Evelina

Evelina


Parte Primera » Carta XIV

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Evelina continúa

Queen Ann Street, 13 de abril

Estará muy sorprendido, queridísimo señor, de recibir una nueva carta desde Londres de parte de su Evelina! Pero, créame, no es culpa mía, y el hecho de estar aún aquí no me hace feliz. El viaje ha sido aplazado por un incidente tan inesperado como desagradable.

Ayer por la tarde fuimos a ver los

fantocini y nos divertimos infinitamente con la representación de una comedia en francés e italiano interpretada por marionetas manejadas de un modo admirable, capaz de asombrar y divertir a todos, a excepción del capitán que odia y está prevenido contra todo aquello que no sea inglés.

Cuando terminó el espectáculo y mientras esperábamos el carruaje, una mujer alta y anciana pasó velozmente por nuestro lado gritando:

—¡Dios mío! ¿Qué debo hacer?

—Vamos, ¿qué le gustaría hacer? —exclamó el capitán.

Ma foi, monsieur —respondió ella—; he perdido a mis amigos y aquí no conozco a nadie.

Tenía cierto acento extranjero pero era difícil adivinar si era francesa o inglesa. Iba elegantemente vestida y parecía tan desconcertada que la señora Mirvan le sugirió al capitán que la ayudara.

—¡Ayudarla! —exclamó él—. Sí, claro, con toda el alma. Uno de los criados que portan las antorchas que vaya a buscar un carruaje.

Pero no encontraron ninguno y llovía copiosamente.

¡Mon dieu! —clamaba la desconocida—. ¿Qué será de mí?

Je suis au désespoir.

—Querido señor —dijo la señora Mirvan—, le ruego que acomodemos a esta pobre mujer en nuestro carruaje. Está completamente sola y es extranjera…

—Eso no es un mérito —respondió aquél—. Podría tratarse de una mujer de mala reputación, por cuanto sabemos de ella.

—No da esa impresión —contestó la señora Mirvan— y parece tan angustiada que si la acompañáramos hasta su alojamiento simplemente cumpliríamos con nuestro deber moral.

—La veo muy entusiasmada con su nueva amistad —rebatió—, pero antes comprobemos si va en nuestra misma dirección.

Informándonos, descubrimos que se alojaba en Oxford Road, y tras alguna que otra discusión, el capitán, contrariado y muy a su pesar, consintió que subiera al carruaje, aunque nos instó a no comportarnos de modo muy cordial porque parecía ansioso por discutir con ella: a esta falta de hospitalidad no encuentro otro motivo que la circunstancia de que la mujer era extranjera.

Abrió la conversación diciéndonos que estaba en Inglaterra desde hacía sólo dos días; que los caballeros que la acompañaban eran parisinos, que la habían dejado para ir a buscar un carruaje de alquiler porque su servicio personal se encontraba en el extranjero y que ella les había esperado hasta que, alarmada, dedujo que se habían perdido.

—Y ¿se puede saber —preguntó el capitán— por qué motivo va usted a un lugar público sin la compañía de un inglés?

Ma foi, señor —respondió ella—, porque ninguna de mis amistades se encuentra en la ciudad.

—Está bien —dijo—, entonces lo mejor que puede hacer es marcharse.

Pardie, Monsieur —rebatió ella—, así lo haré porque le aseguro que los ingleses son como una manada de bestias; regresaré a Francia lo más rápido posible ya que no deseo vivir entre ustedes.

—Y ¿quién la quiere a usted? —exclamó el capitán—. ¿De verdad piensa usted, señora francesa, que no tenemos ya suficientes naciones que nos quieren saquear? Le garantizo que no tenemos necesidad alguna de que se inmiscuyan también ustedes.

—¡Saquearles, señor! Espero que nadie intente saquearles más de cuanto pretendo hacerlo yo; y le garantizo que está usted bastante seguro. Pero no existe país bajo el sol que pueda batir a los ingleses en cuanto a mala educación se refiere. Por lo que a mí respecta, aborrezco incluso mirarles, así que visitaré únicamente a una o dos personas de categoría de entre mis amistades y regresaré de nuevo a Francia.

—Sí, claro, hágalo —contestó él— y luego váyanse al infierno todos juntos, porque ése es el mejor viaje que pueden hacer los franceses y toda su casta.

—Y pondremos cuidado —exclamó la extranjera con gran vehemencia— en no acoger a ninguno de sus vulgares e insolentes ingleses.

