Evelina

Evelina


Parte Primera » Carta XIII

Página 20 de 107

C

A

R

T

A

X

I

I

I

Evelina continúa

Jueves, 12 de abril

Mi querido señor:

Regresamos del

ridotto tan tarde, o mejor dicho, tan temprano, que me fue imposible escribir. En verdad, no nos pusimos en marcha —se espantará al leerlo— hasta después de las once: pero es que nadie lo hace. ¡Un horrible vuelco de las leyes de la naturaleza! Dormimos con el sol y estamos en vela con la luna.

El salón era magnífico, las luces y la decoración eran fantásticas y la gente, alegre y espléndida. Aunque debo decirle que he tenido muchas objeciones a la hora de acompañarles a consecuencia de la decisión que había tomado. Pero María, a fuerza de reírse, hizo que abandonara mis escrúpulos y así… una vez más… asistí a una fiesta de baile.

La señorita Mirvan bailó un minuete, pero yo no tuve el valor de seguir su ejemplo. Durante nuestros paseos pude ver a

lord Orville. Estaba solo, pero no nos vio; como parecía no formar parte de ningún grupo, pensé que no sería del todo imposible que se uniera a nosotros; y aunque no tenía ningún deseo de bailar, como a él le conocía mejor que al resto de personas de la sala, debo admitir que no podía dejar de pensar que habría sido infinitamente más agradable bailar de nuevo con él que con cualquier desconocido. A decir verdad, después de lo sucedido, era absolutamente ridículo siquiera pensar en la posibilidad de que

lord Orville me honrase de nuevo con su elección; y sin embargo, me veo obligada a confesar mi absurdidad explicando cuanto sigue.

La señorita Mirvan fue invitada inmediatamente a bailar; y, poco después, un hombre muy elegante y de magnífico aspecto, que parecía tener alrededor de treinta años, se dirigió a mí implorándome que le concediera el honor de bailar con él. La pareja de baile de Maria era un caballero que conocía a la señora Mirvan, ya que ella había mencionado que resultaba indecoroso bailar con un extraño en un baile público. Ciertamente, no era en absoluto mi intención hacerlo, y sin embargo no quería renunciar a bailar, y tampoco me atrevía a rechazar a aquel caballero como en su momento hice con el señor Lovel, para después aceptar a un conocido, si me lo propusiera; y así, dándose esta combinación de razones, me vi arrastrada a decirle…, ¡me ruborizo al escribirlo!…, que

estaba ya comprometida; con esta respuesta pretendía reservarme la libertad de poder o bailar o no, según se dieran las circunstancias.

Supongo que mi proceder traicionó mi artimaña, porque me miró incrédulo. En realidad, lejos de quedar satisfecho con mi respuesta e irse, como yo esperaba, se aproximó y, con todo el descaro que usted pueda imaginar, comenzó una conversación con la libertad que puede existir únicamente con una antigua e íntima amistad. Y, de un modo bastante irritante, me hizo mil preguntas referentes al

caballero con el cual estaba comprometida. Finalmente dijo:

—¿Es realmente posible que un hombre que ha tenido el honor de ser aceptado por usted no esté a su lado para beneficiarse de su benevolencia?

Me quedé totalmente aturdida y le imploré a la señora Mirvan que me acompañara a mi asiento, cosa que hizo con gran complacencia. El capitán ocupaba la silla contigua a la suya y, para mi sorpresa, aquel caballero consideró oportuno seguirme y tomar asiento a mi lado.

—¡Qué insensible! —prosiguió—. ¡Vamos,

madam, se está usted perdiendo la danza más deliciosa del mundo! Ese hombre debe ser un loco o un estúpido. ¿Por cuál de las dos opciones se inclina usted?

—Por ninguna de las dos, señor —respondí un poco confusa.

Imploró mi perdón por el atrevimiento de su suposición diciendo:

—La sorpresa de que una persona pueda ser tan inexplicablemente enemiga de sí misma me ha cogido desprevenido.

¿Pero dónde puede estar,

madam?… ¿Tal vez ha abandonado la sala?, ¿o ni siquiera ha entrado?

—De verdad, señor —respondí ásperamente. No lo sé.

—No me sorprende que esté usted desconcertada,

madam: es realmente muy irritante. Se perderá usted la mejor parte de la velada. No se merece que le espere.

—No, señor —dije— y le ruego que no…

—¡Es verdaderamente mortificante,

madam —me interrumpió— que una señora deba esperar a un caballero!… ¡Oh, qué vergüenza!… ¡Qué desconsiderado!… ¿Qué puede haberlo entretenido?… ¿Me da usted permiso para buscarlo?

