Evelina

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Parte Segunda » Carta XII

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CARTA XII

Evelina continúa

10 de junio

Esta mañana el señor Smith vino —según dijo, expresamente— a ofrecerme una invitación para el próximo baile en Hampstead[40]. Le di las gracias, pero le rogué que me excusara por no poder aceptarla. No obstante, no me contradijo ni me contestó, pero de una manera vehemente y baldía se apresuró a apremiarme de nuevo para que aceptara su propuesta, hasta que estuve realmente agotada. Cuando comprendió que estaba decidida, se mostró muy sorprendido y me pidió que le explicara mis razones.

Por lo obvias que resultarían para cualquier otra persona, no supe qué contestarle, y, cuando vio que vacilaba, me dijo:

—Verdaderamente, señora, es usted demasiado modesta; le aseguro que la invitación es suya y estaré encantado de bailar con usted, así es que le ruego que no sea tan recatada.

—Ciertamente, señor —contesté yo—, está muy equivocado; nunca se me ocurriría pensar que me ofrecería una invitación sin el deseo de que fuera aceptada; pero no le mencionaré las razones que me inducen a rechazarla, puesto que no tengo intención alguna de cambiar de opinión.

Estas palabras parecieron mortificarle, pero no me preocupó en absoluto, pues me desagradaba muchísimo la libertad con que me trataba. Cuando, finalmente, se convenció de que sus esfuerzos eran inútiles, se dirigió a madame Duval y le rogó que intercediera en su favor, ofreciéndole al mismo tiempo una invitación para ella.

—¡Ma foi, señor! —contestó ella irritada—, bien podía habérmelo pedido antes, pues le aseguro que no apruebo tales descortesías. Puede guardarse las invitaciones para usted mismo, pues no queremos ninguna.

Este reproche le alteró, y se deshizo en mil disculpas, alegando que ciertamente debería haberse dirigido a ella previamente, pero no pensaba que la señorita iba a rehusar, sino todo lo contrario, pues contaba con que le ayudaría a persuadir a la propia madame Duval.

Esta disculpa la aplacó, y él aprovechó para presentarle de nuevo la causa tan exitosamente que, para mi gran desazón, consiguió el consentimiento de madame Duval, que no sólo le prometió que iría y me llevaría con ella a la asamblea de Hampstead, sino que lo haría cada vez que él quisiera.

Entonces, el señor Smith, acercándose a mí con aire triunfal, me dijo:

—Bien, señora, imagino que ya no sostendrá su negativa.

No contesté, y al poco rato se marchó, pero no sin haberse ganado antes, para mi asombro, el favor de madame Duval, que una vez se hubo ido, dijo que era el joven más encantador que había visto desde su llegada a Inglaterra.

Tan pronto como pude encontrar la oportunidad, me aventuré a rogarle a madame Duval, de la manera más humilde, que no me obligara a acompañarla al baile; y le hice ver, de la mejor manera que pude, lo impropio de aceptar la invitación de un hombre que era un completo desconocido; pero ella se rió de mis escrúpulos, diciendo que yo era una tonta ignorante pueblerina, y que corría de su cuenta enseñarme algo de mundo.

Este baile es la semana que viene. Creo que no es impropio que, siendo tan desagradable para mí, intente cualquier medio para evitar acudir. Tal vez recurra a la señorita Branghton pidiendo consejo, pues creo que estaría dispuesta a ayudarme, ya que le resultará tan desagradable como a mí, que yo baile con el señor Smith.

11 de junio

¡Oh, querido señor! ¡Me he asustado hasta morir!…, y al mismo tiempo estoy más regocijada de lo que puedo expresar, porque felizmente he salvado la vida de un hombre.

Esta mañana madame Duval dijo que quería invitar a la familia Branghton mañana, para devolver así nuestra visita; y como no quería levantarse, pues pasa generalmente las mañanas en la cama, pidió que les llevara yo su mensaje, y monsieur DuBois, que llegaba justo en ese momento, insistió en acompañarme.

