Evelina

Evelina


Parte Primera » Carta XIX

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Evelina continúa

16 de abril, mañana del sábado

Esta mañana,

Madame Duval vino acompañada de

monsieur Du Bois. Me sorprende que haya querido imponerlo en un lugar donde su presencia es tan poco apreciada y, ciertamente, es extraño que estén siempre juntos, aunque creo que no me hubiera percatado de ello si el capitán no estuviera siempre bromeando refiriéndose a él como

el figurín de la abuela.

Fueron ambos recibidos por la señora Mirvan con su habitual cortesía, mientras que el capitán, de modo muy irritante, la atacó inmediatamente diciendo:

—Vamos, señora, usted que ha vivido en el extranjero, por favor, respóndame a esto: ¿qué prefiere usted, la

acogedora estancia de Ranelagh, o el

baño frío que tomó después? Aunque, se lo aseguro, tiene usted tan buen aspecto que casi le aconsejaría que se diera otra zambullida.

Ma foi, señor —respondió ella—, nadie le ha pedido consejo, así que puede guardárselo para usted; además, aunque no lo crea, no es en absoluto una broma de buen gusto, y más cuando sabe que terminé completamente desaliñada, con un fuerte resfriado y con todas mis pertenencias arruinadas.

—¡Desaliñada, dice! Más bien

aliñada, diría yo. Venga, no menosprecie su hazaña: nunca se debe arruinar una hermosa historia. ¿Se da cuenta de que no le quedó ni un hilo seco de sus ropajes? ¡Por Jorge, no puedo recordarla sin estallar de risa! ¡Una pobre

damisela tan miserable, sucia y descuidada! ¡Y el pobre

monsieur Francia, aquí, como un perrito faldero…!

—Bueno, tan horrible era nuestra situación como pérfido fue usted al no habernos auxiliado, puesto que sabía perfectamente dónde nos encontrábamos, ya que estoy segura de que mientras me hallaba hundida en el fango escuché sus risotadas. Así que muy probablemente haya sido usted quien nos tiró, porque

monsieur Du Bois dice haber recibido un fuerte empujón, de lo contrario no hubiera caído.

El capitán rió de un modo tan escandaloso que me hizo sospechar que no era totalmente inocente de aquella acusación. Pero lo negó rotundamente.

—Y entonces, ¿por qué —continuó ella— si fue así, no acudió en nuestra ayuda?

—¿Quién, yo…? ¿Acaso pensaba que no recordaría que soy un

inglés, un sucio y salvaje

inglés?

—Muy bien, señor, muy bien: fui una tonta al esperarme otra cosa de usted, porque está exactamente en línea con el resto. Recuerde que ya quiso tirarme por la ventanilla del carruaje en nuestro primer encuentro; pero no volveré jamás a Ranelagh con usted, sobre esto no tengo duda, porque creo que si hubiera sido arrollada por caballos mientras yacía hundida en el barro, no habría movido un dedo para salvarme.

—¡Por Dios, no; de veras que no, señora, por nada del mundo! Soy muy consciente de su opinión sobre este país como para ofenderla pensando que un francés solicitaría mi ayuda para protegerle. ¿Acaso piensa que aquel

monsieur y yo nos intercambiaríamos la personalidad y que mientras él la empujaba al barro yo la socorrería? ¡Ja, ja, ja!

—Oh, muy bien señor, puede continuar riendo, es tan propio de usted…, y sin embargo, si el pobre

monsieur Du Bois no hubiera sufrido aquel percance, no hubiera necesitado el auxilio de nadie.

—Oh, le prometo señora, que jamás le concederé el mío; sabía muy bien cuál era mi sitio; y en cuanto al hecho de que se haya dado un chapuzón, o como lo quiera usted llamar, pues bien, es algo que les concierne únicamente a usted y al

monsieur, no es cosa mía.

—¿Y entonces? ¿Pretende hacerme creer que

monsieur Du Bois me jugó esa mala pasada a propósito?

—¡A propósito! Sí, por supuesto. ¿Quién lo duda? ¿Acaso cree usted que un

francés jamás da un paso en falso? Si se tratara de un zafio

inglés, en efecto, hubiera podido ser accidental: pero ¿qué sentido tienen todos aquellos brincos y cabriolas junto al maestro de baile, si ni siquiera consiguen mantener el equilibrio?

En medio de esta conversación hizo su aparición

sir Clement Willoughby. Cada vez que entra en casa, finge la desenvoltura propia de una antigua amistad y es precisamente esta

naturalidad, que a mí me deja atónita, la que encandila al capitán. En verdad, parece que consigue complacer todos los caprichos de ese señor.

Tras recibirlo cordialmente, dijo:

—Ha llegado justo a tiempo, mi querido muchacho, para moderar en la pequeña discusión que tenemos esta dama y yo; debe saber que ha intentado persuadirme de la idea de que no le ha gustado en absoluto el chapuzón que se dio la otra noche gracias al

monsieur.

—Confiaba —respondió

sir Clement con la máxima seriedad— en que la amistad existente entre esta señora y aquel caballero les habría salvaguardado de cualquier acción recíprocamente desagradable; pero quizá no habían discutido sobre ello con anterioridad; en tal caso, el caballero, debo reconocerlo, parece ser culpable de negligencia ya que, según mi modesta opinión, era su deber informarse previamente, antes de dejarla caer, si la señora prefería terreno blando o duro.

—Oh, muy bien, señores, muy bien —exclamó

madame Duval—, pueden intentar cuanto deseen meter cizaña entre nosotros; pero no soy tan crédula para dejarme engañar tan fácilmente, así que pueden dejar el asunto porque me he dado cuenta de sus intenciones.

