Evelina

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Parte Segunda » Carta XX

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CARTA XX

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Acabo de recibir una conmovedora carta del señor Macartney. Se la incluyo, mi querido señor, para su lectura. Tengo más motivos que nunca para alegrarme por haberle ayudado.

Del señor Macartney a la señorita Anville

Señora:

Impresionado por el profundísimo y más sincero sentido de sublime humanidad gracias al cual salvó usted de la destrucción a este infeliz desconocido, permítame, con humilde gratitud, ofrecerle mi más ferviente reconocimiento, e implorar su perdón por el terror que le he causado.

Me ordenó vivir, señora, y ahora tengo, ciertamente, una razón para desear la vida, porque no abandonaré voluntariamente el mundo mientras niegue a los necesitados e infelices una parte de la caridad que una disposición tan noble como la suya, de otra forma, les concedería a ellos.

La benevolencia con la que se ha interesado en mis asuntos me induce a suponer que desearía conocer la causa de aquella desesperación de la cual me ha salvado, y los detalles de ese sufrimiento del que, de una forma tan maravillosa, ha sido testigo. Pero, como esta explicación requerirá que divulgue secretos de naturaleza tan delicada, debo suplicarle que los considere sagrados, si bien evitaré mencionar los nombres de las partes interesadas.

Fui criado en Escocia, aunque mi madre, que se ocupaba de mí ella sola, era inglesa, y no tenía ninguna amistad en ese país. Me dedicaba todo su tiempo, y la soledad en que vivíamos, y la distancia de nuestros amigos, según me dijo a menudo, eran debidas a la insuperable melancolía a que la llevó la repentina muerte de mi padre, algún tiempo antes de que yo naciese.

En Aberdeen, donde terminé mi educación, entablé amistad con un joven de fortuna, situación que consideré la principal fuente de felicidad de mi vida; pero cuando terminó sus estudios, lo consideré como mi peor desgracia porque, aconsejado por sus amigos, se preparó inmediatamente para un viaje por Europa. Respecto a mí, destinado a la iglesia y sin perspectiva de mantenerme sino de mi propio trabajo, apenas me atreví siquiera a desear acompañarle. Bien es verdad que él gustosamente habría sufragado mis gastos, pero mi afecto estaba tan libre de bajeza como el suyo, y decidí solemnemente no rebajar mi dignidad sometiéndolo a obligaciones de carácter pecuniario.

Mantuvimos correspondencia con regularidad y con la mayor confianza por espacio de dos años, hasta que llegó a Lyon en su vuelta a casa. Entonces me escribió con la invitación más apremiante para que nos encontráramos en París, donde tenía la intención de quedarse por un tiempo. Mi deseo de complacerle y anticipar nuestro encuentro era tan vehemente que, mi madre, demasiado indulgente para controlarme, me prestó toda la ayuda que pudo, y en mala hora me encaminé hacia París.

El rencuentro con mi querido amigo fue el acontecimiento más feliz de mi vida; me presentó a todos sus conocidos, y el tiempo pareció pasar tan rápidamente en aquel delicioso periodo que las seis semanas que me había concedido de permanencia transcurrieron antes de darme cuenta de que se habían ido todos aquellos días. Pero debo confesar que no fue solo la compañía de mi amigo la causa de mi felicidad: conocí a una joven, hija de un inglés distinguido, con la que entré en relaciones, por la que sentí un afecto que mil veces juré, y mil veces pensé que duraría toda la vida. Ella acababa de salir de un convento en el que había sido ingresada de niña, y aunque inglesa de nacimiento, apenas hablaba su lengua materna. Su persona y su disposición atraían por igual, pero la adoré principalmente por su grandeza de las expectativas a las que estaba dispuesta a renunciar por mí.

Cuando expiró el plazo fijado para mi permanencia en París, me volví loco de pensar en abandonarla, pero no tuve valor para poner en conocimiento de su padre nuestras relaciones, pues lógicamente debía tener para ella perspectivas que le obligarían a rechazar una oferta como la mía, con un desprecio que no tolero siquiera pensar; y, sin embargo, tuve libre acceso a la casa, donde la joven se había quedado al cuidado de una vieja criada que fue rápidamente mi amiga.

Pero, para abreviar, el regreso repentino e inesperado de su padre, una tarde fatal, marcó el comienzo de un sufrimiento que me devora desde entonces. No hay duda de que oyó nuestra conversación, porque entró precipitadamente en el cuarto con la furia de un loco. ¡Cielos! ¡Qué escena la que siguió a su entrada! ¡La vergüenza de una relación clandestina y la conciencia de haber actuado mal me indujeron a tolerar un lenguaje tan ofensivo! Finalmente, sin embargo, su furia sobrepasó mi paciencia… Me llamó escocés, pordiosero, cobarde… Enardecido con sus palabras, desenvainé mi espada; él, igualmente alerta, empuñó la suya, pues no era un viejo, al contrario, era tan fuerte y capaz como yo mismo. En vano su hija imploró; en vano yo, arrepentido de mi cólera, retrocedía; sus reproches continuaron; mi país y yo fuimos ofendidos infamemente, hasta que, no pudiendo contener mi rabia, peleamos…, ¡y cayó!

