Evelina

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Parte Tercera » Carta V

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CARTA V

Continúa Evelina

Clifton, 24 de septiembre

Esta mañana bajé muy temprano, y suponiendo que la familia tardaría un rato en reunirse, salí con la intención de dar un paseo, como solía hacer en Berry Hill antes del desayuno; pero apenas había cerrado la verja del jardín, cuando me encontré de bruces con un caballero que al tiempo que se inclinaba ante mí pude reconocer como el infeliz señor Macartney. Muy sorprendida hice una reverencia y me detuve hasta que se hubo acercado a mí. Aún iba de luto, pero con mejor aspecto que la última vez que le vi; no obstante, tenía el mismo aire melancólico que tanto me impresionó cuando le conocí.

—Estoy encantado de haberla encontrado tan pronto —me dijo muy respetuosamente—. Llegué ayer a Bristol y he tenido alguna dificultad en seguir su rastro hasta Clifton.

—¿Sabía usted, entonces, que estaba aquí?

—Sí, señora; el único motivo de mi viaje fue verla. Estuve en Berry Hill y allí me informaron y me dieron la desagradable noticia de su enfermedad.

—¡Dios mío! Señor, ¿y por mí se ha molestado tanto?

—¿Molestia? Oh, señora, ¿podría ser molestia para mí expresar, en cuanto me ha sido posible, mi gratitud por su bondad?

Me informé después sobre madame Duval y su familia de Snow Hill. Me dijo que estaban todos bien y que madame Duval se proponía regresar en breve a París. Cuando le felicité por su mejoría, me dijo:

—Es con usted misma con quien debe congratularse, pues es exclusivamente a su humanidad a quien debo el hecho de estar vivo todavía.

Luego me dijo que sus asuntos estaban en situación menos desesperada y que, con ayuda del tiempo y la razón, esperaba acomodar su mente a una sumisión más gozosa de su destino.

—El interés que, con tanta generosidad, sintió usted en mi aflicción —añadió—, garantiza que no le será desagradable tener noticias de mi mejor fortuna. Estaba, por tanto, ansioso por hacérselo saber.

Me ha contado después que su amigo, «en cuanto recibió su carta, abandonó París y acudió presuroso a prodigarle ayuda y consuelo personalmente». Él aceptó —admitió— con el corazón encogido. «Pero aun así —añadió— acepté y, por tanto, obligado en la misma medida por un sentido del deber y la honorabilidad, el primer paso fue acudir presuroso a la benefactora de mi angustia y reembolsar —y me dio algo en una hoja— la única parte de mis obligaciones que puede ser restituida. Por lo demás, no tengo más que mi gratitud para ofrecerle y estaré satisfecho de ser considerado su eterno deudor».

Le felicité muy sinceramente por su incipiente prosperidad, pero le imploré que no me privara del placer de su amistad rechazando el dinero hasta que sus asuntos se hubieran arreglado.

Mientras debatíamos sobre este punto, escuché la voz de lord Orville preguntándole al jardinero si me había visto. Inmediatamente se abrió la puerta del jardín y lord Orville se dirigió a mí apresuradamente diciendo:

—Por Dios, señorita Anville, ¿ha salido sola? El desayuno está listo desde hace un rato y me he vuelto loco buscándola.

—Ha sido usted muy bueno —dije yo—, pero espero que no me hayan esperado.

—¿Qué no la hemos esperado? —me contestó sonriendo—, ¿piensa que podemos sentarnos tranquilamente a desayunar con la idea de que ha huido de nosotros? Pero venga —dijo ofreciéndome el brazo—, si no regresamos supondrán que yo también he huido, atraído, naturalmente, por su magnetismo.

—Voy enseguida, señor —dije yo más bien azorada—, en dos minutos.

A continuación, dirigiéndome al señor Macartney y aún más avergonzada, le deseé una buena mañana. Él avanzó hacia el jardín con el papel todavía en la mano.

—No, no —dije yo—, otro día.

—¿Puedo entonces, señora, tener el honor de verla de nuevo?

