Evelina

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Parte Segunda » Carta XIX

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CARTA XIX

De Evelina al reverendo señor Villars

Holborn, 27 de junio

Acabo de recibir, mi querido señor, su amable regalo y su carta aún más amable. ¡Seguramente nunca una huérfana tendrá menos pena por serlo que su agradecida Evelina! Sin madre, peor que huérfana de padre, despojada desde el nacimiento de las dos primeras y más grandes bendiciones de la vida, nunca ha sentido la falta de ternura, cuidados e indulgencia para deplorar su pérdida; nunca echó de menos la ternura, cuidados e indulgencia de un padre; nunca, sino por el dolor de su pérdida, ha tenido motivo para lamentar esta separación. Con gratitud recibo señal de su aprobación y estudiaré con sumo cuidado la forma de distribuirlo tal como merece su confianza en mi conducta.

Sus dudas referidas al señor Macartney me producen un cierto desasosiego. Ciertamente, señor, no tiene la apariencia de un hombre cuyos pesares sean efecto de una culpa. De todos modos, espero —antes de salir de la ciudad— tener mejor conocimiento de su situación para recomendarlo a su benevolencia con mayor certeza de su valor.

Estoy muy inclinada a renunciar a relacionarme con sir Clement Willoughby en tanto en cuanto dependa de mí misma el poder hacerlo. Pero, ciertamente, no sé cómo podría prohibirle absolutamente visitarme.

La señorita Mirvan, en su última carta, me informa de que está ahora en Howard Grove, que continúa siendo alto el favor del capitán, y representa la esencia y el espíritu de la casa.

Mi tiempo, desde que le escribí por última vez, ha transcurrido muy tranquilamente, dado que madame Duval se quedó en casa por un fuerte resfriado, y los Branghton también, por el mal tiempo. El joven, en verdad, nos ha visitado dos o tres veces, y su comportamiento, aunque siempre absurdo, es más extraño que nunca: habla poco, no presenta atención ninguna a madame Duval y nunca me mira sin una amplia sonrisa. Algunas veces se me acerca, como si tuviese intención de decirme algo importante, y luego, repentinamente, se detiene y me suelta una grosera carcajada en la cara.

¡Oh, qué contenta estaré cuando llegue la buena señora Clinton!

29 de junio

Ayer por la mañana, el señor Smith vino para hacernos saber que el baile de Hampstead se celebraba esta noche, y después, le regaló a madame Duval un billete y me trajo otro para mí. Le di las gracias por la cortesía, pero le dije que estaba sorprendida de que hubiera olvidado tan pronto que había declinado la invitación de asistir al baile.

—¡Por Dios, señora! —dijo él—. ¿Cómo podía suponer que hablaba en serio? Venga, venga, no esté enojada; su abuela está pronta a cuidarla, así es que no puede tener objeciones válidas, pues verá que no me escapo con usted. Además, señora, he tomado los billetes a propósito.

—Si está decidido, señor —dije yo—, a hacerme esta oferta, a no darme la posibilidad de elegir entre rehusar o aceptar, debo considerarme menos agradecida a su atención de lo que estaba dispuesta a hacer.

—Estimada señora —dijo él—, es tan ingeniosa que no hay medio de hablarle; ¡en verdad, es sumamente ingeniosa, señora!, pero venga, será su abuela la que le pregunte, y sé que no será tan cruel.

Madame Duval estaba pronta a entrometerse; no deseaba que siguiera oponiéndome, pues quería asistir e insistía en que la acompañara. Fueron vanas todas mis protestas, sólo provoqué su cólera; y el señor Smith, dándole ambos boletos a madame Duval con aire de triunfo, dijo que volvería temprano por la tarde a buscarnos, y se ausentó.

Me sentí muy abochornada viéndome obligada a deberle siquiera la sombra de un favor a un joven tan impertinente; pero decidí que nada ni nadie me persuadiría de bailar con él, por mucho que mi negativa pudiera ofenderle.

Por la tarde, cuando volvió, era evidente que intentaba deslumbrarme y sorprenderme con su aspecto: estaba vestido de un modo muy llamativo pero sin gusto alguno; la falta de elegancia de su aspecto junto con su comportamiento y los esfuerzos visibles por controlar su propia educación asumiendo la máscara de caballero, añadidos a las frecuentes miradas a su vestimenta, a la cual estaba tan poco habituado, anularon eficazmente su objetivo de figurar haciendo inútiles todos sus esfuerzos.

