Evelina

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Parte Primera » Carta XVI

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De Evelina al señor Villars

Queen Ann Street, 14 de abril, mañana del jueves

Ayer, antes de que termináramos de comer, vino

madame Duval a tomar el té: su sorpresa no disminuirá al saber que eran casi las cinco, pues nunca comemos antes de que la jornada está casi terminada. La acomodaron en otra cámara hasta que la mesa fue retirada y luego la invitaron a tomar el postre con nosotros.

Venía acompañada de un caballero francés que nos presentó como

monsieur Du Bois; la señora Mirvan les recibió a ambos con su habitual cortesía, pero el capitán parecía muy contrariado y, tras un breve silencio, le dijo a

madame Duval con gran aspereza:

—¿Puede hacer el favor de decirme quién le ha pedido que trajera aquí a ese petimetre?

—¡Oh —exclamó—, no voy a ninguna parte sin él!

Se produjo otro breve silencio que dio por concluido el capitán cuando se dirigió rudamente al desconocido diciendo:

—Debe saber,

monsieur, que usted es el primer francés que permito entrar en mi casa.

Monsieur DuBois hizo una profunda inclinación. No habla inglés y lo entiende tan mal que imagino que pensó que estaba recibiendo un cumplido.

La señora Mirvan se las ingenió para cambiar el mal humor del capitán entablando una nueva conversación; pero descargando sobre ella la responsabilidad de llevarla adelante, se apoyó en el respaldo del diván, inmerso en un silencio únicamente interrumpido cuando se le ofrecía la oportunidad de pronunciar algún que otro comentario sarcástico sobre los franceses. Viendo que los esfuerzos por amenizar la tarde eran infructuosos, la señora Mirvan propuso una visita a Ranelagh.

Madame Duval accedió con alegría y el capitán, aunque lanzando improperios contra la impudicia de las mujeres, no opuso resistencia y así Maria y yo, corriendo, subimos a vestirnos.

Antes de que termináramos de arreglarnos, nos anunciaron que

sir Clement Willoughby se encontraba en el salón. Se había presentado con la excusa de informarse sobre nuestra salud y había entrado en la estancia con el aire desenfadado propio de una antigua amistad, aunque la señora Mirvan afirmó que se mostró incómodo al comprobar la frialdad con la cual había sido recibido tanto por el capitán como por ella misma.

Yo estaba

extremadamente aturdida ante la idea de volver a ver a aquel hombre y no quise bajar hasta que no me llamaron a tomar el té. Estaba inmerso en una discusión con

madame Duval y el capitán sobre las costumbres francesas y el argumento parecía tenerlo absorbido hasta tal punto que al principio no advirtió mi presencia en el salón. Conversaban con gran vehemencia; el capitán sostenía rudamente la superioridad de los ingleses bajo todos los puntos de vista y

madame Duval se negaba a reconocerlo absolutamente, mientras

sir Clement ejercitaba toda su capacidad dialéctica y sarcástica para secundar y reforzar las afirmaciones del capitán porque comprendió que el modo más eficaz de ganarse la amistad del patrón de la casa era enfrentarse a

madame Duval. Y en efecto, en poquísimo tiempo, tuvo ocasión de congratularse consigo mismo por su audacia.

Apenas me vio, inclinó la cabeza de modo muy respetuoso y manifestó su deseo de que mi salud no se hubiera visto mermada debido a la fatiga del

ridotto: mi única respuesta fue una ligera inclinación de cabeza, pues estaba muy avergonzada de toda aquella historia. Entonces se reincorporó a la discusión conduciendo hábilmente la conversación, provocando a

madame Duval y al mismo tiempo haciendo las delicias del capitán, de tal modo que no pude hacer otra cosa que admirar su retórica aunque censurando su argucia. La señora Mirvan, temiendo este tipo de antagonismos violentos, intentaba cambiar de discurso constantemente y quizá lo hubiera logrado si

sir Clement no hubiera intervenido impidiendo que se diera por concluido, sosteniéndolo con tanta jocosidad y sátira que conquistó el corazón del capitán, y sus conjuntos esfuerzos hicieron enojar a

madame Duval, atosigándola hasta el punto de hacerla temblar por la cólera.

Me alegré mucho cuando la señora Mirvan dijo que era hora de irnos.

Sir Clement se alzó para despedirse, pero el capitán le invitó cordialmente a participar de nuestra excursión. Dijo que tenía un compromiso pero que estaría encantado de renunciar para tener el placer de acompañarnos.

