Evelina

Evelina


Parte Primera » Carta XXI

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I

Evelina continúa

Necesitaría un volumen entero para relatar todas las aventuras de ayer. Por la tarde —en Berry Hill habría dicho por la noche porque eran casi las seis—, mientras la señorita Mirvan y yo estábamos arreglándonos para la ópera y estábamos muy alegres gozando con la excelente noche que nos prometíamos, oímos que un carruaje se detenía ante la puerta y dedujimos que era

sir Clement Willoughby, que con su diligencia habitual había venido para acompañarnos a Haymarket. Pero tras algunos instantes y para nuestra sorpresa vimos abrirse la puerta de nuestro dormitorio y a las dos señoritas Branghton entrar en la habitación. Se acercaron con gran familiaridad diciendo:

—¿Cómo estás, prima?… ¡Así que te hemos pillado delante del espejo!… ¡Esto tenemos que contárselo a nuestro hermano!

La señorita Mirvan, que no las había visto en su vida y, al principio, no se imaginaba quiénes eran, parecía tan aturdida que casi me hizo reír cuando la mayor dijo:

—Hemos venido para llevarla a la ópera, señorita. Mi padre y mi hermano esperan abajo y, de camino, tenemos que recoger a nuestra abuela.

—Lamento mucho —respondí— que se hayan tomado tantas molestias, pero ya estoy comprometida.

—¡Comprometida! ¡Jesús, señorita, no se preocupe! —exclamó la menor—, seguramente esta joven dama pedirá las oportunas disculpas en su nombre. Es muy simple, uno debe comportarse como le gustaría que se comportaran con uno mismo.

—En realidad, señora —dijo la señorita Mirvan—, también a mí me disgusta que se me prive esta noche de la compañía de la señorita Anville.

—Bueno, señorita, esto no es muy generoso por su parte —respondió la señorita Branghton—, considerando que únicamente lo hacemos para complacer a nuestra prima. Nosotras no obtenemos ningún provecho; es sólo por ella y usted no se imagina cuántas vueltas hemos dado para venir a buscarla.

—Se lo agradezco mucho —respondí— y lamento que hayan perdido tanto tiempo, pero no puedo hacer nada, porque me comprometí antes de saber que ustedes vendrían.

—Jesús, ¿qué quiere decir? —insistió la señorita Polly—. No es usted una vieja solterona para andarse con tantas formalidades: además, estoy segura de que las personas con las cuales se ha comprometido no tienen un parentesco tan estrecho como el nuestro.

—Le ruego no continúe apremiándome porque no está en mi mano el poder acompañarles.

—Vamos, hemos venido para eso desde la otra punta de la ciudad; además, su abuela la espera… y, dígame, ¿qué quiere que le digamos?

—Pueden decirle que lo lamento mucho…, pero que ya tengo un compromiso anterior.

—Y ¿con quién? —quiso saber la insolente señorita Branghton.

—Con la señora Mirvan… y varias personas más.

—Y dígame, por favor, ¿qué es eso tan importante que tiene que hacer con ellos para negarse a venir con nosotros?

—Vamos a… a la ópera.

—Oh, pobre de mí, ¿eso es todo? ¿Por qué no podemos ir todos juntos?

Me quedé totalmente desconcertada ante semejante descaro e ignorancia, aunque su mala educación hizo que me resultase menos penoso rechazar su propuesta. En efecto, iban vestidas de tal modo que resultaba imposible su plan de acompañarnos aun en el caso de que ése fuera mi deseo y, dado que no eran capaces de darse cuenta por sí mismas, me vi obligada a decírselo del modo menos humillante que encontré.

Se mostraron muy disgustadas y me preguntaron qué localidades habíamos reservado.

—En la platea —respondí.

—¡En la platea! —repitió la señorita Branghton—. Bueno, realmente debo admitir que jamás habría pensado que mi vestido no fuera el adecuado para una platea, pero ven, Polly, vámonos. Si la señorita no nos considera lo bastante distinguidas para ella, definitivamente puede elegir.

