Evelina

Evelina


Parte Primera » Carta XXI

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Esta aria, lenta y dramática, concentró toda mi atención, así que me incliné hacia adelante para evitar oír sus comentarios y poder escuchar sin que me interrumpieran, pero, al girarme cuando el aria terminó, descubrí que estaba siendo el objeto de burla de todo el grupo. Las señoritas Branghton, en efecto, estaban desternillándose y los dos caballeros hacían muecas y aspavientos en mi dirección, dando a entender que despreciaban mi petulancia. Dicho descubrimiento hizo que fingiera su misma indiferencia, no sin gran fastidio por mi parte, ya que estaban impidiendo que gozara del único placer que, con aquella compañía, me estaba permitido.

—Por lo que veo, señorita —dijo el señor Branghton—, sigue usted la moda. ¿Así que le gusta la ópera, eh? Bueno, pues yo no soy tan refinado; no me gustan las tonterías, aunque estén de moda.

—Por favor, señorita —insistió el hijo—. ¿Qué es lo que hace que este tipo esté tan compungido mientras canta?

—Probablemente porque el personaje que interpreta está muy afligido.

—Entonces creo que podría también dejar de cantar hasta que no se encuentre de mejor humor; no resulta natural que alguien cante si es infeliz. Yo no canto más que cuando estoy alegre, y sin embargo la música me gusta tanto como a cualquier otra persona.

Cuando se cerró el telón, se pusieron todos muy contentos.

—¿Le ha gustado?…, ¿y a usted? —se preguntaban los unos a los otros mirándose con gran desprecio.

—Por mi parte —exclamó el señor Branghton— me han engañado una vez, y si se me ocurriera volver en el futuro, como castigo, doy permiso para que me hagan perder el juicio al son de las canciones, porque en mi vida he escuchado tal cúmulo de despropósitos: no he encontrado ni un gramo de sentido común en toda la ópera, simplemente un continuo chirrido y alboroto, de principio a fin.

—Si hubiera estado en la platea —comentó

madame Duval— me habría gustado muchísimo, porque la música es mi pasión, pero habernos sentado en un sitio como éste es absolutamente intolerable.

La señorita Branghton, mirándome, declaró que era lo bastante distinguida como para apreciarlo.

La señorita Polly confesó que, si hubieran cantado en inglés, le habría gustado muchísimo.

Al hermano le hubiera encantado comenzar una pelea en el teatro porque así les habrían devuelto su dinero.

Y finalmente se pusieron todos de acuerdo en que era monstruosamente caro.

Durante el último

ballet pude ver a

sir Clement Willoughby que estaba de pie junto a la entrada del gallinero, lo cual me irritó bastante pues habría dado lo que fuera por evitar que me viera; mi principal objeción derivaba del temor de que escuchara a la señorita Branghton llamarme prima. Me preocupa que piense usted que este viaje a Londres me haya vuelto muy soberbia, pero esta familia es tan maleducada y vulgar que me avergonzaría igualmente de este parentesco tanto en el campo como en cualquier otro lugar. Y ya estaba tan enfadada de que

sir Clement hubiera sido testigo del poder que

madame Duval ejerce sobre mí que no podía soportar exponerme a ulteriores mortificaciones.

Cuando los asientos empezaron a vaciarse porque las personas se marchaban,

sir Clement se acercó aún más; las dos señoritas Branghton miraron con sorpresa al elegante caballero que entraba en el gallinero y me dieron motivos para suponer que de haberse unido a nosotros, habrían intentado atraer su atención ostentando gran familiaridad conmigo, así que discurrí un plan para impedir cualquier conversación. Temo que usted lo considere erróneo, y ahora lo pienso yo también…, pero en ese momento pensé que era el único modo de evitar una momentánea humillación.

Apenas se encontró a dos asientos de distancia de nosotros, se dirigió a mí:

—Estoy muy contento, señorita Anville, de haberla encontrado porque las señoras de abajo ya tienen a su humilde acompañante, así que he venido aquí para ofrecer mis servicios.

—Está bien, entonces —exclamé (no sin dudar)—, si le parece… me reuniré con ellas.