A continuación se produjo un poco de confusión a la hora de repartirnos en los carruajes: la señora Mirvan ofreció un puesto a

madame Duval en el suyo y propuso que nosotros cuatro viajásemos juntos; pero ella rehusó declarando que no iría tan lejos sin un hombre y se mostró sorprendida de que una dama tan educada pudiera hacer una propuesta tan

inglesa. Sir Clement Willoughby dijo que su carruaje esperaba en la puerta y rogó que le hicieran saber si podía ser de alguna utilidad. Finalmente se tomó la determinación de llamar a un carruaje de alquiler para

monsieur Du Bois y

madame Duval en el cual viajó también el capitán, y a petición suya,

sir Clement; la señora, la señorita Mirvan y yo hicimos el trayecto solas y en paz.

Estoy segura de que discutieron todo el camino porque cuando nos reencontramos en Ranelagh parecían todos enfadados; y aunque formamos varios grupos, todos, excepto yo, evitaban a la pobre

madame Duval, por lo que yo no me atreví a dejarla ni tan siquiera un instante. En realidad, creo que ella había decidido que yo no la abandonara porque no soltó mi brazo durante casi toda la velada.

La sala estaba tan llena que si no hubiera sido por la extraordinaria premura de

sir Clement Willoughby, no habríamos podido procurarnos un palco (así es como llaman a los reservados en forma de arco donde se toma el té) hasta que la mitad de las personas no se hubieran ido. Mientras tomábamos posesión de nuestros asientos, algunas damas que la señora Mirvan conocía se detuvieron a conversar y la convencieron para dar un paseo[21] con ellas.

¡Cuál fue mi sorpresa, cuando a su regreso pude ver que

lord Orville se había unido a su grupo! Las señoras prosiguieron con su paseo; la señora Mirvan se sentó y dirigió una vaga pero respetuosa invitación a

lord Orville para que tomara el té con nosotros, propuesta que, para mi gran consternación, aceptó.

Al verlo de nuevo sentí una indescriptible confusión al recordar la aventura del

ridotto; y la situación en la que me encontraba tampoco la mitigaba, ya que estaba sentada entre

madame Duval y

sir Clement, a quien parecía incomodarle la presencia de

lord Orville tanto como a mí. La verdad es que los continuos altercados y la mala educación tanto del capitán Mirvan como de

madame Duval hacía que me avergonzara de que me vieran en su compañía. Y la pobre señora Mirvan y su encantadora hijita tenían aún menos motivos de alegría.

Después de tomar asiento se produjo un silencio general: su aspecto —por diferentes motivos— impuso la prudencia en todos los presentes. No consigo imaginar por qué razón nos honró con su compañía a menos que, en efecto, tuviera curiosidad por comprobar si me había inventado alguna nueva impertinencia sobre él.

La primera en hablar fue

madame Duval:

—Es verdaderamente singular ver a las señoras asistir a un lugar tan refinado como Ranelagh con sombrero; les da un aspecto monstruosamente vulgar. No puedo imaginar la razón por la que lo llevan. En París sería impensable.

—En efecto —exclamó

sir Clement—, tengo que reconocer que no soy un apasionado de los sombreros; lamento mucho que las mujeres hayan inventado o adoptado una moda tan irritante, porque ante la belleza, únicamente sirve para enmascararla, y cuando ésta no existe, suscita una curiosidad totalmente superflua. Imagino que lo habrá inventado alguna damisela joven y caprichosa.

—Es probable —respondió el capitán— que fuera inventado por una vieja arrugada que pretendiera engañar a algún joven para que no se asustara.

—No sé aquí en Inglaterra —exclamó

madame Duval—, pero en París ninguna dama tiene que tomarse tantas molestias para llamar la atención.

—¡Vamos!, ¿pretende decir —rebatió el capitán— que no se hace distinción entre ancianas y jóvenes como ocurre aquí?

—No hacen diferencia alguna —respondió ella—. Son demasiado educados.

—¡Y sobre todo, estúpidos! —dijo el capitán despectivamente.

—¡Quisiera Dios —exclamó

sir Clement— que, por nuestro bien, también nosotros los ingleses fuéramos bendecidos con una ceguera tan oportuna!

—¿Por qué diablos eleva usted una plegaria semejante? —preguntó el capitán—. Son las primeras palabras necias que le he escuchado pronunciar; pero supongo que no está muy puesto en estas cuestiones. ¿Ha rezado alguna vez desde que era un mocoso?

—Sí, eso —exclamó

madame Duval—. No es más que otra de las infamias típicas de los ingleses: hablar de estas cosas. En París, nadie habla ni de religión, ni de política.

—Y entonces —respondió aquél— es señal de que no se preocupan de su alma más de lo que lo hacen por su patria, y por ello tanto una como otra pueden irse al diablo.