Mientras tomábamos el té entraron la señorita Branghton y su hermano. Sentí mucho observar la consternación de la primera cuando vio al señor Smith. Había pensado dirigirme a ella para pedirle consejo en esta ocasión, pero siempre me disuadía su desagradable brusquedad. Después de lanzar varias miradas al señor Smith y a mí, con manifiesto desagrado, se sentó malhumorada en la ventana, sin apenas contestar a las preguntas de madame Duval; y cuando le hablé, me volvió la espalda totalmente.

El señor Smith, deleitado por esta señal de su importancia, se sentó ociosamente silencioso en su silla, y se esforzaba en mostrar, con expresión ostentosa, antes que encubridora, su satisfacción interior.

—¡Dios mío! —dijo el joven Branghton—, ¿por qué van todos tan lustrosos como una moneda de cinco peniques? ¿A dónde van?

—Al baile de Hampstead —dijo el señor Smith.

—¡A un baile! —dijo él—. ¿La tía también va al baile? ¡Ja, ja, ja!…

—Sí, cierto —dijo madame Duval—, no conozco ningún motivo que pueda impedírmelo.

—Y, dígame, tía, ¿bailará?

—Quizá, pero supongo, señor, que no es asunto suyo si lo hago o no.

—¡Jesús, bien!…, ¡cómo me gustaría ir! ¡Me gustaría sobre todo ver bailar a la tía! Pero lo mejor es que no creo que encuentre pareja.

—¡Es el chico más grosero que he visto nunca! —dijo madame Duval, rabiosa—, pero le garantizo que se lo he de decir a su padre, porque toda esta mala educación me desagrada.

—¡Por Dios, tía! ¿Se ha enojado por eso? No se le puede decir palabra sin que rápidamente se enoje; es tan mala como Biddy o Poll, porque no hace otra cosa que reprenderme.

—Te ruego, Tom —dijo la señorita Branghton—, que hables por ti y no uses mi nombre con tanta ligereza.

—¡Vale, ahora ya está alborotada! No hay como discrepar con las mujeres; creo que les gusta más que comer y beber.

—¡Avergüénzate Tom! —dijo el señor Smith—, nunca recuerda los modales ante las damas; estoy seguro de que nunca me habrá oído decir nada tan grosero.

—¡Jesús señor, porque es usted un petimetre, pero a mí eso no me afecta! Así es que, si ésa es su idea, puede ser tan gentil de bailar con la tía.

Después, con una sonora carcajada, aseguró que sería divertidísimo poder verlos.

—No verá nada de eso, se lo aseguro —dijo madame Duval—, así es que no quiero oír tantas vulgaridades, no me complace. Y en cuanto a mi baile con el señor Smith, cualquier día de la semana es posible ver cosas más increíbles.

—Y bien, en cuanto a eso, señora —dijo el señor Smith muy sorprendido—, siempre pensé que tenía intención de jugar a las cartas…, así es que pensaba bailar con la joven señora.

Aproveché gustosa esta oportunidad para decir que yo no pensaba bailar.

—¡No piensa bailar! —repitió la señorita Branghton—. Es un extraño comportamiento para alguien que acude a un baile.

—Espero que así sea —dijo el hermano—, porque entonces el señor Smith sólo tendrá de pareja a la tía. ¡Jesús, se volverá loco!

—¡Oh, en cuanto a eso —dijo el señor Smith—, una vez en la sala procuraré convencer a la señorita!

—Ciertamente, señor —dije yo muy ofendida por su engreimiento—, está usted muy equivocado; permítame desengañarle; le aseguro que mi decisión no cambiará.

—Entonces, señorita, dígame, si no es impertinente —dijo la señorita Branghton—, ¿para qué va?

—Única y exclusivamente —contesté yo—, para cumplir con la petición de madame Duval.

—Señorita —dijo el joven Branghton—, Bid desea estar en su lugar, pues le hace ojitos al señor Smith desde hace tiempo…

—¡Tom! —dijo su hermana levantándose—, ¡qué ganas de tirarte de las orejas! ¿Cómo osas decir algo así de mí?

—No, Tom, detente, estás equivocado —dijo el señor Smith sonriendo tontamente—. Ciertamente, no está bien contar los secretos de las damas. No le ponga cuidado, señorita Biddy, no le creeré.

—Pues Biddy daría cualquier cosa por ir —rebatió el hermano—; es sólo que el señor Smith prefiere a la señorita… igual que todos los demás.

