Evelina

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Parte Tercera » Carta XV

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CARTA XV

De Evelina al reverendo señor Villars

Clifton, 6 de octubre

Ahora, si la perturbación de mi espíritu me lo permite, mi querido señor, terminaré mi última carta desde Clifton Hill.

Esta mañana, aunque no bajé temprano, lord Orville era la única persona en el salón cuando yo entré.

Sentí no poca confusión al verle a solas, después de tanto tiempo evitando su encuentro con éxito. Tan pronto como se hicieron los cumplidos acostumbrados, quise salir de la estancia, pero me detuvo diciendo:

—Si le estorbo, me voy. Me halagaría —dijo él— haber podido tener unos momentos de conversación con usted.

Retrocedí, y él pareció perplejo, pero después de una breve pausa, dijo:

—Es muy amable atendiendo mi petición; hace algún tiempo que deseaba ardientemente tener la oportunidad de hablarle.

De nuevo hizo una pausa, pero no dije nada y siguió:

—Hace unos días me concedió derecho a su amistad…, a interesarme por sus asuntos, a llamarla por el cariñoso título de hermana. Nadie hubiera podido agradecer más la honorabilidad que me hizo; ignoro, no obstante, cómo he sido tan desafortunado como para perder tal derecho, pero, ahora, todo ha cambiado; usted me huye, evita encontrarme, hablar conmigo…, sus ojos se apartan de los míos y diligentemente elude mi conversación.

Me desconcerté bastante ante esta acusación, y aun a riesgo de parecer tonta no contesté, y él continuó:

—Espero que no me condene sin haberme escuchado; si he cometido alguna falta, o he descuidado cualquier cosa, le pido, le suplico, dígame qué es ello, y estudiaré la forma de merecer su perdón.

—¡Oh, su señoría! —dije yo, traspasada de inmediato de vergüenza y gratitud—. ¡Su extraordinaria cortesía me oprime el corazón! Usted no ha hecho nada…, yo…, nunca he recibido de usted la menor ofensa; si alguien ha de pedir perdón, ésa soy yo.

—Es usted todo dulzura y condescendencia —dijo él—, y le ruego que me permita recobrar esos títulos que no podría perdonarme haber perdido. Pero, aún me causa desasosiego una idea, y espero que no me crea impertinente si le ruego que me confiese la causa de su repentino cambio de comportamiento, tan doloroso para mí.

—Verdaderamente, su señoría —dije yo tartamudeando—, no sé…, la verdad, señor…

—Lamento mucho afligirla —dijo él— con mi premura…, pero es que cuando el cambio tuvo lugar…, no sé cómo solventar esta duda…, sospeché… ¿Puedo decirle a la señorita Anville lo que sospeché?

—Ciertamente, su señoría.

—Dígame entonces, y perdone si pregunto lo más esencialmente importante para mí…, ¿tuvo algo que ver sir Clement Willoughby en su cambio?

—No, señor —contesté con firmeza—, absolutamente nada.

—Mil gracias, mil gracias —dijo él—; me ha eximido del peso de una conjetura que era muy dolorosamente insoportable. Pero una cosa más…, es que su cambio de comportamiento sucedió el mismo día que sir Clement llegó a las termas.

—A sir Clement, señor —dije yo— no le atribuya nada. Es el último hombre en el mundo que tendría algún tipo de influencia en mi conducta.

—¿Me restituirá usted, entonces, esa confianza y favores con las que me honró antes de que él llegara?

Justo en ese momento, para alivio mío, pues no sabía muy bien qué contestarle, la señora Beaumont abrió la puerta, y en pocos minutos nos fuimos a desayunar.

Lord Orville fue todo alegría, nunca le vi más contento o más agradable.

Poco después, sir Clement Willoughby vino a presentar sus respetos —dijo— a la señora Beaumont; entonces fui a mi cuarto, donde, dando vueltas a mis reflexiones, tan pronto me calmaba como me alarmaba, hasta que recibí su carta más amable.

¡Oh, señor, qué dulces oraciones ofrece por su Evelina! ¡Qué agradecida estoy a las bendiciones que derrama sobre mi cabeza! Me remite usted a mi verdadero padre. ¡Ah, el guardián, el amigo, el protector de mi juventud!, por quien fui atendida en mi infancia abandonada, formada mi inteligencia, y a quien debo mi vida. Usted es el padre que mi corazón reconoce, y para quien prometo solemnemente deber, gratitud y afecto eterno.