—Bueno, y aunque así fuera —insistió la mujer— ¿qué hay de malo en ello? No hay cosa más irritante que hablar siempre de ese tema y nadie que haya estado en el extranjero pierde el tiempo pensando en ello.

—Y dígame, por favor —continuó el capitán—, dado que está usted tan informada sobre estos asuntos, tenga la bondad de decirme cuáles son entonces sus preocupaciones. ¡Eh,

sir Clement! ¿No tenemos derecho a saber al menos esto?

—Una pregunta de sumo interés —añadió

sir Clement—. Espero ilustrarme mucho con la respuesta de la señora.

—Vamos, señora —prosiguió el capitán—, no se eche atrás ahora; responda de una vez, no se detenga a reflexionar.

—Le aseguro que no es esa mi intención —respondió ella— porque respecto a lo que hacen, por Dios, bastantes ocupaciones tienen, se lo aseguro, entre unas cosas y otras.

—Pero, ¿qué cosas,

qué cosas hacen estos famosos

monsieurs? —preguntó el capitán—. ¿No me lo puede decir? ¿Juegan a juegos de azar? ¿O acaso beben? ¿O quizá holgazanean? ¿Son tal vez unos bribones? ¿O pasan su tiempo haciendo ridículos cumplidos a las viejas?

—En cuanto a eso, señor… Pero ni siquiera me tomaré la molestia de responder a preguntas tan despreciables, así que no me pregunte más.

Y luego, con gran contrariedad por mi parte, dirigiéndose a

lord Orville, le preguntó:

—Y dígame, señor, ¿ha estado alguna vez en París?

Él se limitó a asentir con la cabeza.

—Y cuénteme, por favor, ¿le ha gustado, señor?

Esta pregunta de tan

sumo interés, como la habría definido

sir Clement, aunque le provocó una sonrisa, hizo también que titubeara. Pero su respuesta expresó su aprobación.

—Sabía que le gustaría, señor, porque parece usted un verdadero caballero. En cuanto al capitán y a aquel otro hombre, puede ser que no les agrade aquello que no conocen: porque supongo, señor, que no ha estado nunca en el extranjero, ¿verdad?

—Solamente tres años, señora —respondió secamente

sir Clement.

—¡Bueno, es sorprendente! Jamás lo habría imaginado; aunque estoy segura de que únicamente ha frecuentado ingleses.

—¿Por qué, dígame, a qué otros debería frecuentar? —gritó el capitán—. Supongo que le gustaría que se avergonzara de su propio país, como a ciertas personas, no muy lejanas, les gustaría que su país se avergonzara de ellas.

—Estoy convencida de que sería una excelente idea que también usted fuera al extranjero.

—¿Por qué piensa eso, señora? Vamos, por favor, dígame qué tendría de bueno.

—¡Pues bien! Un montón de cosas. Volvería siendo otra persona.

—¿Le gustaría, quizá, que aprendiera a hacer cabriolas? ¿A vestirme como un mono? ¿Y a ladrar estupideces en francés? Eh, ¿le gustaría esto? ¿Y que me empolvara, me embadurnara y me acicalara como ciertas personas?

—Lo que me gustaría es que aprendiera a ser más educado y que no le hablara a las mujeres de ese modo tan rudo y anticuado. Usted, señor, habiendo estado en París —dirigiéndose de nuevo a

lord Orville—, podrá decirle a este caballero inglés hasta qué punto sería despreciado si hablara de ese modo tan poco refinado delante de un extranjero. No hay barbero o zapatero que no se ruborizara estando en su compañía.

—¿Por qué fijarse, señora —respondió el capitán— en sus

erizacabellos y sus limpiabotas? Puede usted exagerar bien sus exquisitos modales, hágalo también; estoy contentísimo de que le gusten tanto, pero por lo que a mí respecta, como es usted tan generosa con sus consejos, debo decirle que no he frecuentado jamás gentuza de ese tipo.

—Vamos, señoras y señores —intervino la señora Mirvan—, como veo que muchos de ustedes ya han terminado el té, les invito a pasear conmigo.

Maria y yo nos levantamos inmediatamente;

lord Orville nos siguió, y me pregunto si no estábamos ya a la altura de la primera sala cuando los rabiosos litigantes se percataron de que habíamos abandonado el palco.

