Evelina

Evelina


Parte Primera » Carta XI

Página 18 de 107

C

A

R

T

A

X

I

Evelina continúa

Queen Ann Street, 5 de abril, mañana del martes

Tengo un montón de cosas que contarle, así que dedicaré toda la mañana a mi pluma. En cuanto a mis planes de escribir todas las noches las aventuras de la jornada, he descubierto que es imposible porque aquí las diversiones duran hasta una hora tan avanzada que si comenzara la carta cuando terminan no tendría tiempo de dormir.

Hemos pasado una noche absolutamente extraordinaria. Lo llaman fiesta de baile

privada, por lo cual esperaba encontrarme con cuatro o cinco parejas, pero, para mi sorpresa, ¡Jesús, mi querido señor, creo que medio mundo estaba allí! Dos enormes salones llenos de gente: en uno había cartas para los más ancianos y en el otro se bailaba.

Mamá Mirvan (porque ella me llama siempre «niña mía») dijo que permanecería sentada junto a Maria y yo hasta que encontráramos pareja y después se reuniría con los jugadores de cartas.

Los caballeros, mientras pasaban y volvían a pasar, nos miraban como si pensaran que estábamos a su entera disposición y que nuestra única aspiración fuera recibir el honor de una mirada suya. Paseaban por la sala con aire indolente como si quisieran mantenernos en suspense. Y no hablo sólo de la señorita Mirvan y yo, sino de todas las damas en general; y llegó a irritarme tanto que, en mi interior, tomé la determinación de que, lejos de secundar aquel comportamiento, preferiría no bailar antes que hacerlo con alguien que me considerase ansiosa de aceptar al primer caballero que se dignara elegirme.

Poco tiempo después, un jovencito que nos miraba desde hacía un rato con una especie de impertinente indiferencia, se dirigió hacia mí caminando de puntillas: tenía una sonrisa estampada en el rostro y su traje era tan feo que estoy convencida de que su único objetivo era llamar la atención aunque fuera para mal.

Haciendo una reverencia casi hasta el suelo con una especie de balanceo, mientras agitaba la mano con gran presunción, y tras una breve y ridícula pausa, dijo: «

Madam…, ¿me permite…?», y se detuvo, ofreciéndose a tomar mi mano. Yo la retiré mientras intentaba reprimir la risa. «Permítame,

madam», continuó interrumpiéndose a cada momento, «el honor y la fortuna…, si no tengo la desgracia de dirigirme a usted demasiado tarde…, de tener la fortuna y el honor…».

Intentó de nuevo tomar mi mano, pero yo, con una ligera inclinación de cabeza, le rogué que me disculpara y me volví hacia la señorita Mirvan para esconder una risotada. Entonces él quiso saber si ya estaba emparejada con otro más afortunado. Respondí que no y le dije que no tenía intención de bailar con nadie. Él permanecería libre, así me dijo, con la esperanza de que me apiadara. Luego, pronunciando ridículas frases de pesar y decepción, aunque en su rostro continuaba dibujada la misma inmutable sonrisa, se retiró.

Casualmente, como después reconstruimos, durante esta pequeña conversación, la señora Mirvan departía con la anfitriona. Y un poco más tarde otro amable caballero que parecía tener alrededor de veintiséis años, vestido de modo ostentoso pero no afectado y, en verdad, realmente atrayente, con un aspecto que reunía educación y galantería, me preguntó si ya tenía pareja y en caso contrario, si le honraría con mi mano, palabras textuales, aunque en verdad, no sé qué honor podía encontrar en mí; pero me he dado cuenta de que este tipo de expresiones se usan como frases de circunstancia sin distinción alguna entre personas o convencionalismos.

Acepté con una ligera inclinación y estoy segura de que me sonrojé porque estaba aterrorizada ante la idea de bailar delante de todas aquellas personas, todas extrañas, y, peor aún, junto a un extraño; no obstante, era inevitable porque aunque miré a mi alrededor en varias ocasiones, no vi a ninguna persona conocida. Y así él, tomó mi mano guiándome para unirnos al baile.

Los minuetos[13] terminaron antes de que llegáramos ya que nos entretuvimos con la modista que nos hizo esperar por nuestras cosas.