El señor Branghton estaba en la tienda, y nos dijo que su hijo y las señoritas estaban fuera, pero me hizo subir las escaleras porque estaban a punto de llegar. Y así lo hice, quedando abajo monsieur Du Bois. Entré en la habitación donde habíamos comido el día anterior, y por una asombrosa casualidad, acerté a sentarme de forma que tenía una buena vista de las escaleras pero no podía ser vista desde ellas.

A los diez minutos, más o menos, vi pasar por delante de la puerta, con mirada extraviada y asustada, al mismo joven que mencioné en mi última carta. Supongo que no miraba por dónde iba porque, al doblar la esquina de la escalera, que es estrecha y sinuosa, su pie resbaló y se cayó, levantándose casi instantáneamente; pero fugazmente percibí claramente el extremo de la pistola, que saliendo de su bolsillo golpeaba las escaleras.

Me asusté muchísimo. Todo lo que sabía de su sufrimiento acudió a mi memoria, y me hizo concluir que en ese momento estaba meditando un suicidio. Sacudida por este atroz pensamiento, mis fuerzas parecieron fallarme. Se alejó lentamente, pero pronto le perdí de vista; me senté inmovilizada por el terror, y las fuerzas me abandonaron, aumentando mi espanto; hasta que recordé que quizá era posible impedir esa fatalidad, y entonces, mis facultades parecieron regresar ante la esperanza de salvarle.

Mi primer pensamiento fue avisar al señor Branghton, pero temí que un instante perdido podría hacer la pérdida irreparable, y, por tanto, guiada por el impulso de mis aprensiones, le seguí escaleras arriba, caminando sin hacer ruido, sosteniéndome en la barandilla.

Cuando llegué al rellano me detuve, y como aún no había cerrado la puerta, pude investigar sus movimientos. Había colocado la pistola sobre la mesa y sacaba otra en ese momento de su bolsillo; luego vació algo sobre la mesa de una bolsa de cuero pequeña; entonces, cogiendo las pistolas una con cada mano, las dejó caer precipitadamente sobre sus rodillas, diciendo:

—¡Dios mío, perdóname!

En un momento, las fuerzas y el coraje parecieron inundarme como por inspiración, y me arrojé precipitadamente en el cuarto, agarrando justamente su brazo, y luego, desesperada por el miedo, caí a su lado jadeante y sin sentido…; no obstante, me recobré, creo, casi instantáneamente, y luego, a la vista de este hombre infeliz, que me miraba con una apariencia de asombro inexpresable mezclada con preocupación, volví a recordar. Me levanté con dificultad y él me imitó; las pistolas, pronto la vi, estaban ambas tiradas en el suelo. No quería dejarlas allí, y estando tan débil, me apoyé sobre la mesa y permanecí un tiempo inmóvil, mientras él, mirándome como un loco, parecía también demasiado sobrecogido para poder hablar o actuar.

Creo que estuvimos algunos minutos en esta extraordinaria situación, pero, cuando recuperé mis fuerzas, sintiéndome avergonzada y torpe, me fui hacia la puerta. Él, pálido e inmóvil, me dejó pasar en silencio y sin cambiar de postura; y, ciertamente, parecía la imagen sin sangre de la desesperación[41].

Al llegar a la puerta me volví, y miré atemorizada las pistolas, e impelida por una fuerza superior que no pude reprimir, retrocedí con intención de llevármelas lejos; pero su infeliz dueño, percibiendo mi intención y recobrándose de su asombro, arrojándose repentinamente sobre ellas, las alcanzó.

Descontrolada por el espanto y casi sin saber lo que hacía, le agarré, sujetándole por los brazos, y exclamé:

—¡Oh, señor, tenga piedad de usted mismo!

Las pistolas cayeron de sus manos, y, desembarazándose de mí, las cruzó fervientemente, gritando:

—¡Dios mío!, ¿es un ángel?

Animada por su mansedumbre, traté de coger de nuevo las pistolas, pero con una mirada casi desesperada, me lo impidió, diciendo:

—¿Qué va a hacer?

—Arrastrarle a pensamientos más dignos —le dije con un coraje que aún ahora me sorprende— y librarle de la perdición.

Luego cogí las pistolas; no dijo una palabra, ni hizo el menor esfuerzo para detenerme; me deslicé, y con paso vacilante aún, bajé las escaleras antes de que se hubiera recobrado de su asombro.