Dado que el marido de la señora Mirvan era parte importante de este desagradable altercado,

lord Orville evitó hacer cualquier comentario al respecto, así que se dio por zanjado el asunto y la conversación tomó un cariz más tranquilo y cordial, educado y alegre, y seguramente resultó extremadamente agradable para todos excepto para mí. Estaba ansiosa por presentarle mis disculpas a

lord Orville por la impertinencia del

ridotto de la cual seguramente me consideraba culpable y, sin embargo, no lograba encontrar el coraje suficiente para hablarle de una cuestión en la que me había comportado de modo tan terrible que casi no me atreví a pronunciar palabra durante el tiempo que estuvimos paseando. Además, la certeza de su negativa opinión me perseguía y me descorazonaba, haciéndome temer que pudiera malinterpretar cualquier cosa que dijera. De este modo, lejos de apreciar una conversación que en cualquier otra circunstancia habría podido complacerme, caminaba en silencio, incómoda y muy avergonzada. ¡Oh, querido señor! ¿Dejaré alguna vez de involucrarme en situaciones tan estúpidas y embarazosas? De no ser así, mereceré seguramente una mayor penitencia.

Fuimos alcanzados por el resto del grupo después de haber completado tres o cuatro vueltas alrededor de la sala, y en aquel punto estaban discutiendo tanto que la señora Mirvan manifestó su cansancio y propuso que regresáramos a casa. Nadie protestó.

Lord Orville se unió a otro grupo, después de haber ofrecido sus servicios que fueron rechazados por los caballeros. Nos dirigimos a una sala con vistas al exterior donde esperamos a que llegaran los carruajes. Se decidió que regresaríamos a la ciudad del mismo modo en que habíamos llegado a Ranelagh y, así,

monsieur Du Bois ayudó a

madame Duval a subir a un carruaje de alquiler, y se estaba preparando para seguirla cuando la mujer lanzó un grito saltando fuera del vehículo, diciendo que se había mojado el vestido. En efecto, después de examinarlo, se descubrió que el carruaje estaba en un pésimo estado. El tiempo había empeorado mucho y la lluvia había entrado en el vehículo, aunque todavía no sé cómo pudo suceder.

La señora y la señorita Mirvan y yo estábamos ya acomodadas, pero apenas el capitán se enteró de lo sucedido, sin ninguna ceremonia,

tuvo la delicadeza de ocupar inmediatamente el puesto vacío que quedaba en el coche, dejando que

madame Duval y

monsieur DuBois se las arreglaran solos. En cuanto a

sir Clement, su coche lo estaba esperando.

Rápidamente pedí permiso para ofrecer mi asiento a

madame Duval e hice ademán de levantarme, pero la señora Mirvan me detuvo, diciendo que después me vería obligada a regresar a la ciudad en compañía del extranjero o de

sir Clement.

—Oh, no se preocupen por la vieja bruja —exclamó el capitán—, es impermeable, respondo de ello; y además, dado que todos somos

ingleses, o al menos así lo espero, no recibirá tratamiento peor del que ella espera de nosotros.

—No pretendo defenderla —respondió la señora Mirvan—, pero dado que forma parte de nuestro grupo, no podemos irnos decorosamente, sin ayudarla.

—¡Jesús, querida mía! —exclamó el capitán, visiblemente complacido por el contratiempo de

madame Duval—. Se le desgarraría el corazón si recibiera un gesto amable por parte de un sucio inglés.

Pero la señora Mirvan se salió con la suya y todos bajamos del carruaje hasta que

madame Duval se procurara un vehículo mejor. La encontramos, asistida por

monsieur Du Bois, rodeada de criados y muy atareada adecentando su

negligé para impedir que se manchara de humedad, pues según decía estaba confeccionado con una nueva seda de Lyon.

Sir Clement Willoughby le ofreció su carruaje, pero la mujer estaba demasiado ofendida con sus injurias como para aceptarlo. Esperamos un rato, pero en vano, pues no era posible hacerse con un coche de alquiler. Finalmente, el capitán se dejó persuadir y acompañó a

sir Clement mientras a nosotras cuatro nos ayudaron a subir al carruaje de la señora Mirvan, no antes de que

madame Duval insistiera en hacerle un hueco a

monsieur Du Bois, a lo cual el capitán consintió sólo porque le hubiera resultado incómodo viajar junto a él en el coche de

sir Clement.

Nuestro grupo fue el primero en partir. Estuvimos callados y poco sociables, pues la dificultad que había entrañado la reubicación en los coches nos había fatigado e irritado. Igualmente silenciosas proseguimos, pero nuestro silencio duró bien poco porque no habíamos recorrido ni treinta yardas cuando todos dimos un grito al unísono… ¡Porque el carruaje había chocado!