No me atreví a tomarme la libertad de invitarle a casa de la señora Beaumont, ni tuve fuerzas para excusarme; y por consiguiente, no sabiendo cómo rehusar, le dije:

—Tal vez mañana por la mañana, a esta hora, pueda encontrarme aquí, pues creo que saldré a pasear antes de desayunar.

Él saludó respetuosamente y se fue; mientras, yo, volviendo a donde estaba lord Orville, vi su semblante tan alterado que me asusté de lo que tan ligeramente había dicho. No me ofreció su brazo como antes, sino que caminaba silenciosa y lentamente a mi lado. ¡Dios mío! —pensé yo—. ¿Qué se habrá imaginado? Si me ve salir mañana y encontrarme con el señor Macartney supondrá que lo de hoy también ha sido premeditado. Atormentada con estos temores determiné hacer uso de la confianza que su comportamiento, desde hace tiempo, venía alentando: y puesto que él no preguntaba decidí explicarme yo misma; por tanto, reduje mi paso para ganar tiempo, y le dije:

—¿Su señoría no se ha sorprendido de verme hablando con un desconocido?

—¿Un desconocido? ¿Es posible que ese caballero fuera un desconocido para usted?

—No, señor —dije yo tartamudeando—, para mí no lo es, pero…, podría usted suponer que…

—No, créame —dijo él con una sonrisa forzada—, nunca podría suponer que la señorita Anville tuviera una cita con un desconocido.

—¿Una cita, señor? —repetí yo enrojeciendo violentamente.

—Perdóneme, señora —contestó él—, pero creí haber escuchado una.

Me desconcerté de tal modo que no podía hablar; no obstante, viendo que él caminaba callado, no pude soportar que hiciera su propia interpretación de mi silencio, y por tanto, tan pronto me recobré de mi sorpresa, dije:

—Verdaderamente, señor, está usted muy equivocado; el señor Macartney tiene asuntos particulares conmigo, y no pude…, no supe cómo rehusar verle; pero no crea…, no suponga… —Tartamudeaba tan terriblemente que apenas podía seguir—, ciertamente no supe…

—Siento mucho —dijo él seriamente— haber sido tan desafortunado molestándola, pero le aseguro que no me hubiera acercado si no hubiese imaginado que estaba usted simplemente tomando el aire.

—¡Y eso hacía, señor! —exclamé ansiosamente—, en realidad eso hacía. Mi encuentro con el señor Macartney ha sido accidental; y si usted piensa que es impropio verle mañana estoy dispuesta a suspender mi intención.

—¡Si yo pienso! —dijo él sorprendido—. Seguramente la señorita Anville no permitirá la arbitrariedad de una opinión sobre un punto tan delicado, a quien desconoce las circunstancias que lo rodean.

—Si dispusiera de tiempo para oírlas, su señoría no desconocería tales circunstancias.

—Desde hace tiempo admiro —dijo él con voz suave— la dulzura de disposición de la señorita Anville, y el ofrecimiento de esa confidencia me honra y me es demasiado grata como para no aprovecharla de inmediato.

Justo en ese instante la señora Selwyn abrió la ventana del salón dando término a nuestra conversación. Se burló de mi afición por los paseos solitarios, pero no me hizo ninguna pregunta.

Cuando el desayuno terminó, esperé tener oportunidad de hablar con lord Orville, pero lord Merton y el señor Coverley entraron e insistieron en pedirle opinión sobre el lugar que habían establecido para la carrera de las dos viejas. Las señoras comentaron que también querían participar y, en consecuencia, nos fuimos todos. La carrera se efectuará en el jardín de la señora Beaumont; los dos caballeros participantes estaban tan ansiosos como si de ello dependieran sus propias vidas.

Finalmente escogieron a las personas, pero encontraron gran dificultad en persuadirlas de ejercitar la carrera con el objetivo de medir sus fuerzas. Este importantísimo asunto se decidirá el próximo jueves.