¡Hubiera debido morirme en ese momento! La joven se desmayó de terror. La vieja criada, alertada por los ruidos de la pelea, me rogó que escapara, y prometió ir a mi casa a informarme sobre lo que ocurriera. El alboroto ocasionado me obligó a acceder, y, en un estado de ánimo inconcebiblemente desgraciado, huí.

Mi amigo, a quién encontré en casa, pronto descubrió todo el asunto. Era cerca de medianoche cuando vino la mujer; me dijo que su amo vivía, y que la señorita había recuperado el conocimiento. Mi amigo alegó que era preciso que saliera de París mientras persistiera el peligro. La criada prometió ponerle al corriente de cualquier cosa que pasara y a su vez mi amigo me transmitiría la información. Así las cosas, con la ayuda de mi querido amigo, abandoné París y poco tiempo después regresé a Escocia. De buena gana me habría quedado más cerca del escenario de todas mis preocupaciones, pero el reducido estado de mis finanzas me negó esa satisfacción.

La desgraciada situación de mi mente fue bien pronto observada por mi madre, que no descansó hasta que le hube comunicado la causa. Escuchó toda mi historia con una agitación que me desconcertó; el nombre de las partes aludidas pareció estremecerle de terror…, pero cuando dije: peleamos y cayó, gritó: «Hijo mío, has asesinado a tu padre».

Y cayó sollozando a mis pies. Piense, señora, en una escena semejante, aunque será tan superflua para usted como angustiosa para mí. Por diversas razones, no puedo ser muy conciso. Cuando se recuperó, confesó todos los detalles de una historia que esperaba no tener que revelarme jamás. ¡Ay! ¡No era la muerte la que me había arrebatado a mi padre! Ligado a ella sólo por el vínculo del honor, la había abandonado voluntariamente. Su instalación en Escocia no fue fruto de su elección, sino del destierro que le impuso una familia demasiado encolerizada. ¡Perdón, señora, que no pueda ser más explícito!

Tal era mi infelicidad que mis sentidos me abandonaron y deliré por más de una semana. Mi desgraciada madre era más digna de compasión, pues se consumía por un dolor implacable, reprochándose el peligro en el que me había expuesto su estricto silencio.

En cuanto recobré la razón, mi impaciencia por saber algo de París casi me privó de ella de nuevo; y a pesar de que el tiempo que estuve sin noticias podía atribuirse a vientos en contra, no podía soportar el retraso, y veinte veces estuve a punto de regresar a toda costa. Finalmente, sin embargo, llegaron varias cartas de inmediato, aliviando mis más insoportables aflicciones, pues me pusieron al corriente de que el destino no me había reservado los horrores del parricidio. Me informaron también de que tan pronto como la herida estuviera curada, regresarían a Inglaterra, donde mi infeliz hermana debía ser recibida por una tía con la que había vivido.

La noticia aquietó la violencia de mis pesares, e instantáneamente formulé un plan para encontrarme con ellos en Londres y revelarles la triste historia por completo; de este modo convencería al enojado padre de que ya no tenía nada que temer por la desafortunada elección de su hija. Mi madre consintió y me dio una carta para probar la veracidad de mis aseveraciones. Como apenas podía permitirme el viaje, lo hice de la forma más económica posible; tomé un vulgar alojamiento, no necesito decirle dónde, señora, y me hospedé con las personas de la casa.

Aquí languidecí, semana tras semana, esperando en vano la llegada de mi familia; mi ímpetu me había cegado para cometer la imprudencia de abandonar Escocia tan precipitadamente. Mi padre herido, una vez repuesto, recayó, y cuando ya llevaba seis semanas esperando en una incómoda situación, mi amigo me escribió para notificarme que el viaje se retrasaría todavía un largo tiempo.

Mis recursos estaban casi agotados y me vi obligado, aunque de mala gana, a pedir ayuda a mi madre para poder regresar a Escocia. ¡Oh, señora! La contestación no fue suya… sino de una dama que había convivido con ella mucho tiempo; me contaba que se había puesto enferma repentinamente…, y ¡había muerto!

La naturaleza compasiva que tan noblemente me ha demostrado me hace pensar que no necesitaría decirle, aunque pudiera, la angustia que acudió a mi mente repleta de abundantes pesares acumulados.

Me incluía una carta para un pariente cercano, al que con mucha dificultad había escrito mi madre durante su enfermedad; y en la cual, con una gran ternura maternal, describía mi deplorable situación tratando de que se interesara en proporcionarme algún empleo.

