lo sabes.

—¡Señor, quisiera saber qué te importa a ti eso! Preferiría que pusieses atención a tus asuntos, y no te preocupases de los nuestros. ¡Cuánto le gusta al niño saber todo lo que pasa!

—No tan niño, no tan niño. Lo que os gustaría ser tan niñas cuando os quedéis solteronas.

Con esta clase de diálogo fuimos deleitados hasta que la comida fue servida y de nuevo tuvimos que subir a la segunda planta.

Por el camino la señorita Polly me dijo que su hermana le había pedido al señor Smith su cuarto para comer en él, pero que había rehusado cederlo, y añadió:

—Porque un día ocurrió que se quedó todo engrasado. Pero lo tendremos para tomar el té, y entonces puede ser que lo vea. Le aseguro que es un hombre de categoría, vestido finamente, que va a bailes y fiestas, y hace esas cosas tan distinguidas. Y además, mantiene a un criado también.

La comida estuvo mal servida, mal cocinada y mal digerida. La criada que nos atendía tuvo que bajar tantas veces por algo que se le olvidaba, que los Branghton se vieron constantemente obligados a levantarse para coger platos, cuchillos, tenedores, pan o cerveza. Si no fueran pretenciosos, todo esto carecería de importancia, pero pusieron mucho empeño en que pareciera correcto, y aun imaginaron que había sido todo un éxito. No obstante, la parte más desagradable de la comida fue que toda la familia discutía continuamente sobre quién debía levantarse y quién tenía permiso para sentarse.

Cuando terminamos de comer, madame Duval, que estaba ansiosa por discursear sobre sus viajes, inició una discusión con el señor Branghton y con monsieur Du Bois, en su inglés chapurreado, sobre Francia; y la señorita Polly, dirigiéndose a mí, dijo:

—¿No piensa usted, señorita, que es muy aburrido quedarnos sentadas aquí arriba? Mejor bajamos a la tienda y así veremos a las personas que pasan.

—¡Por Dios, Polly! —dijo el hermano—, siempre quieres mirarlo todo y quedarte con la boca abierta. Estoy seguro de que no deberías dejarte ver tanto, pues eres tan fea como para asustar a un caballo.

—¿Fea, verdad? Me pregunto quién lo es más, si tú o yo. Pero, te diré que…, no te des tantos aires… o le diré a la señorita tú ya sabes el qué.

—¿Y a quién le importa lo que hagas? Puedes decir lo que quieras, me tiene sin cuidado.

—La verdad —dije yo—, no quiero saber ningún secreto.

—Pero como ya he decidido decírselo…, porque Tom es tan, tan rencoroso…, debe saber, señorita, que la otra noche…

—¡Polly! —gritó el hermano—, si cuentas eso, la señorita lo sabrá todo acerca de su encuentro con el señor Brown; así es que dejaré que decidas.

La señorita Polly se puso colorada y volvió a proponerme que bajáramos hasta que el cuarto del señor Smith estuviera listo para recibirnos.

—Sí, así lo haremos —dijo la señorita Branghton—, porque le aseguro, prima, que pasan personas muy refinadas por nuestra tienda algunas veces; Polly y yo siempre vamos a sentarnos allí cuando ya estamos arregladas.

—Sí, señorita —dijo el hermano—, no hacen otra cosa en todo el día cuando papá no las reprende. Pero la mejor diversión es cuando están desaseadas y con el pelo alborotado, y envío al señor Brown al piso de arriba a sorprenderlas. ¡Y se forma tal alboroto!… Se esconden, corren, se escapan y chillan como locas. Después meto a los dos gatos en el cuarto, les doy una buena azotaina y también chillan muchísimo. ¡Arman un ruido y un alboroto!… Dios, no se puede imaginar, señorita, lo divertido que es.

Esto ocasionó una nueva pelea entre las hermanas; y cuando terminó se decidió por fin que bajáramos a la tienda. Por la escalera la señorita Branghton dijo en voz alta:

—Me pregunto cuándo estará listo el cuarto del señor Smith.