Cuando regresamos a la casa, la entrada de otras personas me impidió cualquier conversación con lord Orville. Esto me irritó muchísimo porque sabía que tenía un compromiso en Hotwells por la tarde. No viendo, por consiguiente, oportunidad alguna de hablarle antes de que llegase el momento de mi encuentro con el señor Macartney, decidí que, antes de correr el riesgo de una opinión negativa, prefería dejar al señor Macartney hacer sus propias conjeturas.

No obstante, cuando reflexioné sobre su situación particular, su pobreza, su desgracia y, más que todo lo demás, la idea de lo que él llama sus obligaciones hacia mí, no pude decidirme por un incumplimiento de mi promesa por varias razones, de entre todas ellas, la más hiriente, el que la desgracia lo hubiera convertido en receptor de desaires y desprecios.

Después de muchas consideraciones desagradables, decidí finalmente enviarle una tarjeta excusándome, que, en principio, me salvaría de un encuentro o afrenta. Por consiguiente le rogué a la señora Selwyn permiso para enviar a su criado a Hotwells, consintiendo ella inmediatamente. Luego escribí la siguiente nota:

Al señor Macartney

Señor, como me va a ser imposible salir mañana por la mañana, no querría de ninguna manera que se molestase en venir a Clifton.

Espero, sin embargo, tener el placer de verle antes de que se ausente de Bristol.

Soy, señor, su humilde servidora,

Evelina Anville

Encargué al criado que se informara en el salón termal de la dirección del señor Macartney, y regresé al vestíbulo.

Tan pronto como la gente se dispersó, las señoras se retiraron a vestirse; y entonces, inesperadamente, me encontré a solas con lord Orville, que en el momento que yo me levantaba para seguir a la señora Selwyn se acercó y me dijo:

—¿Querrá perdonar mi impaciencia si le recuerdo la promesa que tan amablemente me hizo esta mañana?

Me detuve, y habría regresado a mi asiento, pero enseguida entraron los criados para poner la mesa.

Él retrocedió y fue hasta la ventana; y, mientras consideraba la forma de comenzar, me pregunté si tenía derecho a revelar los asuntos del señor Macartney; y dudé, si para aclarar una imprudencia, no estaría cometiendo otra.

Angustiada por esta reflexión pensé que era mejor abandonar la sala y darme tiempo para meditar sobre el tema; y entonces, diciéndole que debía apresurarme para vestirme, subí escaleras arriba más bien bruscamente. Temo lo que lord Orville pueda pensar, pero ¿qué podía hacer? Poco acostumbrada a las situaciones en las que me encuentro, y avergonzada por las más mínimas dificultades, rara vez descubro a tiempo la conducta que debo seguir.

Cuando estábamos reunidos para comer, el criado de la señora Selwyn, entrando en el vestíbulo, me entregó una carta diciéndome:

—No pude encontrar al señor Macartney, pero los empleados de correos se lo harán saber si tienen noticias de él.

Me dio mucha vergüenza este recado en voz alta, y al encontrar la mirada de lord Orville con sus ojos fijos en mí, mi confusión se vio redoblada, y ya no supe dónde mirar. Toda la comida estuvo tan silencioso como yo, y en cuanto pude levantarme de la mesa me fui a mi cuarto. La señora Selwyn me siguió, y sus preguntas me obligaron a confesarle todos los detalles de mi encuentro con el señor Macartney para justificar mi escrito. Me dijo que era un asunto puramente romántico, y habló de sus sentimientos con gran severidad, declarando que no tenía dudas de que se trataba de un aventurero y un impostor.

Y ahora, mi querido señor, estoy totalmente desorientada respecto a lo que debo hacer. Cuanto más pienso en ello, más creo que sería absolutamente impropio revelar la historia y dar publicidad a las desgracias y la extrema pobreza del señor Macartney que, sin duda, tiene derecho a mi silencio y discreción, y cuya carta me obliga a considerar sagrada su confianza; y sin embargo, el aire de misterio —y quizás algo peor— que este asunto debe tener para lord Orville, su seriedad… y la promesa que le hice son motivos a los que a duras penas puedo resistirme para sincerarme con él, con la franqueza que él espera de mí.

