Evelina

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Parte Tercera » Carta XVII

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CARTA XVII

Evelina continúa

9 de octubre

No pude escribir ayer, tal era la agitación de mi mente. Pero no perderé un momento hasta que dé a mi mejor amigo un informe detallado de un día que no podré recordar sin emocionarme.

La señora Selwyn decidió no avisar, para tomarlo por sorpresa.

—No sea que sir John —dijo—, desesperado con la sola idea de mis reproches, de cualquier pretexto para evitar la visita, tanto si le hace justicia como si no.

Fuimos temprano en el carruaje de la señora Beaumont, al cual nos condujo lord Orville, prodigándonos las palabras de ánimo más amables.

Mi desasosiego durante el trayecto fue enorme pero, cuando llegamos a la puerta, se transformó en auténtico terror. El encuentro, finalmente, no fue tan atroz como ese preciso momento. Creo que me condujeron a la casa, pero apenas recuerdo nada que de lo que hicieron conmigo. No obstante, sé que esperamos un buen rato en la antesala, antes de que la señora Selwyn pudiera enviar arriba ningún mensaje. Cuando me recuperé un poco, le rogué que me dejara volver a casa, asegurándole que no me sentía con fuerzas para soportar la entrevista.

—No —dijo ella—, debe quedarse; sus temores sólo retrasarían el encuentro, y este impacto no debemos repetirlo.

Entonces, dirigiéndose al criado, le hizo llevar arriba su tarjeta.

La respuesta fue que estaba a punto de marcharse, pero que la atendería inmediatamente. Volví a sentirme indispuesta, tanto que la señora Selwyn temía que me desmayara; y, abriendo una puerta de una estancia interior, me rogó que la esperara allí hasta que estuviera más serena, y mientras, ella, prepararía mi recepción.

Contenta por este temporal alivio, voluntariamente accedí a la propuesta, y la señora Selwyn tuvo el tiempo justo de cerrar la puerta antes de que fuera necesaria su presencia.

La voz de un padre… ¡Oh, querido y reverenciado nombre!, que por primera vez golpeaba mis oídos, me impresionó de un modo que no puedo describir, aunque sólo la oí dando órdenes a un criado mientras bajaba la escalera.

Luego, entrando en la sala de visitas, le oí decir:

—Siento mucho, señora, haberla hecho esperar, pero es que tengo un compromiso que me reclama fuera; sin embargo, si tiene cualquier cosa para mí, tendré el honor de recibirla en otra ocasión.

—He venido, señor —dijo la señora Selwyn—, a presentarle a su hija.

—Le estoy infinitamente agradecido —contestó él—, pero acabo de temer la satisfacción de desayunar con ella. Señora…, a sus pies.

—¿Rehúsa verla, entonces?

—Le agradezco, señora, estos deseos de aumentar mi familia, pero debe excusarme si renuncio a aprovecharme de ello. Tengo ya una hija a quien se lo debo todo, y aún no hace tres días que tuve el placer de descubrir un hijo. Cuántos hijos más me van a seguir trayendo, aún no lo sé, pero estoy ya satisfecho con el tamaño de mi familia.

—Mil hijos que tuviera, sir John —dijo la señora Selwyn—, sólo hay una cuya madre fue lady Belmont, y debe ser distinguida como tal; y lejos de evitarla, debía usted dar las gracias a su buena estrella por darle la oportunidad de conceder a su injuriada esposa al menos la justicia de reconocer a su hija.

—No tengo ningún deseo, señora, de entrar en discusiones sobre este punto; pero usted parece obligada a hacerme hablar. No vive a esta hora el ser humano que pudiera hablarme de la memoria debida a aquella infortunada mujer; nadie lo siente tan severamente como yo mismo. Pero déjeme asegurarle, no obstante, que ya he hecho todo lo que estaba en mi mano para probar el respeto que ella me merecía. He educado a su hija y la he reconocido como heredera legal; si la señora puede sugerirme alguna otra manera por la cual pueda yo honrarla, y más claramente pueda manifestar su inocencia, dígamela, y aunque me hiera aún más profundamente, estoy dispuesto a realizarlo.

—Todo esto está muy bien —dijo la señora Selwyn—, pero es demasiado complicado para mi comprensión. ¿Tendría objeción en ver a la señorita?

—Ninguna, en absoluto.

—Entonces, ven, querida mía —dijo ella abriendo la puerta—. Venga a ver a su padre.

Luego, cogiendo mi temblorosa mano, me condujo hasta él. Yo hubiera querido soltarme y retroceder, pero como él se acercó instantáneamente, me encontré ya frente a él.