—¿Me concede usted el honor de acompañarla? —preguntó con fervor y, tomándome precipitadamente la mano, se disponía a salir conmigo, pero yo me volví hacia

madame Duval y le dije:

—Dado que somos tantos, señora, si me da usted permiso, bajaré con la señora Mirvan para no saturar su carruaje.

Y sin esperar su respuesta, dejé que

sir Clement me acompañase fuera del gallinero.

Madame Duval, no tengo dudas, estará muy enojada y también ahora lo estoy yo conmigo misma, así que no debo sorprenderme: pero el señor Branghton, estoy segura, tendrá fácil consuelo al haberse ahorrado el coste añadido de acompañarme hasta Queen Ann Street: en cuanto a las hijas, no tuvieron tiempo de hablar, pero me percaté de que se quedaron absolutamente atónitas.

Mi intención era la de reunirme con la señora Mirvan y regresar a casa con ella.

Sir Clement se mostró vivaracho y de muy buen humor y, durante el trayecto, confieso que fui lo suficientemente estúpida como para alegrarme en secreto de que mi plan hubiera funcionado y sólo cuando llegamos al final de la escalera y me vi rodeada de tantos criados comprendí que era muy difícil que pudiera encontrar a mis amigos.

Entonces le pregunté a

sir Clement qué podía hacer para informar a la señora Mirvan que había dejado a

madame Duval.

—Me temo que resultará casi imposible encontrarla —respondió—. Pero no puede tener objeción alguna en permitirme que yo la acompañe sana y salva a casa.

Luego ordenó a su lacayo, que estaba esperando, que acercara el coche.

Esto me asustó; me giré precipitadamente hacia él y le dije que no tenía intención alguna de marcharme sin la señora Mirvan.

—¿Pero cómo la vamos a encontrar? —exclamó él—. ¿No pretenderá ir usted misma hasta la platea? Y no es posible mandar allí a un criado o que vaya

yo dejándola aquí sola.

La verdad de esta afirmación era indiscutible y me hizo enmudecer. Sin embargo, apenas me recuperé, decidí no subir al carruaje y le dije que era mejor reunirme de nuevo con el grupo que estaba en lo alto de las escaleras.

Sir Clement no quiso escucharme y me suplicó ansiosamente que no le arrebatara la confianza que había depositado en él.

Mientras hablaba, divisé a

lord Orville que, acompañado de varias damas y caballeros, salía del vestíbulo de la platea; por desgracia, también él me vio; dejó plantados a sus amigos, vino inmediatamente a mi encuentro y, con una expresión y una voz que manifestaban gran sorpresa dijo:

—¡Por Dios, pero si está aquí la señorita Anville!

En aquel momento comprendí la locura de mi plan y lo insólito de mi situación, pero me apresuré a decirle, aunque vacilando, que estaba esperando a la señora Mirvan; ¡pero cuál fue mi contrariedad cuando me comunicó que ya se había marchado a casa! Se apoderó de mí una angustia indescriptible: no toleraba que

lord Orville pudiera pensar que estaba encantada bajo la exclusiva protección de

sir Clement Willoughby, y sin embargo, estaba más reacia que nunca a regresar en compañía de personas que no quería que conociera. Me quedé por un momento desconcertada y no pude por menos que exclamar:

—¡Oh, Dios mío!, ¿qué puedo hacer?

—¿Por qué, mi querida señora —preguntó

sir Clement— está usted tan disgustada…? Llegará a Queen Ann Street casi al mismo tiempo que la señora Mirvan y supongo que no tendrá duda de que lo hará sana y salva.

No respondí y entonces

lord Orville dijo:

—Mi carruaje está aquí mismo y mis criados dispuestos a recibir cualquier orden que tenga el honor de recibir de la señorita Anville. Yo regresaré a casa con un palanquín y así…

¡Cuán agradecida le estoy por haber hecho una propuesta tan prudente y con tanta delicadeza! La habría aceptado encantada, pero

sir Clement ni siquiera permitió que finalizara su discurso; le interrumpió con evidente irritación y dijo:

—Muy señor mío, mi carruaje se encuentra esperando en la puerta.

Y precisamente en ese momento llegó su lacayo anunciando que el carruaje estaba listo. Él me imploró que le concediera el honor de acompañarme al coche e intentó tomar mi mano, pero yo la retiré mientras le decía:

—¡No puedo…, no puedo, de veras! Se lo ruego, vaya usted solo… y deje que yo alquile un palanquín.