Estoy igualmente preocupada por si, de todos modos, debo ver o no al señor Macartney mañana por la mañana.

¡Oh, señor, si pudiera iluminarme ahora con su consejo, cuánta ansiedad y preocupación podría evitarme!

Pero no…, no debo traicionar al señor Macartney; no perderé el derecho a una confianza que nunca debería haber sido depositada en mí si no mediara una fe ciega en mi honor de la cual me avergonzaría descubrirme indigna. Deseosa como estoy de la buena opinión de lord Orville me esforzaré en conducirme como si fuera guiada por su consejo y, tomando como único objetivo aquel de merecerla, dejo al tiempo y al destino mi éxito o mi decepción.

Desde que he tomado esta resolución mi mente está más tranquila; pero no terminaré esta carta hasta que el asunto esté solucionado.

25 de septiembre

Esta mañana me levanté muy temprano, y después de un millar de planes diferentes, y no pudiendo asumir que el pobre señor Macartney supusiera que le había olvidado, consideré de obligado cumplimiento el mantener mi palabra, ya que no había recibido mi nota; por tanto, decidí pedirle disculpas, no dedicarle más de dos minutos y excusarme para no volver a verle. Aún insegura de si obraba bien o mal, me dirigí temblando de miedo hacia la portilla del jardín. Juzgue usted mis sentimientos ¡cuando lo primero que vi fue a lord Orville! Aunque parecía sumamente desconcertado, dijo, vacilando:

—Perdón, señora…, no intentaba…, no imaginaba verla aquí tan temprano…, o…, de otro modo…, de otro modo no habría venido. —Y después, saludándome con precipitación, pasó de largo entrando en el jardín.

Me sentí tan turbada que apenas podía mantenerme en pie; pero involuntariamente exclamé:

—¡Oh, señor!

Él se volvió, y después de una breve pausa, dijo:

—¿Me habla a mí, señora?

No pude contestar inmediatamente, me sentí sofocada yme vi forzada incluso a apoyarme en la portilla del jardín.

Lord Orville, recobrando su dignidad, dijo:

—No sé cómo disculpar mi presencia, en este instante, en este lugar; y no estoy en grado ahora —si eso fuera posible— de justificarme de la imputación de impertinente curiosidad que tiene todo el derecho de atribuirme. No obstante, ahora sólo imploro su perdón, sin entretenerla más tiempo.

Se inclinó respetuosamente de nuevo y se alejó.

Por algunos instantes permanecí inmóvil, en el mismo punto y en la misma posición, como si me hubiera transformado en una piedra. Mi primer impulso fue llamarlo de nuevo y contárselo todo de inmediato, pero deseché esa idea, aunque hubiera dado el mundo entero por poder llevarla a cabo.

Algo similar al orgullo acudió al rescate de cuanto pensaba debía al señor Macartney, y decidí, no sólo mantener su secreto, sino aplazar cualquier tipo de explicación hasta el momento en que lord Orville se dignara a pedirla.

Caminaba lentamente y, antes de entrar en la casa, se volvió, pero, al darse cuenta de que yo le observaba, desvió rápidamente la miraba.

Ciertamente, señor mío, no podrá imaginar fácilmente una situación más incómoda que la mía en ese momento; que lord Orville sospechara que estaba inmersa en acciones clandestinas me hería el alma; estaba demasiado confusa para esperar al señor Macartney, ni en verdad podía soportar que mi plan para permanecer allí fuese tan conocido. Pero estaba tan sumamente agitada que apenas podía moverme, y estaba segura de que lord Orville me había visto vacilar desde la ventana del salón, porque no había dado cinco pasos y, apresurándose a mi encuentro, dijo:

—Temo que no se encuentre bien; le ruego me permita —ofreciéndome su brazo— ayudarla.

—No, su señoría —dije yo con toda la resolución que pude; pero al mismo tiempo su inesperada atención me conmovió tanto que tuve que volver mi cabeza para ocultar mi emoción.

—Sí, debe —dijo él con seriedad—, debe aceptarlo…, estoy seguro de que no se encuentra bien, no me rechace el honor de ayudarla.