Sorprendida por su ignorancia, me habría gustado explicarles que la platea de la ópera exige el mismo protocolo que los palcos; pero estaban tan ofendidas que no quisieron escucharme y, muy enojadas, salieron de la habitación diciendo que sentían haberme molestado pero que no debería haberme comportado con tanta soberbia con mis propios parientes y que ellos tenían el mismo derecho a disfrutar de mi compañía tanto o más que un extraño.

Traté de disculparme e incluso intenté que le dieran un mensaje a

madame Duval, pero se marcharon apresuradamente sin escucharme y yo no pude seguirlas porque no estaba vestida. Las últimas palabras que les escuché pronunciar fueron éstas:

—Bah, le provocará a su abuela un acceso de cólera, esto es seguro.

Aunque estaba muy enfadada por aquella visita, me causó tal alegría ver que se marchaban que no me permití pensar más en ello.

Poco después llegó

sir Clement y todos bajamos al piso inferior. La señora Mirvan había mandado servir el té y estábamos enfrascados en una vivaz conversación cuando el criado anunció a

madame Duval que le había seguido hasta la sala.

Tenía el rostro escarlata y los ojos le brillaban por la furia. Se aproximó a mí con paso veloz diciendo:

—Y entonces, señorita, ¿se niega a venir conmigo, verdad? Y dígame, ¿quién se cree usted que es para osar desobedecerme?

Me asusté mucho. No respondí; intenté levantarme sin conseguirlo, así que permanecí sentada inmóvil y en silencio.

Todos, excepto la señorita Mirvan, parecían completamente estupefactos y el capitán, alzándose y acercándose a

madame Duval, dijo con voz autoritaria:

—Y dígame,

señora Fanfarrona, ¿quién la ha puesto tan furiosa?

—No le incumbe —respondió ella—, así que ya puede mantener la lengua quieta, porque le aseguro que no tengo que darle ninguna explicación.

—Entonces, fuera de aquí,

señora Cólera —rebatió él—, porque debe usted saber que en mi casa no permito que nadie se exalte, salvo yo.

—Y sin embargo lo hará —exclamó ella con rabia—, porque me enojaré cuanto quiera sin pedirle a usted permiso para ello, de modo que deje de vanagloriarse. En cuanto a usted, señorita —avanzando de nuevo hacia mí—, le ordeno que me siga inmediatamente, de lo contrario se arrepentirá toda su vida.

Y con estas palabras abandonó precipitadamente la estancia.

Estaba tan aterrorizada por sus palabras y amenazas, a las que no estoy acostumbrada en absoluto, que me habría desmayado.

—No se alarme, tesoro mío —dijo la señora Mirvan—. Quédese aquí; yo iré a hablar con

madame Duval e intentaré hacerla entrar en razón.

La señorita Mirvan cogió mi mano tiernamente e intentó animarme. Incluso

sir Clement se acercó con tal aire de preocupación por mi angustia que no pude hacer menos que agradecérselo. Tomándome la otra mano, dijo:

—Por amor de Dios, mi querida señora, procure serenarse; la violencia de esa miserable solamente debe provocar su desprecio; no tiene derecho alguno, imagino, de imponerle sus órdenes y me gustaría que me diera permiso para hablar con ella.

—¡Oh no! ¡Por nada del mundo! En efecto, creo…, temo… que será mejor que la siga.

—¡Seguirla! Por Dios, mi querida señorita Anville, ¿se encomendaría a una loca? Porque ¿de qué otro modo puede definirse a una criatura cuyas pasiones son así de insolentes? No, no; mande inmediatamente que le digan que abandone esta casa y que no desea volver a verla nunca más.

—¡Oh, señor! ¡No sabe lo que dice! Sería muy contraproducente para mí enviarle semejante mensaje a

madame Duval.

—Pero ¿por qué? —exclamó él mirándome con curiosidad—. ¿Por qué tiene tantos escrúpulos de tratarla como realmente se merece?