El joven parecía deseoso de entablar una conversación conmigo, pero yo sufrí tal acceso de pánico, que apenas conseguí pronunciar palabra, y sólo la vergüenza ante un cambio de opinión tan precipitado impidió que regresara a mi sitio y renunciara a bailar totalmente.

Parecía muy sorprendido de mi terror, así que creo que era demasiado evidente; sin embargo no me hizo preguntas, aunque pienso que consideró la situación muy extraña porque decidí no confesarle que tal terror se debía al hecho de no haber bailado jamás a excepción de los bailes junto a mis compañeras de escuela.

Su conversación era inteligente e ingeniosa; su aspecto y modos, nobles y abiertos; su conducta, gentil, solícita e infinitamente fascinante; su persona era todo elegancia y su rostro el más animado y expresivo que haya visto jamás.

Poco después se unió a nosotros la señorita Mirvan, que formaba la pareja contigua a la nuestra. ¡Cuál fue mi sorpresa cuando me susurró que mi caballero era un noble! Esto me provocó una nueva inquietud: ¡cuánto se enojará, pensé, cuando descubra que su honorable elección no es más que una simple campesina! ¡Una cuya ignorancia sobre el mundo hace que tenga un perenne pavor a equivocarse en todo lo que hace!

Que fuera tan superior a mí en todos los aspectos me aturdía; y comprenderá que mi humor no mejoró cuando escuché a una señora que pasaba junto a mí, decir: «Éste es el baile más difícil que he visto».

—Oh, pobre de mí, entonces —exclamó Maria a su compañero—. Con su permiso, permaneceré sentada hasta el próximo baile.

—Y yo también —espeté— porque estoy segura de que no lograré siquiera mantenerme en pie.

—Pero antes tendrás que hablar con tu caballero —respondió ella, pues el joven se había vuelto para conversar con otros caballeros. Pero no tuve el valor suficiente para hablarle y así nos alejamos los tres rápidamente y nos sentamos en el extremo opuesto del salón.

Por desgracia para mí, poco tiempo después la señorita Mirvan se dejó convencer para intentarlo al menos, y precisamente mientras se levantaba exclamó:

—Querida mía, allí está tu caballero,

lord Orville, vagando por la sala en tu busca.

—¡Entonces no me abandones, querida! —exclamé; pero no tuvo más remedio que hacerlo. Y yo me quedé más angustiada que nunca; habría dado lo que fuera por ver a la señora Mirvan y pedirle que presentara mis excusas, pues ¿qué puede justificar, pensé, semejante huida? Seguramente concluirá que soy estúpida o que estoy medio loca porque cualquiera que haya crecido en estos ambientes sociales o que esté acostumbrado a sus usos ignora que existan temores como los míos.

Me hallaba inmersa en una total confusión cuando observé que me estaba buscando insistentemente con aparente perplejidad y sorpresa; pero cuando finalmente vi que se dirigía hasta el lugar donde me encontraba sentada, hubiera preferido que me tragara la tierra por la vergüenza y la congoja. Me di cuenta de que era absolutamente imposible permanecer en mi asiento, pues no conseguía discurrir ni tan siquiera una palabra de disculpa, y así me levanté y me encaminé velozmente hacia la sala de juegos, decidiendo permanecer con la señora Mirvan durante el resto de la velada sin bailar. Pero antes de encontrarla,

lord Orville me vio y se acercó.

Me preguntó si me sentía bien. Puede usted fácilmente imaginar hasta qué punto estaba aturdida. No respondí, simplemente incliné la cabeza como una estúpida clavando la mirada en mi abanico.

Entonces él, con seria y respetuosa expresión, quiso saber si había tenido la desgracia de ofenderme.

—¡No, en absoluto! —respondí y después, intentando cambiar de discurso para impedir que siguiera interrogándome, le pregunté si había visto a la joven que estaba conversando conmigo. Contestó que no, pero me dijo que si le honraba ordenándole que la buscara.

—¡Oh no, de ningún modo!

Prosiguió preocupándose de si había cualquier otra persona con la que quisiera hablar.

Le dije que

no incluso antes de advertir que ya le había respondido.

Continuó preguntándome si podía tener el honor de traerme algo de comer o de beber.

Incliné la cabeza, casi involuntariamente. Y él se fue.