Estoy esperando el encuentro con más miedo que esperanza; pero, con lo importante que es este asunto, hay otro que me tiene totalmente absorta, que debo apresurarme a comunicarle. Puse inmediatamente al corriente a la señora Selwyn con el contenido de su carta. Estuvo encantada de encontrarle de acuerdo con su opinión y decidió que nos fuéramos a la ciudad mañana por la mañana; ya ha ordenado que esté aquí el carruaje a la una en punto.

Entonces me encargó que hiciera mi equipaje y dijo que se iba a contar cuentos a la señora Beaumont.

Cuando bajamos a comer, lord Orville, que todavía conservaba su buen ánimo, me reprochó que me apartara tanto del grupo. Se sentó junto a mí, y debió de pensar lo mismo que dijo el día que me conoció, pues agotó todos los recursos inimaginables para entretenerme infructuosamente; pero la verdad es que no tenía deseos de entretenerme…, estaba tan desanimada y decaída. ¡La idea de mi viaje, la separación, me partía el alma!, tanto, que no pude reprimirlo ni animarme. Lamentaba las explicaciones, aunque a medias, a lord Orville, y hubiera deseado que mantuviera su reserva permitiéndome a mí soportar la mía. Pero cuando la señora Beaumont, durante la cena, habló de nuestro viaje, no fui la única entristecida; una nube cubrió el semblante de lord Orville, y se tornó pensativo y silencioso como yo misma.

Fuimos todos juntos al salón. Al poco rato de una aburrida conversación la señora Selwyn dijo que tenía que prepararse para el viaje y me rogó que le recogiera algunos libros que había dejado en la sala.

Mientras los buscaba, lord Orville me siguió, y después de cerrar la puerta se acercó a mí con ansiedad, y dijo:

—¿Es cierto, señorita Anville, que se va?

—Eso creo, señor —dije yo buscando los libros.

—¿Así de repente, de forma tan inesperada voy a perderla?

—No es una gran pérdida, señor —dije yo intentando parecer alegre.

—¿Es posible —dijo seriamente— que la señorita Anville pueda dudar de mi sinceridad?

—No sé —dije yo— dónde ha podido dejar los libros la señora Selwyn.

—Si permitiera Dios que se lo pudiera probar —continuó.

—Voy a tener que subir —dije yo muy confundida— y preguntarle lo que ha hecho con ellos.

—Entonces, se marcha —dijo él cogiendo mi mano— y no me da la menor esperanza sobre su regreso. ¿No quiere entonces ser mi amiga querida? ¿No quiere enseñarme al menos la forma en que puedo soportar su ausencia, como usted misma?

—Señor —dije yo intentando soltar mi mano—, por favor, déjeme marchar.

—Lo haré —dijo él aumentando mi confusión, mientras hincaba una rodilla en tierra—, si tiene el deseo de dejarme…

—¡Oh, su señoría! —exclamé yo—, ¡levántese, se lo suplico, levántese! Usted así ante mí… ¡No creo a su señoría tan cruel como para burlarse así de mí!

—¿Burlarme yo de usted? —repitió él seriamente—. ¡Si la reverencio! ¡Si la admiro por encima del mundo entero! ¡Es usted la amiga a quien mi alma se siente adherida como a mí mismo! ¡Es usted la más amable, la más perfecta de las mujeres! ¡Y la amo tanto que no tengo palabras para expresarlo!

No necesito describir mis sensaciones en ese momento; apenas podía respirar…, dudaba de si estaba despierta…, la sangre huyó de mis mejillas y mis pies se negaron a sostenerme: lord Orville se levantó rápido y me acercó una silla en donde caí como sin vida.

Durante algunos minutos ninguno habló, y cuando lord Orville vio que me recuperaba, casi imperceptiblemente, me rogó que le perdonara por su brusquedad. En el momento que recuperé mis fuerzas quise levantarme, pero él no me lo permitió.