Supongo que cada una pensó que estaba moribunda por los agudos alaridos que parecían salir de todas las bocas. El coche se detuvo, los criados corrieron en nuestro auxilio y nos sacaron del carruaje ilesos. La noche era oscura y húmeda, pero apenas había rozado el suelo cuando fui alzada de improviso por

sir Clement Willoughby, el cual me pidió permiso para ayudarme, aunque sin esperar a que éste le fuera concedido, me llevó en sus brazos de regreso a Ranelagh.

Se apresuró a preguntarme si había resultado herida en el accidente. Le aseguré que estaba perfectamente sana y salva, sin daño alguno, y le pedí que volviera con el resto del grupo ya que estaba muy ansiosa por saber si el resto había corrido la misma fortuna. Me contestó que estaba feliz de tener el honor de recibir mis órdenes y que las acataría con júbilo; pero insistió en conducirme antes a una estancia caldeada ya que no había podido evitar empaparme. No hizo caso de mis objeciones, sino que me obligó a seguirle hasta una habitación donde encontramos un hermoso fuego y algunas personas que esperaban un carruaje. Acepté inmediatamente una silla y después le imploré que fuera a ocuparse del resto.

Y en efecto, se fue; pero regresó al momento diciéndome que la lluvia era más copiosa que nunca y que había enviado a los criados a ofrecer su ayuda y a referir mi situación a los Mirvan. Estaba furiosa por el hecho de que no hubiera ido él mismo en persona, pero, dado que nuestra relación era tan superficial, no creí oportuno obligarle a hacer algo que fuera contra su voluntad.

Y bueno, aproximó una silla a la mía y, tras informarse nuevamente sobre mi estado, dijo en voz baja:

—Me perdonará, señorita Anville, si la ansiedad que siento por justificarme me induce a aprovecharme de esta oportunidad para admitir sinceramente la impertinencia con la que la atormenté en el

ridotto. Le aseguro, señora, que desde aquel mismo momento estoy arrepentido y afligido, pero debo decirle honestamente qué es lo que hizo que me atreviera a…

Se interrumpió, pero yo no dije nada porque pensé al instante en la conversación que la señorita Mirvan había escuchado casualmente y creí que tenía intención de referirme la parte en que

lord Orville hablaba de mí, y no deseaba en absoluto escucharlo de nuevo. Ciertamente, por el resto del discurso estoy convencida de que su intención era ésta; no sé con qué otro propósito sino aquel de atribuirse el mérito de haber hablado en mi defensa.

—Y sin embargo —continuó—, mis disculpas no hacen más que revelar mi ingenuidad y la falta de juicio y perspicacia. Me limitaré por tanto a implorar su perdón y a esperar que en un futuro…

En ese preciso instante el criado de

sir Clement abrió la puerta y con gran placer vi entrar en la estancia al capitán, a la señora y a la señorita Mirvan.

—Oh, oh —dijo el primero—, tienen aquí un hermoso cálido refugio; venimos a molestar. Eso, Lucy, Moll, venid junto al fuego y secad vuestros oropeles. Pero, eh, ¿dónde está la

vieja señora francesa?

—¡Por Dios! —exclamé—. Entonces, ¿

madame Duval no está con ustedes?

—¿Conmigo? No… gracias a Dios.

Estaba muy ansiosa por saber qué podía haberle ocurrido y, si me lo hubieran permitido, habría ido yo misma a buscarla, pero todos los sirvientes fueron enviados en su busca y el capitán dijo que podíamos estar seguros de que su

beau francés estaría cuidando de ella.

Esperamos un rato sin noticia alguna y muy pronto nos quedamos solos en la sala. Mi disgusto había aumentado hasta el punto de que

sir Clement se ofreció voluntariamente a buscarla. Pero en el momento en que abría la puerta, la mujer hizo su aparición, acompañada de

monsieur Du Bois.

—Estaba a punto de ir en su busca, señora —dijo

sir Clement.

—Verdaderamente, es usted extremadamente amable —respondió ella—, acudir cuando el daño ya está hecho.

Luego, entró… ¡en qué condiciones!… Completamente cubierta de fango y tan enfurecida que apenas podía hablar. Todos expresamos nuestra disposición ofreciéndole ayuda, excepto el capitán que, apenas la vio, estalló en una sonora carcajada.

Apiadándonos de ella, intentamos que no le escuchara colmándola de preguntas; y durante un tiempo funcionó porque estaba tan ofuscada por la cólera y la angustia que lo logramos sin demasiada dificultad. Le pedimos que nos relatara el incidente.

—¿Cómo? —repitió ella—. Sucedió porque todos se marcharon… y el pobre

monsieur DuBois… pero no ha sido culpa suya porque se encuentra en tan malas condiciones como yo.

Todas las miradas se dirigieron hacia

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