—¡Imposible! —exclamó él con vehemencia—. No tengo intención de dejarla en manos de sirvientes desconocidos…, no puedo responder de ello ante la señora Mirvan…, vamos, mi querida señora, estará en casa en sólo cinco minutos.

Me quedé de nuevo indecisa. En ese momento habría sido capaz de hacer un pacto con mi orgullo y regresar con

madame Duval y los Branghton, a cambio de no haberme encontrado con

lord Orville. Pero me queda el consuelo de que no sólo se percatara sino que además se compadeciera de mi embarazo porque dijo con un tono insólitamente dulce:

—Ofrecerle mis servicios en presencia de

sir Clement Willoughby sería superfluo; pero espero que no tenga necesidad de reiterarle a la señorita Anville cuán felicísimo me habría hecho haberle sido mínimamente útil.

Hice una reverencia para expresarle mi aprecio.

Sir Clement me apremiaba para que nos fuéramos y, mientras con gran aturdimiento trataba de decidir qué hacer, creo que terminó el

ballet porque la gente comenzó a agolparse en las escaleras. Si en aquel momento

lord Orville hubiera repetido su oferta la habría aceptado, a pesar de la hostilidad de

sir Clement; pero imagino que pensó que habría sido una impertinencia. Tras unos minutos escuché la voz de

madame Duval, que bajaba del gallinero.

—Bueno —me apresuré a decir— si tengo que ir…

Me detuve, pero

sir Clement me ayudó rápidamente a subir al carruaje mientras decía en voz alta «Queen Ann Street» y subía también.

Lord Orville, con una inclinación de cabeza y una media sonrisa, me deseó buenas noches.

Tal era mi preocupación porque

lord Orville me hubiera visto y me dejara en esa extraña situación, que habría preferido permanecer en silencio durante el trayecto hasta la casa, pero

sir Clement se esmeró en evitarlo.

Comenzó a lamentarse de mi rechazo a confiar en él, interesándose por el motivo. Esta pregunta me confundió hasta el punto de no saber qué contestar, y me limité a decir que no quería causarle ninguna molestia acaparando su tiempo.

—Oh, señorita Anville —exclamó tomando mi mano—. Si usted supiera con cuanto frenesí le dedicaría no sólo el tiempo presente sino también aquel que el futuro me destine, no cometería el error de disculparse de este modo.

No conseguí encontrar las palabras para responder a éste y a otros muchos discursos igualmente encantadores con los que prosiguió, aunque sí habría retirado la mano gustosamente y efectivamente no dejé de intentarlo, pero en vano, porque en realidad la había aferrado con ambas manos haciendo caso omiso de mi oposición.

Luego dijo que le parecía que el cochero había equivocado el camino y le llamó para darle nuevas indicaciones. Después, dirigiéndose nuevamente a mí:

—¡Cuántas veces, con qué perseverancia he buscado una oportunidad como ésta para hablarle sin la presencia de ese bárbaro del capitán! Ahora la fortuna me ha gratificado amablemente con esta ocasión y permítame —aferrándome de nuevo la mano—, ¡permítame que la utilice para decirle que la adoro!

Ante tal imprevista e inesperada declaración quedé totalmente aturdida. Durante algunos instantes permanecí en silencio, pero cuando me recuperé de la sorpresa, dije:

—Señor, si estaba usted decidido a hacer que me arrepintiera de haberme alejado de mi grupo de un modo tan estúpido, claramente lo ha conseguido.

—Vida mía —exclamó—. ¿Es posible que sea tan cruel? ¿Su naturaleza y su rostro pueden ser tan diametralmente opuestos? ¿Puede el dulce rubor de esas cautivadoras mejillas, que obedece tanto a su índole generosa como a su belleza…?

—Oh, señor —le interrumpí— es muy bonito su alegato pero esperaba que este tipo de discurso se hubiera dado por terminado en el

ridotto y no me gustaría que lo retomara tan pronto.