—Oh, no tema —rebatió él con frialdad—; no discutiremos sobre ese asunto; junto a sus personas de categoría puede quedarse con el diablo todo para usted.

Deseando cambiar de argumento porque la conversación estaba alcanzando tintes cada vez más preocupantes, la señorita Mirvan dijo en voz alta:

—¡Jesús, qué lento es este cochero!

—No te preocupes, Moll —dijo el padre—. Te garantizo que mañana conducirá bastante más veloz de camino a Howard Grove.

—¡A Howard Grove! —exclamó la extranjera—. ¡Pero cómo,

mon dieu!, ¿ustedes conocen a

lady Howard?

—¿Y si fuera así? —respondió él—. A usted no le incumbe; le aseguro que no es persona de su categoría.

—¿Y quién le ha dicho eso? —protestó la mujer—. ¿Y usted qué sabe?; además, es usted la persona más grosera que haya conocido jamás, y en cuanto al hecho de que conozca a

lady Howard, no puedo creerlo, a menos que, en efecto, sea usted su mayordomo.

El capitán, imprecando horriblemente, respondió con rabia:

—Sería mucho más fácil que la tomaran a usted por su lavandera.

—¡Su lavandera, sí, claro! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Pero cómo, ¿no tiene usted ojos? ¿Ha visto jamás a una lavandera con un vestido como éste? Y además, no soy tan miserable porque valgo tanto como

lady Howard y soy tan rica como ella; y además, el motivo de mi viaje a Inglaterra es el de hacerle una visita.

—Puede ahorrarse las molestias —respondió el capitán—, porque ya tiene bastantes pordioseros que revolotean a su alrededor.

—¡Pordioseros, señor! No soy más miserable de lo que pueda serlo usted, y además… usted es un individuo vil y despreciable y no quiero rebajarme a su altura.

—¡Individuo despreciable! —vociferó el capitán aferrándole ambas muñecas—. Escuche,

señora Rana[19], haría mejor en coserse la boca porque le digo que, en caso contrario, no seré tan condescendiente y la arrojaré por la ventana; y entonces puede quedarse tendida en el suelo con la cara hundida en el barro hasta que venga a rescatarla uno de sus

messieurs.

La rabia que se desprendía de ambos nos aterrorizaba y la señora Mirvan comenzaba a protestarle al capitán cuando todos nos callamos por el suceso que relato a continuación.

—Déjeme, que no es usted más que un bribón; déjeme en paz, de lo contrario le garantizo que haré que le metan en prisión por el modo en que me está tratando; no soy una cualquiera, se lo aseguro, y,

ma foi, acudiré al juez Fielding[20] porque soy una persona de buena posición y haré que se acuerde de mí o dejaré de llamarme Duval.

No escuché más: atónita, atemorizada e indeciblemente turbada, una involuntaria exclamación se escapó de mis labios —¡Dios bendito!— y más muerta que viva, caí entre los brazos de la señora Mirvan. Pero deje que corra un velo sobre una escena demasiado cruel para un corazón tierno y sensible como el suyo; es suficiente que sepa que esa presunta extranjera se ha revelado como

madame Duval…, ¡la abuela de su Evelina!

Oh, señor: ¡descubrir un grado de parentesco tan estrecho con una mujer que se había presentado de aquel modo!… ¿Qué habría sido de mí si no le hubiera tenido a usted, mi protector, mi amigo y mi refugio?

Mi enorme ansiedad y la sorpresa de la señora Mirvan me traicionaron inmediatamente. Pero no quiero aturdirle con el modo en que me reconoció ni con la maldad, la brusquedad —no puedo definirlo con otras palabras— con la que habló de aquellos infelices sucesos del pasado que usted me ha referido de modo tan doloroso. Toda la infelicidad de una madre injuriada, tan querida para mí aunque no la haya visto jamás, que tanto añoro aun sin haberla conocido, se reveló con tanto ímpetu en mi mente que hace de aquella conversación —con una única excepción— lo más penoso que jamás tendré que escuchar.

Cuando nos detuvimos ante el inmueble donde se alojaba, quiso que la acompañara dentro de la casa y dijo que podía procurarse fácilmente una habitación para mí. Alarmada y temblorosa, me giré hacia la señora Mirvan:

—Mi hija, señora —dijo aquella dulcísima señora—, no puede separarse tan bruscamente de su joven amiga; tendrá que concederles un poco de tiempo para que se acostumbren a la idea de la separación.