Mientras la hermana le respondía enfadada, el señor Smith me dijo en voz baja:

—¿Por qué es tan cruel, señora, siendo increíblemente más hermosa que sus primas, que pasan desapercibidas en su presencia?

—Señorita —exclamo el joven Branghton—, no le preste atención a cualquier cosa que diga, porque no tiene buenas intenciones. Le doy mi palabra de que nunca se casará con usted, pues me ha dicho mil veces que no se casará mientras viva; además, si tuviera intención de casarse, aquí está Biddy, que desea tomarle desde hace mucho tiempo, y le quedaría muy agradecida si lo hiciera.

—Venga, venga, Tom, no cuente secretos, que me ahuyentará a las damas; pero le aseguro —bajando la voz— que si me casara, sería con su prima ¡Sería! ¿Ha visto usted, mi querido señor, qué desfachatez? Le miré con un desprecio que no deseaba reprimir, y me fui al lado opuesto del cuarto.

Al poco tiempo, el señor Smith envió a por un coche de alquiler, y cuando quise despedirme de la señorita Branghton, me volvió la espalda colérica, sin darme respuesta. ¿Supondrá, acaso, que buscaba las atenciones y las gentilezas de este engreído joven, en vez de verme forzada a evitarle?

El baile se celebraba en la gran sala de Hampstead, Esta sala parece tener un nombre muy apropiado, pues creo que sería difícil encontrar otro calificativo con el que poder distinguirla, al estar privada de ornamento, elegancia o cualquier otra particularidad que pueda definirla, salvo la de su amplitud.

Al comienzo de la velada, me salvé de las impertinencias del señor Smith, al declarar madame Duval su intención de bailar con él los dos primeros bailes. La desazón del señor Smith fue muy evidente, pero como ella no hacía caso, se vio forzado a sacarla.

Sin embargo, me disgustó cuando me dijo que había decidido bailar un minué. En verdad me quedé atónita, pues nunca pensé que aceptara, y mucho menos propusiera tal exhibición de su persona. Tuvo algunas dificultades en darle a conocer sus intenciones, pues el señor Smith era reacio a hablar con el maestro de ceremonias.

Durante el minué me sentí muy contenta de estar rodeada de desconocidos. ¡Bailó con un estilo tan raro! Su edad, su llamativo vestido y una insólita cantidad de rouge atrajeron la mirada y me temo que la burla de todos los presentes. No sé con quién bailó, pero el señor Smith fue tan maleducado de reírse abiertamente de ella y ridiculizarla tanto como pudo. Yo ni le miraba ni le escuchaba, ni soportaba que se siguiera lamentando por la vejación de verse obligado a bailar con ella.

Le dije, muy seriamente, que lanzase sus quejas sobre este tema, con menos impropiedad, a las personas de la sala menos a mí.

Cuando madame Duval volvió, me mortificó preguntándome qué pensaba de su minué. Me expresé lo más civilmente posible, pero era evidente que la frialdad de mis cumplidos le decepcionaron. Después acudió al señor Smith para asegurarse un buen puesto entre los bailarines de la contradanza. Y se fueron, pero antes él se tomó la libertad de decirme en voz baja:

—Le aseguro, señora, que será muy embarazoso si alguna de mis conocidas me ven bailando con esta vieja señora.

Durante unos instantes me sentí muy regocijada de verme liberada de este molesto acompañante; pero apenas tuve tiempo de congratularme conmigo misma, antes de que otro se acercara implorando el favor de dar unos saltos conmigo.

Le dije que no quería bailar en absoluto, pero él consideró oportuno insistir con gran libertad para que no fuese tan cruel, por lo que me vi obligada a asumir una conducta no poco arrogante para lograr convencerle de que hablaba en serio.

Después de esto, fui solicitada en los mismos modos por otros varios jóvenes cuyo aspecto y lenguaje eran igualmente poco elegantes y vulgares; hasta que pronto descubrí que mi situación era al mismo tiempo desagradable e impropia, ya que al encontrarme sola, temía estar dando la impresión de querer atraer las ofertas y atenciones más que intentar evitarlas. Y tan grande fue mi aprensión al pensar que podía ser malinterpretada, que estoy segura de que se habría reído, mi querido señor, si hubiese visto lo altiva y seria que intenté aparecer para mantenerles alejados.