No puedo describir la escena que siguió a continuación, aunque cada palabra está grabada en mi corazón; pero sus protestas, sus expresiones, fueron demasiado halagadoras para repetirlas. No consintió, a pesar de mis repetidos esfuerzos para dejarle, en dejarme marchar; en resumen, mi querido señor, no supe resistirme a sus ruegos, y consiguió arrancarme el secreto más sagrado de mi corazón.

No sé cuánto tiempo permanecimos juntos, pero sé que lord Orville estaba de rodillas cuando se abrió la puerta y apareció la señora Selwyn. Expresarle, señor, la abrumadora vergüenza que me embargó, sería imposible; solté mi mano de la de su señoría, y él también, sobresaltado, se levantó, y mientras, la señora Selwyn permaneció unos instantes mirándonos en silencio.

—A fin de cuentas, su señoría —dijo ella sarcásticamente—, ¿ha sido usted tan amable de ayudar a la señorita Anville a buscar mis libros?

—Sí, señora —contestó él tratando de bromear—, y espero que pronto podamos encontrarlos.

—Es en extremo amable, señor —dijo ella, secamente—, pero no puedo consentir que ocupe más su tiempo.

Y mirando el asiento junto a la ventana encontró los libros, y añadió:

—Mire, justo aquí hay tres, y, como los sirvientes en The Drummer[71], este importante asunto puede ocuparnos a los tres.

Presentó entonces uno de ellos a lord Orville, otro a mí, y cogiendo un tercero salió de la habitación mirándonos provocativamente.

La habría seguido instantáneamente, pero lord Orville, sonriendo, me rogó que me quedara un momento con él, pues tenía varios asuntos de importancia que discutir conmigo.

—No, por Dios, su señoría, no puedo, creo que ya me he quedado lo suficiente.

—¿Se arrepiente la señorita Anville tan pronto de su bondad?

—¡Apenas sé lo que hago, su señoría, estoy realmente asombrada!

—Una hora de conversación —dijo él— creo que serenaría su ánimo y confirmaría mi felicidad. ¿Cuándo podré verla a solas? ¿Bajará usted al jardín mañana antes del desayuno?

—No, no, su señoría, no quiero que por segunda vez me reproche tener una cita.

—¿Reserva, pues, ese honor sólo para el señor Macartney?

—El señor Macartney —dije yo— es pobre y se cree obligado conmigo, de otro modo…

—Eso de la pobreza no lo discuto —dijo él—, pero si estarle agradecido tiene algún peso, ¿quién disputará mi título para una cita?

—Su señoría, no puedo continuar aquí, la señora Selwyn perderá toda la paciencia.

—No la prive del placer de las conjeturas, pero dígame, ¿está usted bajo los cuidados de la señora Selwyn?

—Solamente por el momento, su señoría.

—No son pocas las preguntas que tengo que hacerle a la señorita Anville; entre ellas la más importante es si depende totalmente de ella o si hay alguna persona a quien deba solicitarla.

—Apenas sé, su señoría…, apenas sé a quién pertenezco.

—Permítame entonces —dijo él, cálidamente— precipitar el momento para que no haya lugar a duda cuando su agradecido Orville pueda llamarla toda suya.

Por fin, y tras no poca dificultad, pude separarme de él. Me fui a mi cuarto, pues estaba demasiado agitada para seguir a la señora Selwyn. ¡Dios mío, mi queridísimo señor, qué escena! ¡Ni el extraordinario encuentro para el que me preparo mañana podría emocionarme tanto! ¡Ser amada por lord Orville…, ser honrada por la elección de su noble corazón…!; mi felicidad era demasiado grande para poder soportarla y… lloré, lloré amargamente por la extraordinaria felicidad que me desbordaba.

En ese estado de casi dolorosa felicidad continué hasta que me llamaron para el té. Cuando volví a entrar en el salón me tranquilizó encontrarlo lleno de gente, para que así la confusión al encontrarme con lord Orville pasara más desapercibida.

Inmediatamente después del té la mayor parte del grupo se puso a jugar a las cartas y entonces, hasta la hora de la cena, lord Orville se dedicó por entero a mí.

Vio que mis ojos estaban rojos, y no me dejó en paz hasta que me hizo confesar la causa; y cuando, aunque con gran renuencia, admití a regañadientes mi debilidad, apenas pude refrenar mis lágrimas, henchida de gratitud por sus palabras.