¡Qué momento para su Evelina! Un grito involuntario se escapó de mi garganta, y cubriéndome la cara con las manos me desplomé en el piso.

Pero él ya me había visto porque con voz apenas perceptible, exclamó:

—¡Dios mío! ¡Caroline Evelyn vive todavía!

La señora Selwyn dijo algo, pero no la pude escuchar. Y en pocos minutos él añadió:

—¡Levante su cabeza si mi vista no la espanta! ¡Levante su cabeza, imagen viva de mi perdida Caroline!

Impresionada en extremo me levanté a medias y abracé sus rodillas, estando arrodillada también.

—¡Si, sí —decía él mirando ardientemente mi cara—, ya veo, ya veo que es su niña, que respira, que está a mi vista…! ¡Oh, Dios mío, que de veras vive! Vete, criatura, vete —añadió echando a andar alocadamente y apartándome lejos de sí—. ¡Sáquela de aquí, señora…, no puedo soportar mirarla!

Y luego, separándose precipitadamente de mí, salió corriendo de la sala. Muda, inmóvil, no intenté detenerle, pero la señora Selwyn, corriendo tras él, le cogió por un brazo.

—Déjeme, señora —dijo él con presteza—, y cuide de la pobre niña. Que no crea que soy cruel; dígale que en este momento clavaría una daga en mi corazón para servirla, pero ha incendiado mi cerebro y no puedo verla más.

Luego, con un ímpetu frenético, corrió escaleras arriba.

¡Oh, señor! ¿Verdad que tenía razones para temer esta entrevista? Una entrevista tan inenarrablemente dolorosa y angustiosa para nosotras.

La señora Selwyn quería regresar inmediatamente a Clifton, pero le rogué que esperáramos un poco, con la esperanza de que mi infeliz padre, al reponerse de las primeras emociones, pudiese verme de nuevo.

Al poco tiempo envió a su criado para preguntar cómo me encontraba y para decirle a la señora Selwyn que estaba muy indispuesto, pero que esperaba tener el honor de verla al día siguiente, a la hora que quisiera señalar.

Ella señaló las diez de la mañana y, entonces, con el corazón oprimido, entré en el carruaje. Aquellas angustiosas palabras: no puedo verla más, no se apartaban ni un momento de mi mente. Pero la presencia de lord Orville, que nos ayudó a bajar del carruaje, proporcionó un alivio a mis tristes pensamientos. Sin embargo, no pude ocuparme de relatarle un asunto tan doloroso y rogándole a la señora Selwyn que lo hiciera, me retiré a mi cuarto.

Tan pronto como le comuniqué a la buena de la señora Clinton la situación actual de mis asuntos, se le ocurrió una idea que parece aclarar todo el misterio ignorado tanto tiempo.

La mujer que dice ella que asistió a mi infeliz madre en su última enfermedad, y que cuidó de mí los primeros cuatro meses de mi vida, al poco tiempo de haber sido despedida de casa se fue de Berry Hill con su hija, que tenía seis semanas más que yo.

La señora Clinton recuerda que, al abandonar el lugar fue muy comentado el hecho en toda la vecindad, pero como nunca más se oyó hablar de ella, pasó por completo al olvido.

En cuanto le mencioné esto a la señora Selwyn convino al igual que la señora Clinton, que mi padre había sido engañado, y que la enfermera que dijo llevarle la hija de lady Belmont, en realidad le había llevado a su propia hija.

El nombre que yo llevaba, el secretismo observado en relación con mi familia, la vida retirada en que viví…, todo esto favoreció ese plan tan atrevido y fraudulento de una manera horrible; y, en resumen, antes de que la sospecha estuviera perfilada, la convicción pareció seguirla.

La señora Selwyn determinó enseguida descubrir la verdad o falsedad de esta sospecha, y en cuanto comió se fue al balneario acompañada de la señora Clinton.

Esperé en mi cuarto hasta su regreso y al volver hizo el siguiente relato de la visita:

Encontró a mi padre muy agitado e inmediatamente le informó del motivo que le hacía volver a verle con tanta urgencia, y de las sospechas sobre la mujer que habiendo fingido llevarle a su hija, muy probablemente le había llevado la suya propia. Interrumpiéndola con presteza, dijo que precisamente la había llamado a su presencia, y que la certeza de mi nacimiento, que llevaba escrita en mi semblante, le había hecho sospechar por sí mismo —en el momento en que se recobró de su sorpresa que casi le había hecho perder la razón— de la falsedad de la suplantación. Por tanto había enviado a por la mujer y la había interrogado con una severidad extrema; ella palideció y se avergonzó sumamente, pero insistió en afirmar que realmente le había llevado a la hija de lady Belmont. Su confusión, dijo, casi le distrajo. Añadió que siempre había observado que su hija no se parecía a nadie de su familia, pero como nunca había dudado de la sinceridad de la nodriza, esta circunstancia no le dio origen a ninguna sospecha.