No sabía si sentirme contenta o apenada cuando madame Duval y el señor Smith regresaron. El último, instantáneamente renovó sus fastidiosas proposiciones; madame Duval, por su parte, dijo que se iba a jugar a la mesa de cartas, y en cuanto quedó acomodada, quiso que nos uniéramos a los bailarines.

No quiero aburrirle con las discusiones que siguieron. El señor Smith me importunó hasta que me sentí cansada para oponer resistencia, y al final casi me vi obligada a ceder; pero por fortuna recordé el asunto del señor Lovel, y le dije a mi perseguidor que me era imposible bailar con él, aunque lo deseara, porque había rechazado varias proposiciones en su ausencia. No se contentó con parecer sumamente abochornado, sino que se tomó la libertad de recriminarme, abierta y vehementemente, por no haber dicho que estaba comprometida.

La total desatención con la que, sin querer, le escuchaba, le hizo cambiar pronto de tema. En verdad, no podía prestarle atención, pues mis pensamientos estaban ocupados por entero en reconstruir los eventos de los dos bailes anteriores a los que había asistido. La comitiva…, la conversación…, la compañía… ¡Oh, qué inmenso contraste!

En breve, no obstante, logró captar mi atención con su extrema impertinencia, pues decidió expresar su admiración por mí en términos tan francos e indiscretos, que me obligó a expresar mi desagrado con igual franqueza.

Pero me sorprendí muchísimo cuando tuvo la temeridad —de qué otro modo podría llamarlo— de imputar mi resentimiento a dudas sobre su honor, diciendo, de hecho:

—Mi estimada señora, debe tener un poco de paciencia. Le aseguro que no tengo malas intenciones, le doy mi palabra; pero, en verdad, no puede decidirse una cosa como el matrimonio tan de repente, pues se pierde la propia libertad y se siente uno ridículo frente a sus conocidos…, pero le aseguro, señora, que es usted la primera dama que me ha hecho, aunque sólo fuera, poner objeciones en este terreno, porque, después de todo, mi estimada señora, el matrimonio es el demonio.

—Su opinión, señor —contesté yo—, sobre la vida de casado o de soltero, no tiene interés ninguno para mí; y por eso, señor, de ninguna manera quiero que se tome la molestia de discutir sus diferentes méritos.

—En verdad, señora mía, en cuanto a su irritación, debo admitir que no estoy sorprendido porque, seguramente, el matrimonio está en la naturaleza de las mujeres; ¡pero para nosotros los caballeros es otra cosa! Ahora, pónganse en mi lugar… Suponga que tiene una gran cantidad de amigos… y que está habituada a aparecer ante ellos un poco… inteligente… y bien, ¿le gustaría decepcionar a su propio ego apareciendo de repente en el papel de hombre casado?

No supe qué contestar; tanto engreimiento y tanta ignorancia me sorprendieron y silenciaron al tiempo.

—Le aseguro, señora —añadió—, que no es sólo la señorita Biddy —aunque hubiese evitado mencionarla si su hermano no lo hubiese dicho ya, porque soy muy atento en mantener los secretos de las señoras—, pero hay una gran cantidad de señoras que me han propuesto… Pero no he pensado ni dos veces en ninguna de ellas, quiero decir, no de manera seria…, así que puede estar bien orgullosa —intentado cogerme la mano—, pues le aseguro que, finalmente, ninguna ha estado tan cerca de pescarme como usted.

—Señor —exclamé yo echándome hacia atrás tan arrogantemente como pude—, está usted totalmente equivocado si imagina que con esta conversación me ha concedido un honor que no había tenido nunca antes; al contrario, permítame decirle que lo encuentro tan humillante que no puedo soportarlo por más tiempo.

Me coloqué entonces tras la silla de madame Duval que, cuando supo los caballeros que había rechazado, compadeció mi ignorancia del mundo, pero no insistió más en que bailara.

En verdad, la desmesurada vanidad de este hombre me induce a mostrar un carácter que, hasta este momento, no sabía que poseía, pero no puedo soportar que me considere a su disposición.

El resto de la noche transcurrió muy tranquilamente porque el señor Smith no intentó hablarme de nuevo, pero, en verdad, después de que hubiéramos dejado la sala, mientras madame Duval se acomodaba en el carruaje, él dijo con tono picajoso:

—La próxima vez que me tome la molestia de conseguir billetes para una señorita, cerraré de antemano el trato para que no me entregue a su abuela.

Volvimos a casa muy tranquilamente y así finaliza este asunto planeado desde hace tiempo y que me ha resultado tan desagradable.

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