—Si lo desea, señor —respondí, absolutamente aterrorizada de que la señora Mirvan pudiera oírle, pues parecía muy sorprendida de que mantuviera una conversación con un extraño.

—Con todo mi corazón —exclamó—. Le ruego, dígame qué chaqueta lleva.

—En realidad no me he fijado.

—¡Qué vergüenza! —exclamó—. Pero cómo: ¿se ha dirigido a usted con una chaqueta que no merecía su atención?… ¡Qué canalla!

¡Qué ridiculez! No puede evitar reírme, hecho que, temo, le envalentonó aún más, pues prosiguió.

—¡Adorable criatura!… ¿Cómo puede tolerar semejante descortesía con tanta dulzura? ¿Es capaz de sonreír, con la paciencia de una estatua, aunque se encuentre realmente disgustada?… Por mi parte, aun no siendo yo la persona desdeñada, mi indignación es tal que ¡no veo la hora de patear a este individuo por todo el salón…! A menos que, ciertamente… no se trate de un caballero de su invención.

Estaba tan terriblemente confundida que no fui capaz de improvisar una respuesta.

—¡Pero no! —exclamó (de nuevo acaloradamente)—. ¡No puede ser usted tan cruel! La dulzura en persona se refleja en sus ojos; ciertamente no cometería la barbarie de jugar de un modo tan cruel con mi infortunio.

Ante tales impertinencias me volví de espaldas con verdadero y profundo disgusto. La señora Mirvan se percató de mi consternación, pero parecía confundida y yo no podía explicarle la situación por temor a que el capitán pudiera escucharme. Así que le propuse que diéramos un paseo, a lo que ella consintió, y de este modo todos nos levantamos. Pero ¿puede creerlo? ¡Aquel hombre ha tenido la imprudencia de levantarse también y pasear a mi lado, como si formara parte de mi grupo!

—Y ahora —dijo—, espero que encontremos a ese ingrato. ¿Es él? —preguntó indicando a un anciano tullido—. ¿O se trata de aquel otro?

Y continuó haciéndome la misma pregunta indicando cada uno de los caballeros de dentro de la sala que eran ancianos o repelentes. Yo no le respondí; y cuando comprendió que me mantenía firme en silencio y simplemente me dedicaba a caminar, en la medida de lo posible sin mirarlo siquiera, de repente golpeó fuertemente el suelo con el pie y gritó en un acceso de cólera:

—¡Estúpido! ¡Imbécil! ¡Necio!

Me volví inmediatamente hacia él.

—¡Oh,

madam —continuó—, perdone mi vehemencia, pero me indigna pensar que hay un canalla que desprecia una bendición por la cual yo renunciaría a mi propia vida!… ¡Oh, ojalá le encontremos!… ¡Le cogería… pero me estoy acalorando; discúlpeme,

madam, mi cólera me ciega y la infamia que ha sufrido me turba!

Comencé a pensar que era un perturbado y le miré con grandísimo estupor.

—Veo que está usted sobrecogida,

madam —me dijo—. ¡Generosa criatura! Pero no se alarme, he recuperado la calma, estoy sereno de verdad… sí que lo estoy, sobre mi alma… ¡Le ruego, oh adorable criatura de entre todos los mortales!… Le ruego que permanezca tranquila.

—Verdaderamente, señor —le contesté muy seria—, debo insistir en que se vaya; es usted un total desconocido para mí y ni apruebo ni estoy acostumbrada a su lenguaje ni sus modos.

Mis palabras surtieron cierto efecto en él. Hizo una profunda reverencia, imploró mi perdón y juró que no era su intención ofenderme.

—Entonces, señor, debe retirarse —exclamé.

—¡Me voy,

madam, me voy! —dijo con trágica expresión. Y se alejó a paso ligero, desapareciendo de mi vista al instante; pero antes de que tuviera tiempo de congratularme conmigo misma, estaba de nuevo a mi flanco.

—¿Y dejaría que me fuera sin remordimiento alguno?… ¿Puede verme sufrir un tormento indescriptible y aún dedicarle todos sus favores a ese canalla que la evita?… ¡Mequetrefe ingrato!… ¡Podría apalearle!

—¡Por amor de Dios, querida mía! —exclamó la señora Mirvan—. ¿De quién habla?

—De veras… no lo sé, señora —respondí—. Desearía que se marchara.

—¿Qué está pasando? —preguntó el capitán.

El hombre le hizo una profunda inclinación y le respondió:

—Señor, se trata simplemente de una pequeña objeción a bailar conmigo, por parte de esta joven dama, a la cual estoy intentando poner remedio. Estaré enormemente honrado si intercediese por mí.