—Todo lo que dije entonces, mi dulce acusadora, fue debido al efecto de una errada y profana percepción: que su intelecto no entraba en competición con su hermosura. Pero ahora que la encuentro igualmente incomparable en ambos, cada palabra, cada plática, no podría jamás reflejar la admiración que despierta en mí.

—Efectivamente, si no hablara de un modo y pensara de otro, no tendría duda alguna de que no daría crédito a estos elogios tan por encima de mis méritos.

Estas palabras, pronunciadas con solemne seriedad, provocaron aún más vehemencia en sus protestas y una desaprobación más exaltada por mi parte, hasta que advertí con sorpresa que aún no habíamos llegado a Ann Queen Street y le imploré que ordenara al cochero que acelerara la marcha.

—Y este breve instante —exclamó él—, el más feliz que haya vivido jamás, ¿le parece usted tan eterno?

—Temo que el hombre haya equivocado el camino —respondí—; de lo contrario hace tiempo que habríamos llegado a nuestro destino. Debo implorarle que hable con él.

—¿Me considera tan enemigo de mí mismo?… Si mi buen ingenio ha inspirado en ese hombre el deseo de alargar mi felicidad, ¿de verdad espera que me oponga a su indulgencia?

Entonces, comencé a sospechar que había sido él quien había ordenado a aquel hombre que tomara un camino equivocado. Dicha idea me alarmó hasta el punto de que, en el mismo momento que tomé conciencia de ello, bajé la ventanilla e intenté precipitadamente abrir la puerta del carruaje con la intención de saltar, pero

sir Clement me aferró con fuerza mientras gritaba:

—¡Por amor de Dios!, ¿qué hace?

—Yo… no sé —exclamé sin aliento—, pero estoy convencida de que este hombre ha confundido el camino y si usted no quiere hablar con él, estoy decidida a bajarme del coche.

—Me deja usted atónito —respondió (teniéndome siempre sujeta)—. No comprendo su temor. ¿No dudará usted de mi honor, verdad?

—Y mientras hablaba, me abrazaba cada vez con más fuerza. Yo me aterroricé y a duras penas conseguí decir:

—No, señor, no…, absolutamente…, es sólo que la señora Mirvan…, creo que estará preocupada.

—¿Y de dónde proviene esta inquietud, mi queridísimo ángel?… ¿Qué teme realmente?… Mi vida entera está dedicada a adorarla, ¿cómo puede, entonces, dudar de mi protección?

Y tras estas palabras besó apasionadamente mi mano.

Jamás, en toda mi vida, he sentido tanto miedo. Me aparté de él con fuerza y sacando la cabeza por la ventanilla, grité al cochero que se detuviera. En qué lugar nos hallábamos en ese momento, no lo sé, pero no se veía a ningún ser humano, pues de lo contrario habría pedido auxilio.

Sir Clement, con gran ímpetu, intentó serenarme y hacer que volviera en mí.

—¡Si no tiene intención de asesinarme —exclamé—, por misericordia, por piedad, déjeme salir!

—Tranquilícese, mi vida —respondió—. Haré lo que me pida.

Entonces él mismo le gritó al cochero que aligerara la marcha hacia Ann Queen Street.

—Este estúpido —continuó— seguramente ha malinterpretado mis órdenes; pero espero que ahora esté totalmente satisfecha.

No respondí, pero permanecí con la cabeza apoyada en la ventanilla observando el camino que tomaba, aunque sin sentir alivio alguno, dado que para mí todos eran iguales.

Llegados a ese punto,

sir Clement se explayó en abundantes declaraciones de honor y respeto, implorando mi perdón por haberme ofendido y suplicándome que no tuviera un mal concepto de él; pero yo permanecí en silencio ya que tenía demasiado miedo como para reprocharle y demasiada rabia para hablarle en un tono calmado.

De este modo recorrimos varios caminos hasta que finalmente, con gran terror por mi parte, ordenó al cochero que se detuviera y dijo:

—Señorita Anville, ahora nos encontramos a una distancia de veinte yardas de su casa, pero no soporto separarme de usted hasta que su noble alma no me haya perdonado generosamente por el disgusto que le he ocasionado, y me prometa que no contará nada de lo sucedido a los Mirvan.

Yo vacilé, combatiendo entre el temor y la indignación.