Estaba muy avergonzada de ser tan inoportuna y presuntuosa como este aparente aire de superioridad me hacía parecer, pero estaba realmente demasiado confusa para pensar o reaccionar con un poco de coherencia.

Si no hubiera sido veloz como un rayo, no sé si habría desaparecido de nuevo, pero regresó inmediatamente. Tras beber un vaso de limonada me dijo que esperaba que le honrara de nuevo con mi mano dado que había comenzado un nuevo baile. No encontré las fuerzas para pronunciar palabra y así dejé que me guiara nuevamente hacia el lugar del cual me había alejado.

Avergonzada ante mi estúpida e infantil actitud, los temores anteriores sobre la idea de bailar delante de toda aquella gente y con ese caballero precisamente, resurgieron con más fuerza que nunca. Supongo que advirtió mi inquietud porque me rogó que me sentara de nuevo, si me resultaba desagradable bailar. Pero pensé que ya había sido suficiente el extraño comportamiento que había demostrado, por lo que decliné su oferta aunque en realidad apenas conseguía mantenerme en pie.

Bajo estas condiciones netamente desfavorables, puede fácilmente imaginar, mi querido señor, que no di precisamente lo mejor de mí. Pero, aunque esperase y mereciese verlo mortificado e irritado por su desafortunada elección, con gran alivio para mí, parecía sin embargo satisfecho ayudándome y alentándome muchísimo. Estas personas de la alta sociedad poseen mucha presencia de ánimo, creo, para

mostrarse desconcertados o descontentos, cualesquiera que sean sus verdaderos sentimientos; si yo hubiera sido la dama más importante de aquel salón, no hubiera podido recibir mayor atención y respeto.

Cuando el baile terminó, viéndome aún muy agitada, me guió hasta un asiento diciendo que no podía tolerar que me fatigara por un exceso de gentileza.

Si mis capacidades o mi humor hubieran sido mejores, ¡qué animada conversación hubiéramos podido tener! Entonces me percaté de que el rango de

lord Orville es su menor carta de recomendación, dado que su intelecto y sus modales hacen de él una persona verdaderamente distinguida. Sus comentarios sobre los presentes eran tan pertinentes, justos y perspicaces, que me sorprende a mí misma que no fuera capaz de reanimarme, pero en realidad estaba demasiado convencida de haber interpretado un papel bastante ridículo a ojos de tan bravo observador como para lograr apreciar sus chanzas; y así, la lástima que sentía por mí misma, hizo que me apiadara de los demás. Y sin embargo no tuve el valor de defenderlos ni aún menos de satirizar sobre ellos, sino que permanecí escuchando en un embarazoso silencio.

Cuando se percató, cambió el discurso y habló de lugares públicos y actores, pero enseguida comprendió que era una total ignorante del tema.

Entonces, muy ingeniosamente, llevó la conversación a las diversiones y pasatiempos del campo.

Llegados a este punto me vino a la mente la idea de que estaba decidido a averiguar si yo era capaz o no de pronunciarme sobre algún tema; lo cual provocó tal agitación en mí que no fui capaz de proseguir más que con monosílabos, e incluso así, apenas me resultaba posible, intentaba evitar la conversación.

La situación era la siguiente: él charlaba brillantemente mientras yo mantenía ridículamente la mirada baja, cuando aquel petimetre que me había pedido bailar primero se acercó con absurda solemnidad y, tras una o dos exageradas reverencias, dijo:

—Pido humildemente perdón,

madam… y también a usted, muy señor mío… si interrumpo una conversación tan agradable… que debe indudablemente ser mucho más divertida… de la que tengo el honor de ofrecer… pero…

Le interrumpí (me sonrojo ante mi imprudencia) con una carcajada; y sin embargo no fui capaz de reprimirme porque, más allá de la monstruosa pedantería de aquel hombre (aspiraba su rapé[14] cada tres palabras), cuando me volví a mirar a

lord Orville vislumbré en su rostro tal sorpresa, y la situación parecía tan absurda, que no hubiera podido permanecer seria ni aunque me fuera la vida en ello.

No me había reído desde el momento en que me había separado de la señorita Mirvan y en ese momento hubiera hecho mucho mejor llorando:

lord Orville me miró con la boca abierta; el caballerete, del cual desconozco el nombre, tenía una expresión enfurecida.