—Esta dama, señor —dijo con frialdad el capitán— es dueña de sí misma.

Y se alejó bruscamente.

—Usted,

madam —espetó el hombre (que parecía felicísimo) a la señora Mirvan—. Espero que usted tenga la bondad de hablar en mi favor.

—Señor —contestó con tono serio—, no tengo el placer de conocerle.

—Espero que cuando lo tenga,

madam —respondió (impertérrito)—, me honrará con su aprobación; pero aun siendo para usted un desconocido, sería verdaderamente generoso por su parte que me favoreciera. Tengo el placer de asegurarle,

madam, que no tendrá motivo de arrepentimiento.

La señora Mirvan, con embarazosa expresión, replicó:

—No pretendo en absoluto poner en duda que sea usted un caballero… pero…

—¿Pero qué,

madam?… Descartada la duda, ¿por qué

pero?

—Bien, señor —dijo la señora Mirvan (con sonrisa cordial)— le trataré con la misma franqueza para ver el efecto que provoca en usted: debo decirle de una vez por todas…

—¡Oh, discúlpeme,

madam! —la interrumpió con vivacidad—. No debe expresarse con estas palabras: de una vez por todas; no, si he sido demasiado franco, y aunque sea un hombre, merezco un reproche; recuerden, queridas señoras, que si emulan mi comportamiento, deberán, en justicia, justificar el mío.

Con la boca abierta, observamos ambas a aquel hombre de extraña conducta.

—Sea más noble que su sexo —prosiguió, dirigiéndose a mí—. Hónreme simplemente con un único baile y renuncie a aquel ingrato que mal merece su paciencia.

La señora Mirvan nos miró a ambos con estupor.

—¿De quién está hablando, querida?… No había mencionado…

—¡Oh,

madam! —exclamó aquél—. No vale la pena mencionarlo…, es incluso pecado pensar en él: olvidémonos de su existencia. Un solo baile es todo lo que pido; permítame,

madam, el honor de la mano de esta joven dama; será un favor que recibiré con la máxima gratitud.

—Señor —respondió ella—. Favores y extraños no tienen vínculo alguno para mí.

—Si hasta este momento —dijo él— ha limitado usted su benevolencia para con sus íntimas amistades, deje que sea yo el primero con quien amplíe su generosidad.

—Está bien, señor, no sé qué decirle… pero…

Él interrumpió su

pero con tales y tan fervientes súplicas que, finalmente, la señora Mirvan me dijo que debía concederle un baile o acallar su insistencia regresando a casa. Titubeé, pero aquel hombre al final logró su propósito y me vi obligada a bailar con él.

De este modo mis mentiras fueron punidas; y así, la obstinación y audacia de ese hombre triunfaron.

Mientras bailábamos, antes de estar demasiado ocupados con los pasos como para entablar conversación, se mostró tremendamente irritante a propósito de mi

caballero e intentó por todos los medios hacerme admitir que le había engañado; hecho que, aunque jamás hubiera llegado a humillarme reconociéndolo, era efectivamente, demasiado evidente.

Supongo que

lord Orville no bailó: parecía conocer a muchas personas e iba de grupo en grupo: pero entenderá que no me sentí muy dichosa al verle, pocos minutos después de haberme ido yo, ¡dirigirse al lugar que acababa de abandonar, saludar con una ligera inclinación y acomodarse junto a la señora Mirvan!

¡Qué desgraciada me sentí al no haber resistido a la insistencia del desconocido! Concluido el baile, me disponía a alejarme apresuradamente de él, pero me detuvo diciendo que de ningún modo podría reunirme con los míos sin dar un escándalo, si antes no cumplíamos con nuestro deber de remontar la fila[17]. Dado que no conocía estas usanzas y reglas, me vi obligada a someterme a sus indicaciones; pero imagino que me mostré disgustada porque advirtió mi poca atención y dijo con su franqueza habitual:

—¿Por qué está usted tan ansiosa?… ¿Por qué esos adorables ojos se dirigen siempre a otra parte?

—Desearía que no me hablara más, señor —exclamé malhumorada. Ya ha arruinado mi diversión por esta noche.

—¡Dios mío! ¿Qué he hecho?… ¿Cómo he merecido este desprecio?

—Usted me ha atormentado terriblemente; me ha apartado a la fuerza de mis amigos y se ha impuesto como mi caballero, con prepotencia y contra mi voluntad.

