Evelina

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Parte Primera » Carta XVIII

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Evelina continúa

Esta mañana, apenas había terminado mi carta cuando llamaron violentamente a mi puerta y me hicieron bajar corriendo, y ¿a quién piensa que me encontré en el salón…? ¡A

lord Orville!

Estaba solo porque la familia aún no se había reunido para el desayuno. Se interesó primero por mi salud y luego por la de la señora y la señorita Mirvan con una ansiedad que me sorprendió mucho hasta que me explicó que le acababan de informar del accidente que habíamos sufrido en Ranelagh. Expresó su pesar con la mayor amabilidad y se lamentó de no haber tenido la fortuna de saberlo a tiempo para ofrecer su ayuda.

—Pero creo —añadió— que

sir Clement Willoughby tuvo el honor de asistirles, ¿no es cierto?

—Estaba con el capitán, señor.

—Escuché que formaba parte de su grupo.

Espero que aquel hombre frívolo no le haya dicho a

lord Orville que sólo me ayudó a mí. Pero él no continuó con el tema, sin embargo dijo:

—Espero que este incidente, aunque extremadamente infausto, no le haya impresionado hasta el punto de no honrar a Ranelagh con su presencia en el futuro.

—El tiempo de nuestra estancia en Londres, muy señor mío, está por concluir.

—¡De veras! ¿Partirá usted tan pronto?

—Oh, sí, mi señor. Nuestra permanencia aquí ya ha superado nuestras intenciones.

—¿Prefiere entonces el campo?

—Hemos venido a la ciudad, mi señor, sólo para reunirnos con el capitán Mirvan.

—¿Y la señorita Anville no muestra preocupación alguna ante la idea de que su ausencia pueda provocar una gran aflicción en ciertas personas?

—Oh, muy señor mío… estoy segura de que no pensará usted…

Me reprimí porque, en efecto, casi no entendía lo que pretendía decir. Supongo que mi estúpido embarazo fue el origen de cuanto sucedió a continuación porque él se aproximó a mí y, tomándome la mano, dijo:

—Estoy convencido de que cualquiera que vea a la señorita Anville una vez, ya no puede olvidarla.

Este cumplido —y más viniendo de

lord Orville— me sorprendió tanto que quedé sin habla, pero noté que me ruborizaba y por un momento permanecí en silencio y con la mirada baja; sin embargo, al instante recordé mi situación, retiré la mano y le dije que iba a ver si la señorita Mirvan estaba ya vestida. Él no opuso resistencia y me fui.

Les encontré a todos en la escalera y regresé junto a ellos para tomar el desayuno.

Desde aquel momento estoy enfadada conmigo misma por haber perdido una excelente oportunidad de disculparme por mi comportamiento en el

ridotto; pero a decir verdad, aquella aventura no me vino a la cabeza durante el breve

tête à tête que tuvimos. Pero si alguna vez me volviera a encontrar en la misma situación, sin duda le hablaré de ello, porque estoy preocupadísima ante la idea de que pueda pensar que soy una descarada o impertinente y casi me inmolaría por haberle creado aunque sea sólo la sombra de un motivo que le haga tener una opinión tan turbia de mí.

¿Pero no es extraño que me haya hecho un cumplido igual? De él no me lo hubiera esperado…, pero creo que la galantería es innata en todos los hombres, cualquiera que sea su calidad individual.

El desayuno fue la comida más agradable —si se puede llamar comida— desde que llegamos a la ciudad. Es más, si no hubiera sido por

madame Duval, Londres me gustaría muchísimo.

La conversación de

lord Orville es realmente deliciosa. Sus modos son tan elegantes, gentiles y modestos, que al momento se gana la estima y la complacencia general. Lejos de estar indolentemente satisfecho de sus propias virtudes, como —he observado— muchos hombres lo están, carece de cualquier arrogancia respecto a su rango, es asiduamente solícito en complacer y servir a todas las personas que se encuentren en su compañía, y aunque su éxito es constante, no muestra ni tan siquiera una pizca de vanidad.

Quisiera, queridísimo señor, que conociera usted a

lord Orville porque estoy segura de que le gustaría, y porque este deseo no me lo ha inspirado ninguna otra persona que haya conocido desde que llegué a Londres. A veces imagino que, cuando pase su etapa de juventud, se aplacará su jovialidad y dedicará su vida a favorecer al resto, quizá se asemeje a aquel que tanto amo y respeto. Su dulzura, educación y timidez actuales prometen para el futuro la misma benevolencia, dignidad y bondad. Pero no debo dilatarme sobre este tema.

Cuando se marchó

lord Orville —su visita fue muy breve— comencé a prepararme con gran reticencia para ir a reunirme con

madame Duval, pero la señora Mirvan le propuso al capitán que la invitara a cenar en Queen Ann Street, a lo cual él accedió prontamente porque dijo que quería preguntarle por su

negligé de Lyon.

La invitación fue aceptada y la esperamos de un momento a otro. Pero para mí es muy extraño que una mujer que es dueña absoluta de su propio tiempo, de su propio patrimonio y de sus propios actos, se exponga voluntariamente a la brutalidad de un hombre que ha decidido abiertamente hacer de ella su propio bufón. Pero esa mujer tiene pocas amistades e imagino que no sabrá cómo emplear su tiempo.

Me siento en deuda con la señora Mirvan, que ocupa sus horas de un modo tan desagradable para ella con el único propósito de favorecer mi felicidad. Cada discusión en la que se embarca su inmerecido marido le provoca sufrimiento e inquietud; estoy tan convencida de ello, que hasta le pedí que no enviara la invitación a

madame Duval, pero ella declaró que no podía tolerar que, mientras yo estuviera en la ciudad, transcurriese todo mi tiempo únicamente con ella. Es tan infinitamente bondadosa que podría jurar que es hija suya.

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