Cuando alcancé la habitación de la que tan temerosamente había salido, tiré las pistolas, y, precipitándome sobre la primera silla que encontré, di rienda suelta a los sentimientos que tan dolorosamente había reprimido, rompiendo a llorar violenta y desesperadamente, de tal forma que, ciertamente, resultó un gozoso consuelo para mí.

Permanecí en esta situación por un tiempo, pero, cuando al fin levanté la cabeza, lo primero que vi fue al pobre hombre causa de mi terror, de pie, petrificado, en la puerta, contemplándome con ojos de salvaje admiración.

Salté de la silla, temblando de tal forma, que casi instantáneamente caí en ella de nuevo. Entonces, él, sin moverse, y con voz entrecortada, dijo:

—Quienquiera que sea, alívieme de la incertidumbre que tengo en mi alma y dígame, verdaderamente…, ¿estoy soñando?

No tuve presencia de ánimo para contestar estas palabras tan singulares y solemnes; pero cuando percibí que sus ojos se apartaban de mí para fijarse en las pistolas como queriendo recobrarlas, grité con toda la fuerza que pude, diciendo:

—¡Por el amor de Dios, deténgase!

Me levanté y las cogí.

—¿Es que mis sentidos me engañan? —dijo él— ¿estoy vivo? ¿Y usted?

Mientras hablaba avanzó hacia mí, y yo, aún escondiendo las pistolas, retrocedí diciendo:

—No, no, no debe tenerlas usted.

—Pero dígame, ¿con qué propósito las retiene usted?

—Para darle tiempo a pensar, para salvarle del sufrimiento eterno, y, confío, preservarle misericordia y perdón.

—¡Admirable —dijo él, con las manos y los ojos alzados—, maravilloso!

Durante un tiempo pareció verse envuelto en un profundo pensamiento, hasta que un ruido de voces abajo anunció la llegada de los Branghton, y le despertó de su ensueño. Saltó hacia mí, hincó precipitadamente una rodilla en tierra, acercó mi vestido a sus labios, y luego, precipitadamente, se levantó y subió rápidamente a su cuarto.

Hay algo en toda esta extraordinaria aventura tan verdaderamente conmovedor, que mis ánimos se vieron agotados y mi coraje extenuado, y antes de que los Branghton llegaran a la habitación, caí a tierra sin sentido ni movilidad.

Supongo que debió ser una horrible visión para ellos cuando entraron en el cuarto, pues tenía toda la apariencia de haber sufrido una muerte violenta, ya sea por mi irreflexión o por la crueldad de un asesino, pues las pistolas se encontraban tiradas muy cerca de mi cuerpo.

Cuánto tardé en recobrar el sentido, no lo sé, pero probablemente, me ayudaron más sus gritos que la asistencia prestada, pues todos ellos creyeron que había muerto, y durante unos minutos, no hicieron nada por reanimarme.

Cuando recordé dónde estaba y qué había pasado, me acribillaron a preguntas de tal modo que quedé casi aturdida por sus voces; no obstante, tan pronto como me fue posible, me propuse satisfacer su curiosidad, relatando lo sucedido tan claramente como fui capaz. Todos se quedaron consternados con mis explicaciones, pero no encontrándome lo suficientemente bien como para entrar en detalles, les rogué que me pidieran un coche para regresar cuanto antes a casa.

Antes de marcharme, les pedí con gran seriedad que vigilaran al infeliz huésped, para evitar en lo posible que consiguiera poner fin a su vida. Monsieur Du Bois pareció sumamente preocupado con mi indisposición y fue a pie a la par que la silla hasta dejarme en casa sana y salva.

La temeridad y el sufrimiento de este infortunado joven acapara todos mis pensamientos. Si está verdaderamente decidido a quitarse la vida, todos los esfuerzos por salvarle resultarán infructuosos. ¡Cuánto hubiera deseado descubrir la naturaleza del dolor que tanto le enloquece, para ofrecerle alivio a sus sufrimientos! Estoy segura, querido señor, de que estará usted muy preocupado por este pobre muchacho; y si estuviese aquí, no dudo que encontraría el modo de sacarle del error que le ciega, y vertería en él el bálsamo de paz que reconfortara su alma afligida.

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