—Su renuencia a hablar duplica mi contrición por haberla ofendido, porque me hace desconfiar de una promesa que realmente no quiere cumplir.

—Estoy muy, muy confusa —exclamé—. Me pide que le haga una promesa que usted debería comprender que no puedo conceder y que, sin embargo, no me atrevo a rehusar.

—¡Adelante! —gritó al cochero—. Señorita Anville, no quiero apremiarla; no pretendo ninguna promesa, pero me encomiendo enteramente a su generosidad.

Esto cuando menos me ablandó; apenas intuyó esta ventaja, decidió aprovecharla porque se arrodilló y me imploró con tanta sumisión que me vi realmente obligada a perdonarlo porque su humillación me avergonzaba; tras lo cual no me dejó en paz hasta que no le di mi palabra de que no me lamentaría de él a la señora Mirvan.

Mi locura y mi soberbia, que me hicieron caer en su poder, fueron justificaciones que no pude por menos que considerar a su favor.

Pero estaré particularmente atenta a no cometer nuevamente el error de quedarme a solas con él.

Cuando finalmente llegamos a casa me sentí tan alegre que seguramente le habría perdonado en ese momento si no lo hubiera hecho ya. Mientras me ayudaba a subir las escaleras, reprendió con rabia y a voces a su criado por haberse desviado del camino. La señorita Mirvan vino corriendo a mi encuentro, y a quién se imagina que vi detrás de ella, sino a… ¡

lord Orville!

Y en ese momento, toda mi felicidad se desvaneció dando paso a la vergüenza y a la confusión porque no podía soportar que supiera cuánto tiempo habíamos estado a solas

sir Clement y yo, ya que no era libre para aducir ninguna razón.

Todos expresaron su satisfacción al verme y dijeron que estaban extremadamente preocupados y sorprendidos de que hubiera empleado tanto tiempo en llegar a casa, dado que sabían por

lord Orville que ya no me encontraba en compañía de

madame Duval.

Sir Clement, fingiendo un gran enfado, explicó que el imbécil de su criado había entendido mal sus órdenes y nos había llevado a la otra punta de Piccadilly. Yo por mi parte me limité a sonrojarme pues, si bien no quería incumplir mi palabra, despreciaba avalar una versión que yo misma no creería.

Lord Orville, con gran amabilidad, se alegró de que la noche hubiera terminado felizmente para mí y dijo que le habría resultado imposible regresar a su casa sin tener la certeza de que yo estaba sana y salva.

Poco después se despidió al igual que

sir Clement. Apenas se fueron, la señora Mirvan, aunque con gran dulzura, me reprochó que hubiera dejado la compañía de

madame Duval. Le aseguré, y con total sinceridad, que en el futuro sería más prudente.

Las aventuras nocturnas me desconcertaron hasta tal punto que no conseguí dormir en toda la noche. Temo que

lord Orville piense que mi presencia en las escaleras del gallinero junto a

sir Clement fuera premeditada, e incluso, que el haber prolongado nuestro viaje en el carruaje contaba con mi aprobación ya que no había dicho ni una sola palabra sobre el tema y ni siquiera había expresado mi disgusto por el supuesto error del cochero.

Sin embargo, el hecho de que viniera aquí a esperar nuestra llegada, aunque parece presuponer una desconfianza, por otro lado demuestra también cierta ansiedad. Ciertamente, la señora Mirvan dice que parecía excesivamente ansioso y no simplemente extrañado o impaciente por mi regreso. Si no temiera pecar de vanidosa, pensaría que no es del todo imposible, a menos que sospechase de las verdaderas intenciones de

sir Clement y simplemente estuviera preocupado por mí.

¡Qué carta más larga! En cualquier caso, ya no escribiré mucho más desde Londres porque esta mañana el capitán dijo que partiremos el próximo martes. Hoy cenará aquí

madame Duval, así que se le comunicará esta intención.

Me sorprende mucho que haya aceptado la invitación de la señora Mirvan porque ayer estaba muy enojada. Así que imagino que hoy seré el objeto principal de su ira; me someteré con paciencia porque no puedo defenderme.

Adieu, mi querido señor. Si esta carta le provocara algún disgusto, me arrepentiría más que nunca de la desconsiderada imprudencia que refiere.

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