Evelina

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Parte Segunda » Carta II

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Evelina continúa

13 de mayo

Las maniobras del capitán ya han dado comienzo, y, espero, pronto terminen, porque, verdaderamente, la pobre

madame Duval tiene sobradas razones para lamentar la visita de

sir Clement a Howard Grove.

Ayer por la mañana, durante el desayuno, cuando el capitán leía el periódico,

sir Clement repentinamente le rogó que mirara si traía noticias de un suceso que había presenciado la tarde antes de su viaje aquí, concerniente a un pobre francés que se vio en un apuro que le podía costar la vida.

El capitán le pidió detalles, y entonces

sir Clement contó una larga historia, explicando que estando con un grupo de amigos en la Torre, oyeron una voz que pedía socorro en francés, y que al preguntarle acerca de su desasosiego, fueron informados de que le habían prendido acusado de prácticas de traición contra su gobierno.

Y continuó:

—El pobre hombre, en cuanto se dio cuenta de que yo hablaba francés, me suplicó que le escuchara, manifestando su inocencia; que llevaba muy poco tiempo en Inglaterra, y que esperaba el regreso del campo de una señora para marcharse definitivamente.

La señora Duval cambió de color, escuchando con la mayor atención.

—Ahora bien, aunque de ninguna manera apruebo la invasión de extranjeros que padecemos —añadió dirigiéndose al capitán—, yo hubiera querido ayudar al pobre hombre, pues no sabía suficiente inglés para plantear su defensa; pero la multitud no me permitió intervenir. En verdad, temo que le hayan maltratado.

—¿Por qué?, ¿le echaron al agua? —dijo el capitán.

—Algo así —contestó él.

—¡Tanto mejor —dijo el capitán—, indecentes franceses! Le apuesto a que es un bribón. Sólo deseo que todos sus compatriotas corran la misma suerte.

—¡Desearía con toda mi alma que hubiera estado usted en su lugar! —dijo la señora Duval, calurosamente—. Pero dígame, señor, ¿nadie sabe quién era ese pobre hombre?

—Sí, yo oí su nombre —contestó

sir Clement—, pero no lo recuerdo.

—¿No era…, no era… Du Bois? —tartamudeó con voz apagada la señora Duval.

—Ese mismo, ese nombre era —contestó él—, sí, Du Bois…, ahora lo recuerdo.

A

madame Duval se le cayó la taza de las manos, mientras repetía:

—¡Du Bois! ¿

Monsieur Du Bois, ha dicho?

—¡Du Bois! Pero si ése es mi amigo —dijo el capitán—.

Monsieur Resbalón, ¿no? ¿Pero ese fastidioso sujeto está metido en este asunto? Sin duda no habrá tenido bastante.

—Y yo juro —dijo la señora Duval— que es usted un… ¡Pero no creo una palabra de esto! ¡No se alegre tanto, me atrevo a decir que no era

monsieur DuBois!

—Creo haber visto antes a ese caballero —dijo

sir Clement, muy serio—, y ahora que recuerdo, creo que estaba con usted señora.

—¿

Conmigo, sir? —dijo

madame Duval.

—¿De veras? —dijo el capitán—, ¡pues entonces es él, tan seguro como que está usted vivito y coleando! Pero, amigo mío, ¿qué harán con el pobre

monsieur?

—Es difícil saber —contestó

sir Clement, con aire pensativo—, pero puedo suponer que si no tiene buenos amigos que respondan por él, se encontrará en una situación muy desagradable; son asuntos muy serios.

—¿Piensa usted que le ahorcarán? —preguntó el capitán.

Sir Clement movió la cabeza pero no contestó.

Madame Duval ya no pudo contener su agitación; botaba en la silla, repitiendo con voz entrecortada:

—¡Ahorcarle! ¡No pueden…, no pueden dejarlo a su suerte! Sin embargo, todo es falso, no creeré ni una sola palabra, pero iré a Londres ahora mismo y veré a

monsieur Du Bois. No esperaré inútilmente.