Y casi a la fuerza tomó mi mano, la colgó de su brazo, y me obligó a apoyarme en él. Me sometí, en parte, porque me sorprendió su autoridad tan poco corriente en lord Orville, y en parte, porque en ese momento no tenía ni fuerzas para protestar.

Cuando entramos en la casa me condujo al saloncito y, sentándome en un sillón, me ofreció un vaso de agua.

—No, señor, gracias —dije—, ya estoy perfectamente; y, levantándome, caminé hasta la ventana, donde, por unos momentos, fingí interés en mirar al jardín.

Decidida como estaba a actuar con el señor Macartney honradamente, estaba más ansiosa de restituirme la buena opinión de lord Orville, pero su silencio y su aspecto preocupado me desalentaron de hablar.

Mi situación era cada vez más desagradable y bochornosa, y decidí regresar a mi cuarto hasta que el desayuno estuviera listo. Si permanecía más tiempo allí temía estar exponiéndome a sus preguntas, y estaba segura de que aún me encontraba peor dispuesta a hablar que él a escuchar.

Cuando abrí la puerta se volvió rápidamente, diciendo:

—¿Se retira, señorita Anville?

—Sí, su señoría —contesté yo, deteniéndome.

—Quizá para volver a…; pero le ruego me perdone…

Hablaba tan agitado que me fue fácil comprender que se refería al jardín, y contesté inmediatamente:

—A mi cuarto, señor.

Y otra vez intenté irme; pero al ver en mi respuesta que le había entendido, lamentó su insinuación, se acercó con aire solemne aunque queriendo dibujar una sonrisa, y dijo:

—No sé qué mal espíritu me persigue esta mañana, que parezco destinado a decir aquello que no debo; estoy tan avergonzado de mí mismo que apenas me atrevo a solicitar su perdón.

—¿Mi perdón, señor? —dije yo más consternada que exaltada por su condescendencia—. Con seguridad no puede hablar en serio.

—Nunca tanto como ahora; pero sí, interpreto que el semblante de la señorita Anville acepta mi perdón.

—No comprendo, señor, cómo puede perdonar quien nunca fue ofendida.

—Es usted muy amable; no podría esperar menos de una dulzura incomparable. ¿No me tachará de inmiscuido si me aprovecho de su bondad y le recuerdo su promesa de ayer?

—No, en verdad, al contrario, estaré encantada de exonerarme a mí misma en la opinión de su señoría.

—Una exoneración que usted no necesita —dijo él conduciéndome de nuevo a la ventana—; yo, es que…, mi curiosidad es más fuerte que yo.

Cuando estuve sentada me encontré muy perdida, sin saber qué decir; pero, después de un corto silencio y, armándome de valor, dije:

—¿No me juzgará frívola y caprichosa si le confieso que me arrepiento de la promesa que le hice, y le rogara a su señoría que no insistiera en su estricto cumplimiento?

Hablé tan precipitadamente que no fui consciente en el momento de la impropiedad de lo que dije.

Como lord Orville permanecía silencioso y muy atento continué sin interrumpirme:

—Si supiera usted, por otra parte, las circunstancias referidas a mi encuentro con el señor Macartney, estoy más que segura de que usted mismo desaprobaría que se las relatara. Es un caballero, y ha sido muy desgraciado. Pero no me creo con derecho a decir nada más… Aunque quizá si él supiera el interés que usted tiene en sus asuntos, fácilmente consentiría en admitir que se los revelara… ¿Me permite su señoría que se lo pregunte?

—¡Sus asuntos! —repitió lord Orville—, de ningún modo; no tengo la más mínima curiosidad sobre ellos.

—Le ruego que me perdone, señor…, pero ciertamente había entendido lo contrario.

—¿Es posible, señora, que pueda suponer que los asuntos de un absoluto desconocido puedan despertar mi curiosidad?