—Contrólese…,

madam —dijo con aires de importancia—. ¡Reprímase por un momento!… Sólo tengo una frase más con la que importunarles… ¿Puedo saber a qué desgraciado accidente debo atribuir el hecho de no haber tenido el honor de

su mano?

—¡Accidente, señor! —repetí totalmente atónita.

—Sí,

madam, accidente… porque seguramente… debo tomarme la libertad de apuntar… discúlpeme,

Madam… no debe tratarse de leve entidad… al haber inducido a una señora… y tan joven, además… a inculparse de semejante agravio.

En aquel instante me pasó por la mente el vago recuerdo de una cosa que había escuchado a propósito de las normas de una fiesta de baile; pero jamás había frecuentado una (simplemente en la escuela) y estaba tan aturdida y confusa que no reparé en las inconveniencias de rechazar a un caballero para después aceptar a otro. Me quedé helada al recordarlo: pero mientras aquellos pensamientos bullían en mi cabeza,

lord Orville dijo un poco acalorado:

—¡Esta dama, señor, no es merecedora de semejante acusación!

Ese mentecato —le llamo así porque estoy muy enfadada con él— hizo una profunda reverencia y, con la sonrisa más maliciosa que he visto, dijo:

—Muy señor mío, lejos de mí

acusar a esta señora de haber tenido el discernimiento necesario para distinguir y preferir… los mayores atractivos de su señoría.

Se inclinó de nuevo y se retiró.

¿Ha visto usted cosa más irritante? Quería morirme de la vergüenza.

—¡Qué tipo más canalla! —exclamó

lord Orville y yo, sin saber lo que hacía, me levanté presurosa alejándome.

—No entiendo dónde se ha metido la señora Mirvan —me lamenté—. ¿Dónde se habrá escondido la señora Mirvan?

—Permítame que vaya a averiguarlo —respondió él. Haciendo una ligera inclinación me senté de nuevo sin osar encontrar su mirada. ¿Qué pensaría de mí, después de aquel fatal error y la presunta preferencia?

Regresó en un momento diciendo que la señora Mirvan estaba jugando a las cartas pero que estaría encantada de verme; y así me fui inmediatamente a su encuentro. Había sólo una silla vacía por lo que, con gran alivio por mi parte,

lord Orville se despidió. Entonces le relaté a la señora Mirvan mis desastres y ella, toda bondad, se reprochó a sí misma el no haberme instruido mejor, pero me dijo que había dado por descontado que conocía las costumbres de sociedad. En cualquier caso, creo que aquel hombre puede darse por satisfecho tras el hermoso discurso que profirió y que dejará que su resentimiento no vaya más allá.

Poco después

lord Orville regresó. Consentí, con la mayor simpatía que fui capaz de mostrar, en dirigirme a la otra sala para bailar de nuevo porque había tenido tiempo de recomponerme y estaba decidida a hacer un esfuerzo y, en la medida de lo posible, intentar ser menos cretina de lo que había aparentado hasta aquel momento ya que pensé que, por mucho que yo fuera una insignificancia comparada con un hombre de su rango y figura, y puesto que había tenido la desgracia de elegir una dama como yo, intentaría dar lo mejor de mí.

El baile, sin embargo, fue breve y él habló muy poco; así que no tuve oportunidad de poner en práctica mi determinación. Supongo que le habían bastado los precedentes esfuerzos totalmente infructuosos para intentar sacarme de mi mutismo; o quizá se había informado de

quién era yo. Esto me desorientó y el brío que había decidido mostrar me abandonó de nuevo. Cansada, avergonzada y mortificada, pregunté si podía permanecer sentada hasta nuestro regreso a casa, cosa que hicimos poco después.

Lord Orville me hizo el honor de ayudarme a subir al carruaje, hablando a lo largo del camino del honor que ¡yo le había concedido a él! ¡Oh, cómo son estas personas de la alta sociedad!

Bueno, mi querido señor, ¿no le parece una extraña velada? No he podido resistirme a entrar en detalles porque, para mí, es todo tan nuevo… Pero ahora debo concluir. Con amor y respeto, suya,

Evelina

Ir a la siguiente página

Report Page