—Eso digo yo —le contestó Polly—, estoy segura de que no le haríamos perjuicio ninguno ahora en ella.

Esta insinuación no produjo el efecto deseado, y pudimos esperar tranquilamente.

Cuando entramos en la tienda, vi a un hombre de luto riguroso, recostado contra la pared, con los brazos cruzados y sus ojos fijos en profunda y melancólica meditación; pero en cuanto nos vio, se sobresaltó y se retiró muy bruscamente saludando al pasar. Como entendí que nadie le prestaba atención, no pude abstenerme de preguntar quién era.

—¡Válgame Dios! —contestó la señorita Branghton—, sólo es un pobre poeta escocés.

—Yo creo que acabará muerto de hambre —dijo la señorita Polly—, pues no se ve que tenga medios de qué vivir.

—¡De qué vivir! —dijo el hermano—, pero si es un poeta, ya se sabe, puede vivir de su erudición.

—Claro, eso estaría bien —dijo la señorita Branghton—, porque es tan orgulloso como pobre.

—Es cierto —contestó el hermano—, pero a pesar de eso, no podrá vivir sin comer ni beber; no, no, no encontrarás a ningún escocés al que le falte… Sólo vienen aquí por lo que puedan obtener.

—Yo os aseguro que me deja perpleja que papá sea tan tonto que le permita permanecer en la casa —dijo la señorita Branghton—, pues me atrevo a decir que nunca pagará el hospedaje.

—¿Por qué?, lo haría si pudiera encontrar otro huésped. Sabes que el aviso era por dos semanas. Señorita, si usted supiera de alguien que necesitara un cuarto, le aseguro que es muy bueno, aunque esté en el tercer piso.

Le contesté que no conocía a nadie en Londres, y que no tenía posibilidad de ayudarles, pero mi compasión y mi curiosidad se entusiasmaron a la vez por este pobre joven, y les pedí algunos detalles más sobre él.

Entonces me dijeron que sólo hacía tres meses que le conocían; que al principio de alojarse acordó hospedarse con comida también, pero últimamente les había indicado que comería por su cuenta, aunque creían que no había vuelto a saborear un bocado de carne desde que dejó de comer a su mesa. También me dijeron que siempre había dado la apariencia de estar muy bajo de ánimo, pero que desde el mes pasado estaba más apagado que nunca; y de repente había comenzado a llevar luto, aunque no sabían por quién, ni para qué, y creían que había sido sólo por conveniencia, pues nadie había ido a verle o preguntaba por él desde que residía entre ellos; y estaban seguros de que era muy pobre puesto que no había pagado el hospedaje de las tres últimas semanas. Y, finalmente, concluyeron que era poeta, o medio loco, porque en distintas ocasiones habían encontrado fragmentos de poesía en su cuarto.

Entonces sacaron algunos versos inacabados, escritos en pedacitos de papel, inconexos, y la mayoría de ellos en tono de melancolía. Entre ellos estaba el fragmento de una oda, que, a petición mía, me han copiado, y que le escribo por si le agradara leerla.

¡Oh, vida!, con tus lánguidos ensueños de dolor y pena,

y toda la amargura que la naturaleza encierra,

¡salvaje, variable y extraña!

Tan pronto nos halaga con bellas esperanzas,

como nos deprime con cruel desesperación,

enfermera de la culpa, esclava del orgullo,

tal cual niño caprichoso,

enemigo de sí mismo,

ve sólo goce en lo que se le deniega,

¡y desesperación en lo que se le concede!

¡Oh!, tú, pobre, débil, efímero,

seducido por el vicio, por locuras conquistado,

perseguido por miseria, locura, afrenta, remordimiento,

con pasos laboriosos avanzas,

pareciendo para el joven la flor más bella,

mostrando la vejez como frondosa maleza,

una píldora dorada pero amarga.

¡Oh, mal enorme, grave e intrincado!