Monsieur Du Bois, que apenas podía seguir el curso de la conversación, abogó por su causa en francés con gran solemnidad: esperaba, dijo, que los presentes hubieran al menos reconocido que no procedía de un país de bárbaros y que, por consiguiente, ofender voluntariamente a una dama para él era absolutamente imposible; y que, más bien, intentado, como era su deber, salvarla y protegerla, había sufrido a su vez un daño que había evitado referir, pero de cuyos efectos negativos se resentiría durante muchos meses; y luego, con un rostro exageradamente triste, añadió que esperaba que no fuera juzgado con prejuicio nacional dado que, por lo que recordaba, sufrió la desgraciada caída a consecuencia de un repentino y violento empujón y que, si bien se sentía turbado ante la acusación que estaba a punto de pronunciar, dicho empujón le fue propinado por una persona malvada con el propósito de hacerle daño, aunque no tenía intención de averiguar si ésta lo hizo simplemente para mortificarlo, induciéndole a dejar caer a la señora, o simplemente para arruinarle el vestido.

La señora Mirvan puso fin a la discusión proponiendo que asistiéramos todos al museo de Cox[24]. La aceptación fue unánime e inmediatamente se mandó llamar a los coches.

Mientras bajaba las escaleras,

madame Duval, muy acalorada dijo:

—¡

Ma foi, daría cincuenta guineas sólo por saber quién dio el empujón!

El museo es maravilloso y absolutamente soberbio; y sin embargo no me provocó un gran placer pues no es más que una sencilla exposición, por muy maravillosa que sea.

Sir Clement Willoughby, durante el paseo por la sala, me preguntó mi opinión sobre aquel brillante

espectáculo.

—Es muy bonito y bastante ingenioso —respondí—, sin embargo…, no sé por qué…, pero me parece que le falta algo.

—¡Excelente respuesta! —exclamó—. Ha definido usted exactamente mi sentir, aunque de un modo que yo jamás hubiera sabido expresar. Pero estaba convencido de que su gusto sería demasiado exigente como para ser satisfecho a expensas de la inteligencia.

—¡

Pardie —increpó

madame Duval—, ustedes dos son difíciles de contentar! Si no les gusta esto, no les gustará nada porque es el espectáculo más grandioso, hermoso y exquisito que haya visto jamás aquí en Inglaterra.

—Vamos —comentó el capitán con despectiva sonrisa—, supongo que coincide con su gusto francés. Es bastante probable, porque es una gran memez. Pero le ruego, amigo —dirigiéndose a la persona que describía los mecanismos—, ¿puede explicarme la utilidad de todo esto? Porque no soy adivino para descubrirlo.

—¡Utilidad, de verdad! —repitió

madame Duval con desdén—. ¡Jesús, si todo en esta vida tuviera que tener una utilidad…!

—Vamos, señor, en cuanto a esto, señor —respondió nuestro guía—, la habilidad del mecanismo…, la belleza de la manufactura…, la…, indudablemente señor, una persona con gusto puede entender fácilmente la utilidad de estas extraordinarias prestaciones.

—Y entonces, señor —contestó el capitán—, para usted una persona con gusto debe ser un petimetre o un francés, aunque en este caso es lo mismo.

Justo en aquel momento llamó nuestra atención una piña que, abriéndose repentinamente, reveló un nido de pájaros que inmediatamente rompieron a cantar.

—¡Bueno —exclamó

madame Duval—, éste es el objeto más bonito! He de decir que jamás he visto, en todos mis viajes, nada tan elegante.

—Escuche, amigo —dijo el capitán—, ¿no tendrá otra piña?

—¿Señor…?

—Porque, señor, si es así, tendrá que dárnosla sin pájaros porque, figúrese, yo no soy francés y me gustaría algo un poco más sustancioso.

Esta diversión concluyó con un concierto de música mecánica: no consigo explicarme de qué modo lo hacían, pero el resultado era muy agradable.

Madame Duval estaba en éxtasis y el capitán comenzó a realizar todo tipo de muecas ridículas, imitándola, atrayendo así la atención de todos los presentes. A mitad de la ejecución del

Himno de la coronación[25], mientras

madame Duval aplaudía al compás de la melodía y se prodigaba en halagos, pidió a viva voz un frasco de sales que una señora, temiendo que se tratara de un síncope, le ofreció amablemente y que el capitán le aplicó inmediatamente en la nariz a la pobre

madame Duval. La mujer aspiró involuntariamente tal cantidad de sales que el dolor y la sorpresa hicieron que lanzara un grito ensordecedor. Cuando se recuperó, se lo reprochó al capitán con su habitual vehemencia, pero él declaró haber tomado aquella iniciativa simplemente por amistad, ya que creyó, a juzgar por sus aspavientos en pleno éxtasis, que estaba a punto de sufrir un ataque de histeria. Dicha justificación no la aplacó en absoluto, y continuaron discutiendo violentamente; pero el único efecto que su rabia ocasionó en el capitán fue el de acrecentar su diversión. Ciertamente, se ríe y habla en público de modo tan escandaloso que a menudo consigue que nos avergoncemos de estar en su compañía.

A pesar de su rabia,

madame Duval no tuvo escrúpulos en volver a Queen Ann Street para cenar. La señora Mirvan había reservado localidades para la representación del Drury Lane Theatre y, aun incomodándole su compañía, invitó amablemente a

madame Duval a que se uniera al grupo. Pero ésta tenía un fuerte constipado y prefirió recuperarse. Lamenté su indisposición pero no me disgustó su ausencia porque es…, no debería decirlo…, pero es muy distinta a los demás.

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