Evelina

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Parte Tercera » Carta IX

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CARTA IX

Evelina continuación

Clifton, 1 de octubre

Dios mío, mi querido señor, de nuevo tengo una historia maravillosa que contarle! Todavía no salgo de mi asombro.

Ayer por la mañana, tan pronto como terminé mi carta, me invitaron a ir de excursión a los salones termales. El grupo lo componían tan sólo la señora Selwyn y lord Orville. Este último caminó a mi lado todo el tiempo, y su conversación alivió mi ansiedad, y dulcemente me devolvió la calma.

En el balneario vi al señor Macartney; le saludé dos veces antes de que se decidiera a hablarme y, cuando lo hizo, comencé por disculparme por haberle decepcionado. No me fue fácil excusarme, pues los ojos de lord Orville se movían de uno a otro con una ansiedad que me afligía. Convencida, sin embargo, de que realmente me había portado mal con el señor Macartney, no tuve reparos en implorarle perdón. El pobre no sólo se mostró aliviado sino que quedó muy agradecido.

Me pidió verme al día siguiente, pero no cometí la insensatez de incurrir de nuevo en una tontería, pues bastantes desasosiegos había sufrido ya; y por eso le dije francamente que no me era posible verle sino por casualidad, y para evitar que se ofendiera le insinué la razón por la que no podía recibirle como hubiera sido mi deseo.

Cuando el asunto quedó arreglado para satisfacción de ambos me volví a lord Orville, y vi con preocupación la seriedad de su semblante; quise hablarle pero ni supe cómo hacerlo, aunque creo que él adivinó mis pensamientos porque al poco rato dijo con amarga sonrisa:

—¿No se ha lamentado el señor Macartney de su decepción?

—Poca cosa, su señoría.

—¿Y cómo le ha consolado usted?

Viendo que vacilaba en contestar, dijo:

—Siendo su hermano, ¿no puedo informarme sobre sus asuntos?

—Por supuesto, su señoría —dije yo riendo—, pero desearía que fuera en temas de mayor importancia.

—Entonces, permítame que haga uso inmediato de mi privilegio. ¿Cuándo verá al señor Macartney de nuevo?

—La verdad, señor, no sé decirle.

—¿Pero no sabe que no puedo permitir que mi hermana tenga citas secretas?

—Se lo ruego, señor —dije yo seriamente—, no use más esa palabra que me ofende en extremo.

—Eso sí que no lo haría por nada del mundo —dijo él—, usted no sabe cuán ardientemente interesado estoy, no sólo en sus asuntos, sino en cada una de sus acciones.

Estas palabras, las más especiales que lord Orville me ha dirigido nunca, dieron fin a nuestra conversación, pues yo estaba demasiado dolida para contestar.

Al poco tiempo el señor Macartney me rogó en voz baja que no le negara la satisfacción de devolverme el dinero. Mientras él me hablaba entró en el salón termal la joven heredera que vimos ayer en el baile, y el señor Macartney se volvió tan pálido como la cera, le faltaba la voz, y parecía como si no supiera lo que estaba diciendo. Yo me desconcerté igualmente por el torbellino de ideas que se agolparon en mi mente. ¡Dios mío! —pensé yo—. ¿Será ésta la joven de quien estaba enamorado?

A los pocos minutos abandonamos el salón termal y, aunque me despedí dos veces del señor Macartney, estaba tan ausente que no me oyó.

No regresamos inmediatamente a Clifton, pues la señora Selwyn tenía que ir a una tienda a comprar unos libros. Mientras ella ojeaba los nuevos poemas, lord Orville me preguntó de nuevo cuándo volvería a ver al señor Macartney.

—En verdad, señor —dije yo—, lo ignoro, pero daría el mundo entero por unos minutos de conversación con él…

Dije esto con sincera naturalidad, sin darme cuenta de la importancia de mis palabras.

—¡El mundo entero! —repitió él—. Dios mío, señorita Anville, ¿me dice usted eso a mí?

—Se lo diría a cualquiera, señor —dije yo.

—Perdón —dijo él con tono enfadado—; ya estoy contestado.

—Su señoría —contesté—, no debe juzgarme precipitadamente. Si usted supiera las dolorosas dudas que estoy sufriendo en este momento no se sorprendería de lo que acabo de decir.

—¿Y un encuentro con el señor Macartney la libraría de esas dolorosas dudas?

—Sí, su señoría, dos palabras serían suficientes.