Estas líneas son duras, pero indican una desdicha interna muy honda, que me ha afectado mucho. Con seguridad este joven estará envuelto en tribulaciones fuera de lo común, pero no puedo entender qué puede inducirle a permanecer con esta insensible familia, siendo como es tan indignamente despreciado por ser pobre, y mayoritariamente detestado por ser escocés.

Indudablemente tendrá poderosos motivos que no es capaz de superar para obrar de este modo. Sea lo que fuere, le compadezco de todo corazón, y desearía que estuviera en mi mano proporcionarle un poco de consuelo.

Durante esta conversación, el criado del señor Smith vino a decirle a la señorita Branghton que podían pasar a la habilitación de su amo cuando gustasen, pues se disponía a marcharse.

Este mensaje tan cortés, aunque complació enormemente a las señoritas Branghton, a mí no me agradó en modo alguno, pues no tenía deseo alguno de ser presentada a este caballero, y al ver su precipitación en aceptar el ofrecimiento, rogué que me excusaran de acompañarles, y les dije que me sentaría con madame Duval hasta que el té estuviera listo.

Por tanto, una vez más subí los dos pisos de escaleras, junto al joven Branghton, que insistió en acompañarme, y permanecimos allí hasta que seguí a madame Duval al comedor cuando el criado del señor Smith nos llamó para el té.

Las señoritas Branghton estaban sentadas en una ventana, y el señor Smith indolentemente apoyado en la otra. Todos se acercaron cuando entramos, y el señor Smith, probablemente para demostrar que era el dueño de la estancia, me condujo hasta una silla en el ángulo más alejado del cuarto, sin preocuparse de madame Duval, hasta que me levanté y le ofrecí mi asiento.

Se ocupó de mí ignorando al resto con brusquedad, con un estilo de caballerosidad nueva y desagradable para mí. Realmente, nadie me dedica mayores cumplidos y más elegantes discursos que sir Clement Willoughby: aun en su lenguaje demasiado florido, es siempre un perfecto caballero, y su conducta y modales son tan superiores a todos los habitantes de esta casa que cualquier comparación entre él y el señor Smith, por ejemplo, sería sumamente injusta.

Este último parece tan deseoso de parecer alegre y animado que su vivacidad es muy ordinaria y su comportamiento tan atrevido y desagradable que preferiría la compañía de la insulsez misma, incluso como esa diosa descrita por Pope, que la de este joven tan vivaracho.

Se deshizo en disculpas por no habernos prestado el cuarto para la comida diciendo que lo hubiera hecho de haberme visto primero; y me aseguró que cuando volviera estaría muy contento de complacerme.

Le dije, sinceramente, que cada parte de la casa me era igualmente indiferente.

—Es que, señora, la verdad, las señoritas Biddy y Polly no son nada cuidadosas; de lo contrario, le aseguro que serían siempre bienvenidas en mi cuarto, porque a mí me hace muy feliz complacer a las damas…, es mi forma de ser, señora, pero realmente, la última vez que estuvieron me lo dejaron todo muy sucio y grasiento, y le doy mi palabra…, para un hombre al que le gustan las cosas bien hechas, fue muy desagradable. Ahora bien, señora, en lo que se refiere a usted, es todo bien distinto, pues no prestaría atención a que todo se echara a perder, con tal de poder complacerla; y le aseguro, señora, que es un honor disponer de un cuarto lo suficientemente bueno para recibirla.

Este elegante discurso fue seguido de otros del mismo estilo, por lo que estaría de más escribirlos; y como no me concedió la posibilidad de hablar con ninguna otra persona, el resto de la tarde la pasé penosamente atendiendo a este fastidioso joven, que se empeñaba en aparecer ante mí como un ser superior.

Adieu, mi querido señor. Temo que esté ya aburrido de leer tanto sobre esta familia; pero he de hablar de ellos o de nada, pues no veo a nadie más. ¡Qué felicidad cuando me separe de ellos para regresar a Berry Hill!

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