Quería saber si mi viaje podría posponerse, y cuando le dije que no, me rogó autorización para acompañarme a la ciudad.

—¡Oh, su señoría!, ¡vaya petición!

—Cuanto antes haga pública mi devoción por usted —contestó él—, antes puedo esperar de su delicadeza que convenza al mundo de que no alentará a otros enamorados.

—¿Puede enseñarme entonces, señor, las consecuencias que puedo esperar si accedo?

—¿Se pregunta por qué quiero precipitar el tiempo feliz en que ninguna discreción y ningún escrúpulo nos exija separarnos? ¿El momento en el que la delicadeza más honorable proveerá más que se opondrá a mi felicidad por poder cuidarla?

Guardé silencio y él repitió su ruego.

—Señor —dije yo—, me pide algo que no está en mi mano conceder. Este viaje me privará de todo el derecho a obrar por mi cuenta.

—¿Qué quiere decir, señorita Anville?

—No puedo aclarárselo en este momento; no obstante, si pudiera, la tarea sería penosa y aburrida.

—¡Oh, señorita Anville! —dijo él—, ¿cuándo puedo esperar que se aclare este misterio? ¿Cuándo podré enorgullecerme de que mi prometida me honre verdaderamente con su confianza?

—Señor, no quiero aparentar misterio alguno, pero mis asuntos están complicados de tal modo, que sólo podrían explicarse con una larguísima y triste historia. Sin embargo, si un corto espacio de tiempo le puede causar a su señoría desasosiego alguno…

—Mi queridísima señorita Anville —dijo él, ansioso—, ¡perdone mi impaciencia! No me diga nada de lo que desea ocultar; esperaré la información a su propio tiempo, y confiaré en su bondad para revelármela cuanto antes.

—No hay nada, señor, que yo desee ocultar; todo lo que deseo es aplazar una explicación.

Entonces me pidió que, al no poder acompañarme, le permitiera escribirme y prometiera contestar sus cartas.

Un repentino recuerdo de las dos cartas intercambiadas entre ambos pasó por mi mente y contesté precipitadamente:

—¡No, señor, por cierto!

—Lamento mucho —dijo seriamente— que usted piense que soy un impertinente. Confieso que me agradaría suavizar por ese medio la inquietud de su ausencia, que al atender a inexplicables circunstancias, no creí que le disgustara.

Me hirió la seriedad con que pronunció estas palabras, y no pude abstenerme de decirle:

—¿Puede usted desear, ciertamente, que por segunda vez cometa una imprudente precipitación al escribirle?

—¡Por segunda vez! ¡Imprudente precipitación!

—¿Ha olvidado ya la carta que imprudentemente le envié cuando estuve en Londres?

—No tengo la más mínima idea —dijo él— de lo que quiere usted decir.

—Entonces, su señoría —dije yo—, mejor olvidamos el asunto.

—¡Imposible —dijo él—, no descansaría sin una explicación!

Y me obligó a contarle entonces extensamente lo ocurrido con las cartas; ¡pero, mi querido señor, imagine mi sorpresa cuando me aseguró solemnemente que, lejos de haberme escrito ni una sola línea, no había recibido ninguna carta mía!

Este tema, que nos causó mutuo asombro y perplejidad, nos ocupó el resto de la tarde, y me hizo prometerle que mañana le mostraría la carta que había recibido en su nombre para intentar descubrir a su autor.

Después de la cena la conversación se hizo general.

Y ahora, mi querido señor, debo pedirle que me felicite por los acontecimientos de este día. ¡Un día que recordaré siempre con la más extraordinaria alegría!

Ya conozco la inclinación que siente hacia lord Orville y, por consiguiente, no temo que mi franqueza pueda desagradarle. Quizá llegue en un corto espacio de tiempo el día en que Evelina pueda recibir de su mejor amigo la autorización y aprobación por su elección; ¡es todo lo que puedo desear!

Con relación al cambio que va a tener lugar en mi situación, seguramente no soy la única responsable de lo que ha ocurrido; la preferencia de lord Orville no es sólo un honor para mí, sino para todo aquel que se relacione conmigo, o a quien pueda pertenecerle.

Adieu, mi querido señor; volveré a escribirle cuando llegue a Londres.

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