Entonces descubrí que su objetivo era averiguar la naturaleza de mi vínculo con aquella mujer; pero me daba tanta vergüenza reconocer el estrecho parentesco que me unía a ella que no pude responderle y simplemente me limité a suplicarle que lo dejara en manos de la señora Mirvan, que regresaba justo en ese momento.

Antes de que pudiera hablarme, el capitán dijo en voz alta:

—Y bien, comadre, ¿qué ha pasado con

madame Duval? ¿Se ha calmado ya? Porque, de lo contrario, se me acaba de ocurrir un modo excelente de convencerla.

—Mi querida Evelina —respondió la señora Mirvan—. He intentado en vano serenarla; he aludido a tu compromiso anterior y le he prometido una futura visita, pero lamento tener que decirte, tesoro, que temo que su cólera terminará con una total ruptura (que pienso que es mejor evitar) si continuamos oponiéndonos.

—Entonces iré con ella, señora —exclamé—. Y de cualquier modo ahora ya no me importa, porque por lo que se refiere a esta noche, no conseguiría encontrar el ánimo suficiente para divertirme en ninguna parte.

Sir Clement comenzó a lamentarse con vehemencia y a suplicarme que no fuera con ella, pero yo le imploré que desistiera y le dije, honestamente, que si mi presencia no era absolutamente indispensable, no quería que intentara persuadirme para que me quedara. Entonces tomó mi mano para acompañarme al piso inferior, pero el capitán le ordenó que se quedara tranquilo, y le dijo que me escoltaría él mismo, porque —añadió frotándose las manos— tengo un golpe bajo para la vieja que la tendrá en vilo todo el camino.

La encontramos en el salón.

—Por fin se digna a venir la señorita. ¡Vaya aires que se da usted!…

Ma foi, si se hubiera negado a venir, podía haberse quedado ahí para siempre, se lo aseguro, mendigando por su error.

—¡Hey, señora! —exclamó el capitán (avanzando enérgicamente y de un modo hilarante)—. ¿Qué? ¿Aún no se ha apagado su furia? Entonces le diré yo lo que tiene que hacer para calmarse; llame a su viejo amigo,

monsieur Resbalón, aquel que estaba con usted en Ranelagh, preséntele mis respetos y dígale que si algo le importa la salud de usted, que le dé una buena zambullida como la de aquella noche; él sabrá a qué me refiero y le garantizo que lo hará por mi amor.

—¡Que lo haga si se atreve! —exclamó

madame Duval—. Pero no perderé ni un minuto más en contestarle; es usted un tipo muy vulgar… Vamos, niña, dejémosle solo.

—Escuche esto, señora —respondió el capitán—. Es mejor que no me insulte porque, de lo contrario, no tendré inconveniente en mostrarle la puerta.

A ella le cambió el color y dijo:

Pardie, ya la encuentro yo sola.

Entonces se precipitó fuera de la habitación; yo la seguí y me subí en un carruaje de alquiler. Pero antes de partir, el capitán, mirando por la ventana del salón, gritó:

—¿Me escucha, señora?… No se olvide de mi mensaje para el

monsieur.

Entenderá usted que el trayecto no fue muy agradable; en verdad, sería muy difícil juzgar cuál de las dos se mostraba menos contenta,

madame Duval o yo, si bien los motivos de nuestro disgusto eran totalmente diferentes.

Madame Duval me asustó porque apenas acabábamos de salir de Queen Ann Street cuando un hombre, corriendo velozmente, detuvo el coche. Se acercó a la ventanilla y entonces comprobé que se trataba del criado del capitán. Tenía una gran sonrisa dibujada en el rostro y jadeaba para recuperar el aliento.

Madame Duval le preguntó qué quería.

—Señora —respondió él—. Mi patrón le manda sus respetos y… y… y dice que espera no tener más nada que ver con usted. ¡Je! ¡Je! ¡Je!…

Madame Duval se abalanzó hacia él propinándole un fuerte golpe en el rostro.