La señora Mirvan le rogó que no se alarmara, pero salió volando de la estancia escaleras arriba a su cuarto.

Lady Howard censuró a los dos hombres por haber sido tan bruscos, y la siguió. Yo las habría acompañado pero el capitán me detuvo, y después de soltar una sonora carcajada, dijo que iba a leer el bando al personal de a bordo.

—Oye —dijo él—, en lo que respecta a

lady Howard no pretendo alistarla en mis filas, e incluso le permito irse y hacer cuando quiera, pero en lo referido a ti, espero obediencia y sumisión a mis órdenes; estoy proyectando una arriesgada expedición habiéndome comprometido a escoltar a un viejo barco a la costa de la mortificación. Así pues, si alguien tiene alguna idea que proponer para reforzar la empresa, que hable y será bienvenido; pero en cambio, si alguno de ustedes capitula o se pasa al bando enemigo, le trataré como amotinado y le abandonaré a su suerte.

Una vez terminada esta extraña arenga, adornada con muchas expresiones de mar que no puedo recordar, guiñó un ojo a

sir Clement y se fueron juntos.

Ciertamente, aun a pesar de mis intentos por escribirle sobre las extravagantes conversaciones del capitán, apenas puede hacerse una idea remota de su lenguaje, pues casi todas las palabras que pronuncia van acompañadas de un juramento, que, estoy segura, sería tan desagradable para usted de leer como para mí escribirlo. Y, además, utiliza unos términos de mar, que son ininteligibles para mí.

La pobre

madame Duval envió a preguntar si habría sitio en alguna de las diligencias en la que poder acomodarse para ir a la ciudad, pero el criado del capitán trajo como respuesta que ninguna pasaría cerca de Howard Grove hasta hoy, por lo que decidió encargar una silla de posta, pero le dijeron que tampoco había caballos disponibles. Estaba tan irritada por el cúmulo de decepciones, que amenazó con irse a pie a la ciudad, y con gran dificultad

lady Howard logró disuadirla de su propósito.

La mañana entera se pasó con todas estas averiguaciones, pero cuando fuimos convocados a comer, ella hizo grandes esfuerzos por parecer completamente despreocupada, y repetía constantemente que no le daba ningún crédito a la historia, o en todo caso, que

monsieur Du Bois no era, con seguridad, el protagonista del incidente.

El capitán hizo todos los esfuerzos posibles para convencerla de su error, pero

sir Clement, con más arte y no menos malicia, fingía ser de su misma opinión; y al mismo tiempo que fingía aliviar su desasosiego, afirmaba estar convencido de no haber equivocado el nombre, y cuidaba de acrecentar los peligros a los que el desconocido caballero se encontraba expuesto, mientras expresaba una honda preocupación por su peligrosa situación.

Apenas la comida estuvo servida, le entregaron una carta a

madame Duval. En cuanto la leyó precipitadamente preguntó quién la había traído.

—La ha traído un campesino —le contestó el criado—, pero no ha querido esperar.

—Corra tras él inmediatamente —dijo ella— y asegúrese de quién lo trae de vuelta.

Mon dieu quelle aventure! Que ferai-je?

—¿Qué ocurre? ¿Cuál es el asunto? —dijo el capitán.

—No pasa nada…, nada. Oh,

mon dieu!

Y se levantó y paseó por la estancia.

—¿Pero es

monsieur quien se la envía? —continuó el capitán—, ¿es suya esa carta?

—No, no lo es… y además no le importa.

—¡Oh, estoy seguro de que lo es! Por favor, señora, no sea tan reservada, cuéntenos algo. ¿Qué dice? ¿Le gustó el abrevadero? ¿Qué le pareció mejor, remojarse

sólo o

acompañado? ¡Voto a Bríos! ¡Qué fastidioso infortunio no encontrarse usted allí!