—Perdóneme, señora —respondió

madame Duval (que, desde el momento en que descubrimos quién era, había dulcificado sus modos)—, la señorita no tiene el vínculo de unión que puedo tener yo con esta muchacha.

—Eso no importa —prorrumpió el capitán (que apoyaba mi causa para sofocar su animadversión hacia ella aunque hubieran intercambiado sendas toscas disculpas)—. La han dejado a nuestro cuidado, así que no nos separaremos de ella.

Prometí que le haría una visita a la mañana siguiente a la hora que prefiriera y, tras una breve discusión, me invitó a desayunar con ella y entonces proseguimos nuestro camino hacia Queen Ann Street.

¡Qué triste aventura! No conseguí dormir en toda la noche. Mil veces he deseado no haberme alejado jamás de Berry Hill; de cualquier modo, precipitaré mi regreso en la medida de lo posible, y cuando me encuentre nuevamente en aquel puerto de tranquila felicidad, jamás volveré a sentirme tentada de abandonarlo.

Esta mañana la señora Mirvan ha tenido la bondad de acompañarme a casa de

madame Duval. También el capitán se ofreció a hacerlo, pero rechacé su proposición por temor a que la mujer interpretase que pretendía insultarla.

Frunció el ceño al ver a la señora Mirvan, pero me recibió con toda la ternura que pienso que es capaz de ofrecer. En realidad, nuestro encuentro parece haberla conmovido verdaderamente porque cuando, superada por el flujo de emociones que su visita me provocaba, casi me desvanecí entre sus brazos, estalló en lágrimas mientras decía:

—¡No permitan que pierda a mi pobre hija por segunda vez!

Esta inesperada humanidad me estremeció; pero inmediatamente después provocó en mí la más ardiente indignación mencionando sin gratitud alguna al mejor de los hombres, mi querido y generosísimo benefactor. Sin embargo, el dolor y la rabia dieron paso al terror al declarar que su viaje a Inglaterra tenía como único propósito llevarme a Francia con ella. Esto, dijo, era un proyecto que había ideado desde el momento mismo en que había sabido de mi existencia, noticia que, declaró, no había llegado a sus oídos hasta el cumplimiento de mi duodécimo aniversario; pero

monsieur Duval, que, como afirmó, era el peor marido del mundo, no le permitió hacer nada de lo que ella deseaba. Su esposo murió hace apenas tres meses, tiempo que empleó en arreglar algunos asuntos, y una vez concretados viajó a Inglaterra. Había abandonado ya el luto porque, según dice, aquí en Inglaterra nadie sabe desde cuándo es viuda.

Debe haberse casado muy joven; no sé qué edad tendrá pero aparenta menos de cincuenta años. Viste de un modo tan vistoso, va muy acicalada y en su rostro aún se aprecian las huellas de una antigua belleza.

No sé cuánto habría durado o cómo habría terminado esta visita si el capitán no hubiera venido a buscar a la señora Mirvan e insistiera en que me fuera con ella. Se comporta de repente de un modo tan cordial y afectuoso conmigo que temo mucho su intromisión. Sin embargo, la señora Mirvan, cuyo cometido primordial parece ser aquel de enmendar las ofensas de su marido, consiguió aplacar la cólera de

madame Duval con una cortés invitación a tomar el té y pasar la tarde con nosotros. No sin dificultad accedió el capitán a aplazar el viaje; pero ¿qué otra cosa se podía hacer? Hubiera sido muy inoportuno por mi parte abandonar la ciudad en el preciso momento de descubrir la presencia en Londres de

madame Duval; y permanecer aquí bajo su única protección…, gracias a Dios, la señora Mirvan es demasiado bondadosa para permitirlo. Temía incluso que nos siguiera hasta Howard Grove, así que se tomó la determinación de continuar en Londres por algunos días o tal vez una semana; aunque el capitán ha declarado que la

vieja bruja francesa, como se complace en llamarla, no gozará de ningún privilegio.

Mi única esperanza ahora es llegar sana y salva a Berry Hill donde, aconsejada y protegida por usted, nada tendré que temer.

¡

Adieu, mi siempre querido y honradísimo señor! No habrá felicidad para mí hasta que no me encuentre de nuevo con usted.

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