Tan hundido estaba yo ante tal desgracia, que tardé unas dos semanas en encontrar el coraje y el ánimo suficientes para intentar la entrega de la carta. Me vi forzado por la necesidad, y para adecentar mi apariencia, fue necesaria la melancólica tarea de cambiar mis ropas de color por un traje de luto. Y entonces, fui en busca de mi pariente, del que me informaron que se había ausentado de la ciudad En esta desesperada situación, el orgullo de mi corazón, que hasta ahora no había declinado ante la adversidad, cedió terreno; y determiné pedir ayuda a mi amigo, cuyos ofrecimientos había rechazado en mil y una ocasiones. Y aún, señora, siendo tan duro para mí desarraigar de la mente mis propios prejuicios y convicciones, me demoré una semana antes de decidir enviarle la carta que consideraba como la muerte de mi independencia.

Finalmente, reducido al último chelín, insolentemente solicitado por las personas de la casa, y casi famélico, sellé la carta fatal, y con el corazón oprimido decidí llevarla a la oficina postal. Pero el señor Branghton y su hijo no me dejaron atravesar la tienda impunemente; me insultaron groseramente y me amenazaron con la cárcel si no accedía a sus demandas inmediatamente. Ofendido en el alma, les rogué que tuvieran un poco de paciencia, y me alejé en un estado de ánimo demasiado terrible para poder describirlo.

Rompí en mil pedazos la carta, al comprender que llegaría demasiado tarde para salvarme de la deshonra, y apenas pude refrenar mi impulso repentino de poner fin a mi existencia.

En este desorden de mis sentidos, tracé el horrible plan de hacerme salteador de caminos, y con ese propósito regresé a mi habitación para recoger mis ropas, venderlas, y con las ganancias comprar un par de pistolas, pólvora y balas. Puede creerme cuando le digo que mi única intención era asustar a los viajeros con las armas, que había cargado con la única idea —terrible, lo admito— de salvarme de una muerte ignominiosa en el caso de que me atraparan.

Y ciertamente, pensé, que si pudiera reunir lo suficiente como para pagarle al señor Branghton y regresar a Escocia, estaría en disposición más tarde, merced a los periódicos, de descubrir y restituir anónimamente a cada uno de los que había perjudicado.

Nuevo en este tipo de villanías, mi turbación era tan grande que a duras penas podía sostenerme en pie cuando atravesaba la tienda, pero los Branghton no lo notaron.

Aquí me detengo; lo que sigue lo conoce usted mejor que yo. Pero nunca, aunque pase mucho tiempo, lograré borrar de mi memoria el momento en el que, preparando mi propia autodestrucción o el secuestro ilegal de las propiedades ajenas, entró usted precipitadamente en mi cuarto y detuvo mi brazo. Ciertamente fue un momento terrible. La mano de la providencia pareció intervenir entre la eternidad y yo mismo. ¡La vi como un ángel!… ¡Jamás se me había presentado una visión tan celestial! ¿Qué hay de extraño entonces, en que un espectáculo tan asombroso aparezca, a los ojos de un hombre tan turbado como yo, demasiado bello para ser humano?

Y ahora, señora, cumplida la penosa tarea de relatarle mis infortunios, sólo me resta agradecer de la forma más grata que me sea posible su generosa bondad, asegurándole que no habrá sido otorgada en vano. Me hizo tener conciencia del falso orgullo que me movía; un orgullo tal que, mientras me hacía despreciar la ayuda de un amigo, no tenía escrúpulos para imponerlo por la fuerza a un extraño, aun a riesgo de reducir al desconocido a un estado de abandono similar al mío.

¡Y aún, qué violenta fue la lucha que destrozó anímicamente mi alma conflictiva antes de poder persuadirme de aprovechar la benevolencia que tan evidentemente dispuso ejercer a mi favor!

Gracias a un anillo, regalo de mi amada madre, he podido pagar al señor Branghton por el momento; y gracias a su compasión, espero sostenerme hasta recibir noticias de mi amigo, al que finalmente escribí, o hasta que el pariente de mi madre regrese a la ciudad.

Hablarle, señora, de pagarle mi deuda, sería vano; ¡no podré hacerlo nunca!, pues el inmenso favor que me ha hecho excede toda capacidad de restitución; ¡me ha hecho volver en mí, me ha enseñado a reprimir las pasiones que me dominaban, y dado que no puedo evitar la calamidad, a soportarla como un hombre! Una intervención tan maravillosa no podrá ser recordada en vano. Pero permítame decirle que la parte pecuniaria de mi obligación será devuelta tan pronto tenga capacidad para hacerlo.

Soy, señora, con el más profundo respeto y la más sincera gratitud, su leal, devoto y humilde servidor,

J. Macartney

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