—Llévale esto como respuesta —gritó—. Y para otra vez, aprende a reírte de tus superiores. ¡Adelante, cochero!

El criado estaba enfurecido e imprecaba terriblemente, pero pronto estuvo fuera del alcance de nuestros oídos.

La cólera de

madame Duval era más aterradora que nunca e insultaba al capitán con tanta ira que temí que regresara a la casa con el único propósito de reconvenirlo, ya que amenazó con ello repetidas veces, y creo que lo hubiera hecho si, a pesar de la violencia de su rabia, no estuviera realmente asustada.

Cuando llegamos a su apartamento encontramos a todos los Branghton en el vestíbulo, esperando impacientes con la puerta abierta.

—¡Miren, aquí está la señorita! —exclamó el hermano.

—Está bien, debo admitir que no me lo esperaba —declaró la hermana menor.

—¡Vamos, señorita! —dijo el señor Branghton—. Pienso que podría usted haber venido con sus primas; pagar dos carruajes por un mismo trayecto es tirar el dinero por la ventana.

—Por Dios, padre —exclamó el hijo—. No diga eso; yo mismo pagaré el carruaje de la señorita.

—Sí, cómo no —respondió el señor Branghton—. Tú siempre dispuesto a gastar más que a ganar.

En ese momento intervine implorando que se me permitiera a mí pagar el trayecto, dado que el gasto lo había ocasionado yo; todos se negaron y se decidió que el mismo carruaje nos llevara a la ópera.

Mientras se desarrollaba esta escena, las dos señoritas Branghton examinaban mi vestido que, en realidad, era totalmente inadecuado para aquella compañía y, ya que prefería pasar desapercibida en medio de aquella comitiva, le pregunté a

madame Duval si podía procurarme un sombrero o una capota de alguna persona de la casa. Pero como ella nunca lleva ni lo uno ni lo otro y los considera accesorios muy ingleses y bárbaros, insistió en que fuera con aquella pomposidad, propia de la platea para la que realmente me había preparado, a pesar de mis objeciones.

Después nos apretujamos todos en el mismo carruaje, pero cuando llegamos a la ópera, me las ingenié para pagar al cochero. Protestaron, pero el comentario del señor Branghton me había convencido de que era mejor no estar en deuda con él.

Si no hubiera estado tan enojada, me habría reído mucho con su ignorancia ante todo lo que concierne a la ópera. En primer lugar, ni siquiera sabían por qué puerta debíamos entrar, así que estuvimos merodeando un buen rato sin saber a dónde ir; no quisieron preguntármelo a mí, aunque era la única persona del grupo que ya había asistido a una ópera lírica, porque se negaban a aceptar que la prima del campo, como se complacían en llamarme, conociera un lugar público londinense mejor que ellos. Todo aquello me resultaba indiferente si no fuera porque mi vestido, tan diferente de las personas que me acompañaban, llamaba la atención y provocaba los comentarios de la gente.

Poco después llegamos a una puerta con vigilantes. El señor Branghton preguntó dónde se pagaba. Aquéllos respondieron que en la platea, mirándonos con gran seriedad. Entonces, el hijo se adelantó y dijo:

—Señor, si no le molesta, me gustaría pagárselo a la señorita.

—Déjalo para otra ocasión —respondió el señor Branghton mientras sacaba una guinea.

Le dieron dos billetes de ingreso.

Entonces el señor Branghton se dirigió al vigilante preguntándole por qué le daba sólo dos billetes.

—¡Sólo dos, señor! —contestó el hombre—. ¡Vamos!, ¿no sabe usted que cada billete cuesta media guinea?

—¡Media guinea cada uno! —repitió el señor Branghton—. ¡No he escuchado nada igual en toda mi vida! Y, por favor, señor, dígame, ¿cuántas personas pueden entrar?

—Lo habitual señor, una persona por billete.

—¡Una persona media guinea!… Vamos, yo sólo quiero sentarme en la platea, amigo.