—Seguramente, querida señora, acabaremos siendo amigos dado que aprecio cierta afinidad en la franqueza de nuestra índole… Y sin embargo, si no fuese un ángel… ¿Cómo piensa que podría tolerar tanto desprecio?

—Si le he ofendido —exclamé—, no tiene más que marcharse y… ¡Oh, cómo me gustaría que lo hiciera!

—Mi querida criatura —respondió con tono burlesco—. ¿Dónde la han educado?

—¡Dónde me encantaría estar en este preciso momento!

—Tal es su belleza que sin duda es usted consciente de que estos aires encantadores únicamente sirven para volver más fascinante su aspecto.

—Las libertades que se toma, señor, serán quizá menos desagradables en compañía de personas más íntimas para usted, pero a

mí…

—Me juzga usted injustamente —exclamó interrumpiéndome—. Sí, en efecto, cuando se me conoce gano en simpatía; de ahora en adelante le encantaré.

—De ahora en adelante, señor, espero no…

—¡Oh, calle…, calle!… ¿Acaso no recuerda las circunstancias en las que la he encontrado?… ¿Ha olvidado usted que, cuando la habían abandonado, yo la he buscado… y que cuando la traicionaron, yo la he adorado?… Si no hubiera sido por mí…

—Si no hubiera sido por usted, señor, quizá sería feliz.

—¿Y entonces tal vez deba concluir que,

si no hubiera sido por mí, su caballero se habría presentado?… ¡Pobre diablo!… ¿Acaso mi presencia le ha intimidado?

—¡Desearía que

su presencia, señor, pudiera intimidarle

a usted!

—¡Su presencia!… ¿Entonces le está viendo ahora?

—Pudiera ser que sí, señor —exclamé, cansada de sus burlas.

—¿Dónde?… ¿Dónde?… ¡Por amor de Dios, muéstreme a ese canalla!

—¿Canalla, señor?

—¡Oh, de los peores!… ¡Un vil, sinvergüenza, despreciable bribón!

No sé qué me pasó por la cabeza en ese momento… pero mi orgullo herido y mi hastío hicieron que al improviso, cometiese la locura de, mirando a

lord Orville, repetir:

—¿

Despreciable, cree usted?

Su mirada siguió inmediatamente la dirección de la mía.

—¿Pero cómo? ¿Es

aquél caballero?

No respondí; no podía afirmarlo y no quería negarlo porque gracias a ese error confiaba en liberarme de sus impertinencias.

En el preciso momento en que terminamos aquello que él había definido como nuestro deber, insistí firmemente en regresar con la señora Mirvan.

—Con su caballero, supongo,

madam —dijo con tono muy grave.

Esto me provocó una grandísima confusión: temía que aquel hombre pérfido, ignorando su rango, se dirigiera a

lord Orville diciendo algo que revelara mi engaño. ¡Estúpida! ¡Inmiscuirme en semejantes problemas! Ahora temía aquello que previamente tanto deseaba y así, para evitar a

lord Orville, me vi obligada a proponer bajar otra fila de bailarines, aunque me estaba muriendo de vergüenza mientras lo sugería.

—¿Y su caballero,

madam? —preguntó, fingiendo una expresión muy solemne—. Quizá se ofenda porque la entretengo: si me autoriza a solicitar su permiso…

—¡Por amor de Dios, no!

—¿Quién es,

madam?

Me gustaría haber estado a millas de distancia. Repitió la pregunta.

—¿Cómo se llama?

—Nada… Nadie… No sé…

Asumiendo un tono solemne, lleno de trascendencia:

—¡Vamos…! ¿No lo sabe…? Permítame, mi querida

madam, que le recomiende un poco de cautela; jamás baile en público con un extraño…, con una persona de la cual no conozca el nombre… podría tratarse de un simple aventurero…, un hombre privado de reputación… Sopese a qué imprudencias podría exponerse.

¿Puede imaginarse situación más ridícula? No pude menos que reírme, a pesar de mi irritación.

En ese instante la señora Mirvan, seguida de

lord Orville, se acercó a nosotros. No le será muy arduo creer que no encontré dificultad en recuperar la seriedad, pero cuál fue mi consternación cuando este desconocido, destinado a ser el fustigador de mi estratagema, exclamó:

—¡Ah,

lord Orville!… No había reconocido a su señoría. ¿Qué puedo decir para justificar mi invasión? Pero a fe mía, señor, que semejante trofeo no debería ser despreciado.

Mi vergüenza y confusión eran indescriptibles. ¡Quién podía haber imaginado que aquel hombre pudiera conocer a

lord Orville! La mentira resulta tan injustificable como poco segura.