—No es tal cosa, señor —dijo ella, muy encolerizada—, y si tanto le gustan los abrevaderos de caballos, querría verle metido en uno de ellos en lugar de pensar siempre en cómo embrocar a otras personas.

El criado volvió sin el muchacho, al no poder alcanzarlo, y ella le regañó muy violentamente, quedando en tal estado de perturbación, que

lady Howard intervino para rogarle que le dijera la causa de su desasosiego, por si podía ayudarla.

Madame Duval lanzó entonces una mirada de reproche al capitán y

sir Clement, y dijo que le gustaría hablarle a su señoría, pero sin tantos testigos.

—Pues bien, entonces, señorita Anville —dijo el capitán volviéndose a mí—, usted y Molly vayan a otra habitación y no se muevan de allí hasta que

madame Duval nos haya informado.

—Si piensa eso, señor —dijo ella—, ¿quién es el tonto entonces? No, no, no se moleste usted en hacerse el tonto, porque le aseguro que no me creo las cosas tan fácilmente.

La señora Howard le invitó entonces a posar a su vestidor, y yo quise acompañarla.

Tan pronto como se cerró la puerta, exclamó

madame Duval:

—¡Oh, su señoría, lo que ha ocurrido es la cosa más cruel del mundo! Pero como ese capitán es tan bruto, no quiero decir nada delante de él…, pero todo es verdad. ¡Du Bois ha sido arrestado!

Lady Howard le rogó que se calmara, diciéndole que si

monsieur Du Bois era inocente, que no dudara en su habilidad para probar su inocencia.

—Es cierto, su señoría —contestó ella—. Yo sé que es inocente, y estoy segura de que no serán tan malvados como para ahorcarle sin motivo, ¿verdad?

—¡Naturalmente! —dijo

lady Howard—, no tiene razones para estar intranquilo. En este país no se condena sin pruebas.

—Es muy cierto, su señoría, pero lo peor es que no puedo soportar que este tipejo, el capitán, sepa nada acerca de eso… y espero que no le harán nada malo a

monsieur Du Bois.

Bueno, bueno —dijo

lady Howard—, enséñeme la carta y yo trataré de aconsejarle.

Entonces nos enseñó la carta, que iba firmada por el escribiente de un juzgado, y en ella informaban de que un detenido por sospechas en el delito de traición contra el gobierno estaba en trance de ir a la cárcel; pero como había declarado que la conocía, por instigación de este escribiente le dirigían unas líneas por si era cierto que ella pudiera declarar sobre la personalidad y la familia de un francés que se llamaba Pierre Du Bois.

Cuando vi el contenido de la carta me sorprendí de su éxito. Parecía tan improbable que un extranjero hubiera sido llevado a un juzgado

rural por un delito de naturaleza tan peligrosa, que no puedo comprender cómo

madame Duval pudo alarmarse ni por un momento. Pero a pesar de toda su violencia de temperamento veo que es fácil asustarla; y de hecho, mucho más cobarde que muchos que no tienen la mitad de su espíritu; reflexiona tan poco sobre las circunstancias o las probabilidades de cada asunto, que es una crédula…, no quiero decir ignorante, pero no puedo pensar en otra palabra.

Creo que

lady Howard, desde el principio del asunto, sospechó alguna argucia del capitán, y esta carta creo que confirmó esas sospechas; sin embargo, aunque en desacuerdo completo con sus extravagancias, no quiso arriesgarse a descubrirle por temor a las consecuencias. Su conducta, sus modales, su carácter… me llevaron a comprender su aparente perplejidad; pero no dijo una palabra que implicara cualquier duda de la autenticidad de la carta. Verdaderamente, parece una clase de convenio tácito entre ella y el capitán para que no parezca conocedora de sus planes, intentando de este modo evitar disputas y mantener su dignidad.

Mientras ella ideaba qué aconsejarle,

madame Duval le rogó que le prestara el carruaje, para acudir inmediatamente en ayuda de su amigo.