—¿No sería mejor que las señoras se sentaran en el gallinero, señor? Porque me parece complicado que quieran sentarse en la platea con esos sombreros.

—Oh, eso es lo de menos —exclamó la señorita Branghton—. Si nuestros sombreros son muy grandes, nos los quitaremos a la entrada. No me importa, porque me he peinado para la ocasión.

Dado que se acercaba otro grupo, el vigilante no podía seguir atendiendo al señor Branghton quien, recogiendo la guinea, le dijo que pasaría mucho tiempo antes de que volvieran a verle y se marchó. Las muchachas, con cierto embarazo, expresaron su sorpresa de que el padre no conociera el precio de la ópera, porque ellas lo habían leído en el periódico un millón de veces.

—Me basta con estar al tanto del precio de los fondos públicos; había dado por descontado que la ópera costaría lo mismo que el teatro.

—Yo sabía muy bien el precio —dijo el hijo—, pero no hablé porque pensaba que quizá nos harían un precio especial por venir en grupo.

Las hermanas comenzaron a reír con gran desprecio ante la ocurrencia del hermano y le preguntaron si acaso alguna vez había escuchado que hicieran descuento en un local público.

—No recuerdo si lo escuché —respondió él—. De lo que sí estoy seguro es de que si lo hicieran, no os gustaría tanto.

—Muy cierto, Tom —exclamó el señor Branghton—. Dile a una mujer que algo es razonable y entonces seguramente lo detestará.

—Bien —dijo la señora Polly—. Espero que la tía y la señorita estén de nuestra parte, porque padre siempre toma partido por Tom.

—Vamos —exclamó

madame Duval—. Si os quedáis aquí hablando, no encontraremos sitio.

Entonces el señor Branghton se informó de cómo acceder al gallinero y, cuando llegamos ante el vigilante, preguntó el precio.

—El precio habitual, señor —respondió el hombre.

—Entonces deme el cambio —contestó el señor Branghton entregando de nuevo su guinea.

—¿Para cuántos, señor?

—Pues…, veamos…, para seis.

—¿Para seis? Pero sólo me ha dado usted una guinea.

—¡Sólo una guinea! ¿Por qué? ¿Cuánto quiere usted? Espero que no sea también aquí media guinea por cabeza.

—No señor, sólo cinco chelines.

El señor Branghton recogió de nuevo su pobrecita guinea mientras declaraba que no se sometería a semejante imposición. Entonces yo propuse que regresáramos a casa, pero

madame Duval no consintió y una mujer que vendía programas para la ópera nos guió hacia otra entrada del gallinero donde, tras alguna que otra discusión, el señor Branghton finalmente pagó y todos pudimos subir.

Madame Duval se lamentaba de que las localidades estuvieran tan arriba, pero el señor Branghton le rogó que no pensara que éstas habían resultado tan económicas porque «a pesar de lo que usted crea», le dijo «le aseguro que he pagado el precio de la platea; así que no piense que estamos aquí por ahorrar dinero».

—Bah —intervino la señorita Branghton—. No se debe juzgar un puesto sin verlo; si así fuera yo podría decir que las escaleras no tienen nada de extraordinario.

Pero cuando entramos en el gallinero, el estupor y la desilusión nos embargaron a todos. Durante algunos instantes se miraron unos a otros enmudecidos, para después romper a hablar todos a la vez.

—¡Por Dios, papá! —exclamó la señorita Polly—. ¡Nos ha traído al gallinero de un chelín!

—Pero me sentiré feliz de daros dos chelines —respondió— para pagar. No he permitido que me estafen en toda mi vida. O el portero es un canalla o éste es el más grande abuso jamás impuesto al público.

Ma foi —exclamó

madame Duval—. En mi vida me había sentado en un sido tan repulsivo… ¡Caramba, sí que está alto!… No veremos nada.