La seriedad y frialdad con las que me hizo esta pregunta me avergonzaron muchísimo. Pero lord Orville es el hombre más delicado del mundo y, reponiéndose al momento, añadió:

—No quiero con ello despreciar a su amigo, ni mucho menos; siempre desearé para él toda la felicidad del mundo, pero estoy más bien decepcionado, y aunque no dudo de la justicia de sus motivaciones, a las cuales me someto, no debería extrañarse porque en el momento en que esperaba ser honrado con su confianza sienta un gran pesar al tener que renunciar a ella.

¿Piensa usted, mi querido señor, que, en ese momento, no requerí de toda mi resolución para evitar decirle francamente lo que fuera que deseara oír? Pero me regocijo de no haberlo hecho; porque, además del real agravio que hubiera cometido estoy segura de que el propio lord Orville me hubiera culpado una vez lo hubiera conocido.

Afortunadamente se me ocurrió esta idea y dije:

—Usted mismo puede juzgar; la promesa que hice, aunque voluntaria, fue impulsiva pero desconsiderada; y aun si me hubiera concernido no hubiera vacilado en cumplirla, pero el caballero cuyos asuntos estaba obligada a relatar…

—Perdone por interrumpirla —dijo—, y permítale asegurarle que no tengo el más mínimo deseo de tener conocimiento de sus asuntos más allá de los motivos que la indujeron ayer por la mañana…

Se detuvo, pero ya no era necesario añadir nada más.

—Eso, su señoría —dije yo—, se lo diré honestamente. El señor Macartney tuvo algún asunto particular conmigo y no puedo tomarme la libertad de recibirle aquí.

—¿Y por qué no? La señora Beaumont, estoy seguro…

—Yo, señor, no me atrevería a abusar de la complacencia de la señora Beaumont; y, con la misma insensatez precipitada con la que le hice a usted la promesa, y aun más, le ofrecí a él encontrarnos.

—¿Y… lo hizo usted?

—No, su señoría —dije enrojeciendo—, regresé antes de que llegara.

Nuevamente, durante algún tiempo, nos quedamos callados; pero, no queriendo darle tiempo a reflexiones que no irían sino en contra mía, me armé de todo mi valor para decirle:

—No hay criatura joven en el mundo que más necesite y más vehementemente precise los consejos y la protección de sus amigos que yo misma; no conozco el mundo y no estoy acostumbrada a obrar por cuenta mía; mis intenciones no son nunca voluntariamente censurables, pero me equivoco continuamente. Antes tenía a mi lado al más cariñoso de los amigos y al más capaz de los hombres para guiarme e instruirme en cada ocasión, pero ahora que tanto lo necesito está demasiado lejos… y aquí, no hay un solo ser humano a quien pedirle consejo.

—¡Quiera el cielo! —dijo él con semblante del que toda seriedad y frialdad había desaparecido convirtiéndose en la más dulce benevolencia—, que sea digno y capaz de reemplazar a ese amigo para la señorita Anville.

—Me hace usted demasiado honor —dije yo—, y espero su franqueza…, quizá debiera decir su benevolencia…, para poder disculpar mi inexperiencia para proceder de un modo tan desconsiderado. ¿Puedo confiar, su señoría, en que lo hará?

—¿Puedo yo esperar —dijo él— que usted perdonará la mala gana con que me someto a sus deseos y permitirme así —besando mi mano— sellar mi paz?

—¡Nuestra paz, señor! —dije yo, con el ánimo renovado.

—Entonces, éste —dijo, besándola otra vez—, por nuestra paz. Y ahora, ¿somos amigos?

En ese momento se abrió la puerta y apenas tuve tiempo de retirar mi mano antes de que las señoras entraran a desayunar.

Durante todo el día fui la más feliz de las criaturas. Reconciliarme con lord Orville y, aun más, adherirle a mi resolución…, ¿qué más puedo desear? Él también ha estado muy alegre, y más atento y solícito conmigo que nunca antes. No permita Dios que de nuevo me encuentre en una situación semejante, pues no alcanzo a expresar la angustia que he sufrido por el temor de su mala opinión sobre mí.

Pero ¿qué pensará el pobre señor Macartney? Tan feliz como soy lamento mucho haberme visto obligada a decepcionarle.

Adieu, mi queridísimo señor.

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