—¡Quiera el cielo —dijo él tras una pausa— que yo merezca conocerlas!…

—¿Merecer, señor? ¡Oh, si fuera eso todo, su señoría no podría preguntar nada que yo no estuviera dispuesta a contestar! Si yo pudiera hablar con libertad, me sentiría orgullosa de sus preguntas; pero es que no puedo, no tengo derecho a revelar los asuntos del señor Macartney…, no puede imaginar…

—Debo confesarle que no sé ni lo que imagino; pese al misterio veo lealtad y franqueza en su semblante, aún tengo esperanza…

Se detuvo un momento y añadió:

—¿Ese encuentro es indispensable para su tranquilidad?

—No he dicho eso, su señoría; pero tengo importantes razones para desear hablar con él.

Hizo una pausa durante unos momentos y luego dijo cálidamente:

—Bien, pues hablará con él. ¡Yo mismo la ayudaré! Tengo la seguridad de que la señorita Anville podría formular el más absurdo deseo y ¡no preguntaré nada confiando en su pureza!, y sin saber nada, con los ojos vendados como estoy, ¡le serviría con todas mis fuerzas!

Y diciendo esto salió de la tienda dejándome tan emocionada por su generoso comportamiento, que casi tuve deseos de seguirle para darle las gracias.

Cuando la señora Selwyn hubo tramitado sus asuntos regresamos a casa.

Después de la comida lord Orville salió y no regresó hasta la hora de la cena. Ése fue el lapso de tiempo más largo que estuvo ausente desde que estoy en Clifton, y no puede suponer, señor mío, cuánto le eché de menos. Antes no era consciente de lo infinitamente agradecida que debo estarle por la felicidad de la que he gozado desde que estoy en casa de la señora Beaumont.

Como por lo general soy la última que bajo al comedor, se me acercó cuando ya habían pasado las señoras y me dijo:

—¿Estará usted en casa mañana por la mañana?

—Así lo creo, señor.

—¿Querrá recibir a una visita mía?

—¿Suya, señor?

—Sí, he conocido al señor Macartney y ha prometido venir a verme mañana sobre las tres[68].

Y luego, tomando mi mano, me guió escalera abajo.

¡Oh, señor! ¡No hay más que un hombre como lord Orville y reside en Berry Hill!

Esta mañana ha habido aquí mucha gente, pero a la hora señalada por lord Orville —sin duda por esa razón lo acordó así—, el salón está casi siempre desierto, pues todos se están vistiendo.

Sin embargo la señora Beaumont no se había ido a vestir aún cuando anunciaron al señor Macartney.

Lord Orville dijo inmediatamente:

—Ruéguele que pase aquí. Ya ve, señora, que me considero como en mi propia casa.

—Claro que sí —contestó la señora Beaumont—, me enojaría si fuera de otro modo.

Entonces entró el señor Macartney. Creo que ambos comprendimos para quién era la visita, pero lord Orville le recibió como su invitado y no solamente le entretuvo como tal mientras la señora Beaumont permaneció en el salón, sino durante un rato más después de haberse marchado; una delicadeza que me salvó de la vergüenza que hubiera sentido si nos hubiera dejado inmediatamente solos.

A los pocos minutos, no obstante, le dio al señor Macartney un libro, pues también yo —para justificar mi presencia en la sala— parecía absorta en la lectura, y le rogó que le echara un vistazo mientras él contestaba una nota que acababa de recibir y que despacharía en pocos minutos para regresar con él de nuevo.

En cuanto se marchó los dos dejamos nuestros libros y el señor Macartney sacó el dinero de nuevo, suplicándome que lo aceptase.

—Le ruego —dije rehusándolo— que me diga si conoce a la señorita que entró en el salón termal ayer por la mañana mientras estaba conmigo.

—¿Que si la conozco? —repitió él palideciendo—. ¡Oh, demasiado bien!

—¿De veras?

—¿Por qué lo pregunta, señora?

—Le suplico que me dé todas las respuestas sobre este tema. ¿Podría decirme quién es?

—A pesar de mi intención de conservar mi secreto inviolable, no puedo negarle nada, señora. Esa dama es… la hija de sir John Belmont. ¡De mi padre!

—¡Dios santo! —grité sin poder contenerme, cogiéndole por un brazo—. Entonces usted es… —mi hermano iba a decir, pero me faltó la voz y me eché a llorar.

—¡Oh, señora! —dijo él—, ¿qué significa esto? ¿Qué ha podido afligirla de esta manera?

No pude contestarle, pero alargué mi mano. Él pareció gratamente sorprendido y habló en elevados términos de mi condescendencia.