—Antes —continuó el señor Branghton—, pensé que tres chelines eran un precio desorbitado para una localidad en el gallinero, pero como me habían pedido mucho más en las otras puertas, bah, pagué sin protestar; además pensé que seguramente no sería como otras zonas del gallinero… que estaría un poco sucio… y sin embargo me encuentro con que me han estafado como nunca antes.

—Parece el gallinero de doce peniques del Drury Lane —exclamó el hijo—; igual que dos gotas de agua. Que yo sepa, jamás habían timado a padre de este modo.

—Jesús —dijo la señorita Branghton— pensé que sería un lugar bonito…, no sé cómo…, y decorado con gusto.

Continuaron expresando su gran decepción hasta que se abrió el telón, tras lo cual sus comentarios pasaron a ser muy extravagantes. No tomaban en consideración las usanzas ni tan siquiera la lengua de otro país, sino que basaban sus críticas en compararlo todo con el teatro inglés.

A pesar de mi irritación por haber sido obligada a acompañar a un grupo tan desagradable, renunciando además a algo mucho mejor…, a algo completamente diferente…, me habría concedido el placer de escuchar, de olvidar todos los detalles desagradables, de deleitarme con la melodiosa voz del señor Millico[33], el primer tenor; pero ellos no me lo permitieron ya que no paraban de cuchichear constantemente.

—¿Pero qué jerigonza hablan? —exclamó el señor Branghton—. No consigo entender una sola palabra de lo que dicen. Díganme, por favor, ¿por qué motivo no pueden cantar en inglés?… Aunque imagino que, si pudieran entenderles, a toda esta gente tan distinguida ya no les gustaría.

—¡Qué movimientos tan artificiales! —dijo el hijo—. ¿Cuándo se ha visto a un inglés adoptar posturas tan antinaturales?

—Yo —comentó la señorita Polly— creo que es muy bonito, aunque no sé lo que significa.

—¡Jesús, no sabes lo que significa! —exclamó la hermana—. A uno le puede gustar una cosa sin necesidad de ser tan puntilloso… Mira cómo le gusta a la señorita, y no creo que ella les entienda mejor que nosotros.

Poco después, un caballero tuvo la amabilidad de hacernos un hueco en la primera fila a la señorita Branghton y a mí. Apenas nos habíamos sentado cuando la señorita Branghton exclamó:

—¡Por Dios! ¡Mire eso! ¡Caramba, Polly, todas esas personas de la platea van sin sombrero y con sus mejores galas!

—¡Jesús, es cierto! —respondió la señorita Polly—. ¡Bah, jamás he visto nada igual!… Vale la pena venir a la ópera, aunque sólo sea por verlas.

Entonces conseguí divisar la agradable compañía que había abandonado y vi que

lord Orville estaba sentado junto a la señora Mirvan.

Sir Clement tenía la mirada perennemente fija en el gallinero de cinco chelines donde pienso que imaginaba que estábamos sentados. Sin embargo, tengo razones para creer que me vio antes de que terminara el espectáculo, a pesar de estar en lo alto y a mucha distancia de él. Probablemente me reconoció por mi peinado.

Al finalizar el primer acto, cuando el telón verde cayó para permitir los preparativos del

ballet, pensaron que el espectáculo había terminado y el señor Branghton expresó su gran indignación por haber sido estafado a cambio de tan poco.

—Vamos, si un inglés cometiera una imprudencia como ésta —dijo— sería lapidado; pero claro, uno de estos

señoritingos extranjeros puede actuar a sus anchas, venir aquí, aullar una o dos canciones y luego llevarse nuestro dinero sin tanta ceremonia.

Estaba tan decidido a quedar descontento que antes de la conclusión del tercer acto, encontró aún más defectos en la ópera lírica porque era demasiado larga y se preguntaba si pensaban que sus canciones eran tan buenas como para alargarlas hasta la cena.

Durante la obertura de un aria del señor Millico, en el segundo acto, el joven señor Branghton dijo:

—¿Es cosa mía o ese tipo pretende cantar otra canción?… Pero ¿es que no saben hacer otra cosa que cantar?… Me pregunto cuándo hablarán.

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