Lord Orville —y no hay de qué extrañarse— tenía una expresión bastante desconcertada.

—La filosófica frialdad de su señoría —continuó aquel odioso individuo— no está al alcance de todo el mundo. Me he esforzado de un modo sobrehumano para entretener a esta dama, aunque temo que sin éxito alguno, y su señoría estaría muy complacido si conociese las dificultades que he encontrado para procurarme el honor de un único baile.

Luego, volviéndose hacia mí, que me moría de la vergüenza, mientras

lord Orville permanecía inmóvil y la señora Mirvan estupefacta, de improviso me aferró la mano diciendo:

—¡Puede imaginar, muy señor mío, mi renuencia a dejar esta bella mano a su señoría!

En ese instante

lord Orville se la arrebató; yo me ruboricé violentamente e hice un esfuerzo por recuperarla.

—Me hace usted un gran honor, señor —exclamó (con aire de caballerosidad, llevándosela a los labios antes de dejarla)—. De cualquier modo, me sentiré muy dichoso de disfrutarla, si esta dama —dirigiéndose a la señora Mirvan— me permite hacerle compañía.

No soportaba obligarle a bailar conmigo de ese modo, así que dije con vehemencia:

—¡En absoluto…! ¡Por nada del mundo!… Debo implorar…

—Me honrará, señora, con sus órdenes —afirmó mi atormentador—. Y yo, ¿puedo obtener la compañía de la señora?

—No, señor —respondí dándole la espalda.

—¿Qué piensa hacer, querida? —preguntó la señora Mirvan.

—Nada, señora… nada, yo pretendía…

—Pero ¿baila o no? Comprenda que su señoría aguarda.

—Espero que no… Le ruego… por nada del mundo… Creo que debería… debería…

No era capaz de articular palabra; pero aquel hombre seguro de sí, decidido a descubrir si le había engañado, le dijo a

lord Orville que no sabía qué pensar:

—Muy señor mío, le explicaré brevemente esta historia que, por el momento, parece muy intrincada; esta dama me ha propuesto bailar nuevamente… Nada podría hacerme más feliz…, simplemente deseaba el beneplácito de su señoría, un beneplácito que si ahora me concediera, estoy seguro de que arreglaría la situación.

Enrojecí de indignación.

—No, señor…, es su ausencia, y sólo ésta, la que puede arreglar la situación.

—Por amor de Dios, querida mía —prorrumpió la señora Mirvan, que no conseguía reprimir por más tiempo su sorpresa—. ¿Qué significa todo esto?… ¿Estaba ya comprometida?… ¿

Lord Orville le había…?

—No, señora —proferí—, es sólo que… es sólo que no conocía a este caballero… y así… así… así pensé… pretendía… yo… —Sobrepasada por todo lo que había sucedido, me flaquearon las fuerzas para ilustrar mi mortificante explicación; me abandonaron mis energías y estallé en llanto. Todos parecían atónitos y desconcertados.

—¿Qué sucede, tesoro mío? —exclamó la señora Mirvan con la más tierna benevolencia.

—¿Qué he hecho? —clamó mi genio maléfico y corrió a buscar un vaso de agua.

Un gesto fue suficiente para que

lord Orville comprendiera todo aquello que quería explicarle. Me condujo inmediatamente hasta un asiento y dijo susurrando:

—No se angustie, se lo ruego; me consideraré siempre honrado de que haga uso de mi nombre.

Su amabilidad me alivió. Un murmullo general había alarmado a la señora Mirvan, que se aproximó urgentemente mientras

lord Orville, apenas la señora Mirvan tomó el vaso de agua, se llevaba a mi torturador lejos de allí.

—Por amor de Dios, mi querida señora —exclamé—, permítame ir a casa… Realmente no puedo continuar aquí.

—Nos vamos todos —dijo mi querida amiga María.

—Pero el capitán… ¿qué dirá? Sería mejor que me fuera a casa en un palanquín.

La señora Mirvan consintió y yo me levanté para marcharme.

Lord Orville y aquel hombre se acercaron. El primero, con una premura que en absoluto merecía, me acompañó a un palanquín mientras el otro nos seguía, importunándome con sus disculpas. Me hubiera gustado presentarle las mías a

lord Orville, pero me sentía demasiado avergonzada.

Era casi la una. Los criados de la señora Mirvan me acompañaron a casa. Temo mucho su opinión, mi queridísimo y honorable señor: necesitará de toda su imparcialidad para recibirme sin rencor.

Esta mañana

lord Orville ha solicitado noticias sobre nuestra salud. Y

Ir a la siguiente página

Report Page