Por deseo de la señora Selwyn se llamó de nuevo a la mujer, que fue interrogada con igual severidad y destreza. Su confusión era evidente, y sus respuestas a menudo contradictorias, pero declaró que no era una impostora.

—Eso lo veremos ahora mismo —dijo la señora Selwyn, y luego mandó llamar a la señora Clinton para que subiera. La desgraciada, cambiando de color, quiso escapar de la estancia, pero al no serle permitido, cayó al suelo de rodillas implorando perdón. Y ya entonces confesó enteramente el asunto completo de la extorsión.

Sin duda alguna, mi querido señor, recordará usted a la señora Green, que fue mi primera nodriza. Dijo que puso en práctica el engaño al escuchar, casualmente, una conversación de mi madre en la que le suplicaba a usted que si su hijo la sobrevivía, se encargara en exclusiva de su educación, y si se trataba de una niña, nunca se separara de ella mientras fuese menor de edad. Usted no sólo consintió, sino que afirmó que se la llevaría al extranjero si mi padre me reclamaba insistentemente. Dijo que ella tenía entonces a su hija en brazos y no pudo evitar desear para ella la fortuna que parecía tener tan poco aprecio para mí. Una vez formulada, fue imposible sustraerse a esta tentación, y lo que en principio parecía un mero deseo sin importancia, en breve se convirtió en un plan factible. Su marido había muerto y nada le importaba más que su hija.

Y en resumen, habiendo ahorrado dinero para el viaje, se confabuló para averiguar la dirección de mi padre y, diciendo a sus vecinos que iba a instalarse en Devonshire, emprendió la expedición.

Cuando la señora Selwyn le preguntó cómo tuvo valor para perpetrar semejante fraude, contestó que no tenía mala intención, y que como la señorita no había de ejercer nunca sus derechos, le parecía una lástima que otro no aprovechara la situación.

Ya tenemos conocimiento de su éxito. Ciertamente todo pareció contribuir a ello. Mi padre no se escribía con Berry Hill; la niña fue enviada a Francia inmediatamente, y como he vivido tan retirada, nada, a menos que ocurriera una casualidad, podría descubrir el fraude.

Y entonces sentí una inmensa alegría interior y un gran regocijo al entender que el olvido en el que siempre me creí no era fruto de insensibilidad y desafecto, sino motivado por un error, y esto me hizo pensar que, puesto que mi abandono no había sido voluntario, podía esperar de mi padre su favor y protección.

Confesó que la carta de lady Howard le había confundido muchísimo y que se lo comunicó enseguida a la señora Green, quien subrayó que era la mayor ofensa que había recibido en su vida; pero tuvo la destreza y la intrepidez de afirmar que la misma lady Howard debía haber sido engañada, y como ella le había dicho desde el principio del asunto que se había llevado a la niña sin el consentimiento de usted, pensó que era entonces cuando querían engañarle y ese pensamiento motivó su brusca contestación.

La señora Green comprendió que con el viaje a Inglaterra estaba todo perdido, y puso toda su esperanza en ver casada a su hija antes de que tuviera lugar, de ahí que apoyara tanto la causa del señor Macartney; pues aunque esta unión no estuviera a la altura de las pretensiones de la señorita Belmont, sabía que no era superior en realidad a las posibilidades de su hija una vez se descubriera su origen verdadero.

Mi primera pregunta fue si la inocente hija estaba informada de los manejos de su madre. La señora Selwyn dijo que no, y que no se había decidido nada sobre cómo revelárselo. ¡Pobre desgraciada! ¡Qué duro es su destino! Merece todas mis simpatías y siempre la consideraré como una hermana.

Entonces le pregunté si mi padre consentía en volver a verme.

—No, querida, aún no. Dice que tenerla a la vista es aún demasiado para él. No obstante, mañana debemos decidir todo lo concerniente a usted, pues ya ve que hoy hemos dedicado todo el tiempo a esta mujer.

Esta mañana, por tanto, se fue de nuevo al balneario, y estoy esperando con impaciencia su regreso; pero le enviaré esta carta sin más demora, pues sé que está deseoso de conocer las noticias que contiene.

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