—Tenga piedad —dije yo secándome los ojos—, y perdone que no sea más explícita; baste decir que tiene absoluto derecho a todo cuanto yo pueda hacer por usted…, nuestra similitud de circunstancias…

Fuimos interrumpidos por la llegada de la señora Selwyn, y el señor Macartney, comprendiendo que ya no habría ocasión de seguir hablando a solas, solicitó ausentarse, aunque muy a regañadientes por irse sin saldar sus deudas.

Entonces la señora Selwyn, a fuerza de preguntas, me sonsacó el estado de este asunto: es tan perspicaz que no hay posibilidad de evadirse a sus deseos.

¿No es éste un extraño acontecimiento? ¡Dios mío! ¿Cómo podía yo imaginar que aquellas visitas hechas de mala gana al señor Branghton habían de ponerme en contacto con un pariente tan cercano?

No volveré a lamentar el tiempo que pasé en Londres este verano, pues la circunstancia tan afortunada de haber conocido al señor Macartney me hará pensar en ello con mucho gusto.

* * *

Acabo de recibir su carta, que me ha desgarrado el corazón. ¡Oh, señor! ¡La ilusión se ha desvanecido! ¡Me siento engañada, infelizmente decepcionada! Tanto tiempo dudando del estado de mi corazón, temiendo escrutarlo…; pero ahora que, después de tantas dudas me creía salvada, y comenzaba a pensar que mi seguridad estaba garantizada, que mis temores eran infundados, y que mi buena opinión y estima por lord Orville estaban libres de sospecha y sin peligro posible… ¡Qué triste decepción, Dios mío!

¡Su presencia es perniciosa para tu sosiego y su trato mortal para tu tranquilidad futura!

¡Oh, lord Orville! ¿Pude yo imaginar que una amistad brindada tan noblemente…, que calma todos mis desasosiegos, una amistad que me honra siempre en todos los aspectos…, sería fatal para mi tranquilidad futura?

¡Qué extraña e infeliz circunstancia, que mi gratitud, si bien suscitada tan justamente, deba ser hasta tal punto fatal para mi paz personal!

Sí, señor, le dejaré. Quiera Dios que pueda ser en este momento, sin tener que volver a verle; no confío en mis propias emociones. ¡Oh, lord Orville! ¡Muy poco sabe de los males que le debo! ¡Qué poco supone que, cuanto más me honraba con sus atenciones, más debía ser compadecida, y cuanto más me exaltaba con su respeto, más se convertía en mi mayor enemigo!

Usted, señor, se basa en mi ignorancia; yo, ¡oh, destino!, confío en su experiencia; y cuando dudaba de la debilidad de mi corazón, la idea de que usted no sospechaba nada me reconfortaba; recuperado mi coraje se confirma mi error. ¡Me conmueve la gentileza de su silencio! ¡Oh, señor! ¿Por qué me separé de usted? ¿Por qué exponerme a peligros tan superiores a mi experiencia? ¡Pero dejaré a lord Orville…, le dejaré… tal vez para siempre! No importa; su consejo, su bondad, me enseñarán a recobrar la paz y la serenidad que mi tonta insensatez me ha arrebatado. Sólo en usted debo confiar, y sólo en usted confío, para cada esperanza futura que pueda forjar.

Cuanto más pienso en separarme de lord Orville menos fuerte me siento para soportar la separación; la amistad que me ha demostrado…, su cortesía…, sus buenas maneras…, su preocupación por mis asuntos…, su solicitud para complacerme…, todo…, tener que dejarlo…

¡No puedo decirle que me voy, no me atrevo a confiar en mí misma, a despedirme de él…, no, me iré sin verle! Seguiré su consejo tácitamente, evitaré su presencia y rehusaré su trato.

Mañana por la mañana saldré para Berry Hill. Sólo la señora Selwyn y la señora Beaumont sabrán mis intenciones. Y el día lo pasaré… en mi habitación. La presteza de mi obediencia es la única expiación que le puedo ofrecer por mi debilidad, pues requiere un supremo esfuerzo.

¿Puede usted, mi honorable señor, mi más estimado apoyo…, el único que sostiene a la pobre Evelina…, puede, sin reproche, sin desagrado, recibir a la hija que tan cuidadosamente ha criado, de cuya educación esperaba mejor fruto, y que en estos momentos se sonroja por su falta de mérito temerosa de encontrar su mirada… que tanto aprecia?

¡Oh, sí, estoy segura, sé que así será! ¡Los errores de Evelina son errores sólo de juicio…! ¡Y usted los perdona todos, bien lo sabe, menos los del corazón!

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