Lady Howard le aseguró cortésmente que estaba a su disposición, y entonces

madame Duval le suplicó que no contara lo sucedido al capitán porque no podría soportar que se alegrara de la desgracia del pobre

monsieur Du Bois.

Lady Howard no pudo por menos que sonreír, aunque prometió fácilmente no darle al capitán cuento del asunto.

En lo que respecta a mí, me pidió que la acompañara, lo que no me alegró en absoluto, pues tenía la certeza de que se trataba de una misión baldía.

Fui entonces la encargada de ordenar el carruaje.

Al pie de la escalera me encontré al capitán, que esperaba muy impaciente el resultado de la reunión. En unos instantes se nos unió

sir Clement. Me hicieron mil preguntas sobre la opinión de

madame Duval sobre la carta y sobre sus intenciones; cuando ya me iba,

sir Clement, fingiendo un ansia similar a la del capitán, repentinamente me detuvo para preguntarme frivolidades, cuyas respuestas le eran totalmente indiferentes. No obstante, sin embargo, conseguí dejarlos y cumplir con mi encargo, mientras se retiraban a la sala de visitas.

El carruaje estuvo listo con premura, y

madame Duval, rogándole a

lady Howard que dijera que no se encontraba bien, se escabulló escaleras abajo, pidiéndome que la siguiera. El coche estaba en la puerta del jardín, y cuando estábamos ya instaladas, llamó al cochero, y de acuerdo con las señas que figuraban en la carta, le indicó que nos condujera hasta el señor Justice Tyrell’s, preguntándole al tiempo cuántas millas de distancia nos separaban.

Esperaba que contestara que no conocía a esa persona, pero para mi sorpresa, le oí decir:

—Pues Squire Tyrell vive a unas nueve millas más allá del parque.

—Conduzca rápido entonces, pero con cuidado —dijo ella.

Durante el trayecto, que fue sumamente tedioso, se atormentaba con mil temores sobre la salvación de

monsieur Du Bois, y se regocijaba de haber escapado sin ser vista por el capitán, pues temía no sólo que evitara su intervención, sino que estaba segura de que si era conocedor de su relación con

monsieur DuBois, predispusiera al juez en su contra y pusiera en peligro su vida. Por mi parte, sentí verdadera vergüenza de estar involucrada en un asunto tan ridículo y sólo podía pensar en lo absurdo del papel que íbamos a representar al llegar a casa del señor Tyrell.

Cuando llevábamos viajando cerca de dos horas y esperando de un instante a otro llegar a nuestro destino, observé que el criado de

lady Howard que nos acompañaba a caballo echó a correr hasta perderse de vista, y al poco de regresar, se acercó a la ventana del carruaje y le entregó un papel a

madame Duval, diciendo que se lo había dado un muchacho que iba a Howard Grove, y que traía una nota del señor Tyrell.

Mientras ella leía la nota, el criado se acercó a la otra ventana, y haciéndome una señal de silencio, deslizó en mi mano un papel que decía:

—Pase lo que pase, no se alarme, estará usted segura aunque se hunda el universo entero.

Comprendí enseguida que

sir Clement era el autor de la nota, lo que me puso en guardia para esperar alguna desagradable aventura, pero no tuve tiempo para pensar en ello, pues

madame Duval, en cuanto terminó de leer su nota, exclamó con furia:

—¿Por qué ahora, qué cosa es ésta? ¡Hemos venido para nada!

Me dio la nota en la que se le informaba de que no necesitaba ir al juzgado, pues el prisionero se había escapado. La felicité por la feliz resolución del problema, pero estaba tan preocupada de haber viajado tanto trecho en vano, que pareció menos contenta que enojada. No obstante, ordenó al cochero que se diera prisa en dar la vuelta, para intentar regresar, al menos, antes de que el capitán sospechase lo que había pasado.

El carruaje dio media vuelta, y anduvimos tranquilamente cerca de una hora, en la que comenzaba a regocijarme por regresar a Howard Grove sin el menor contratiempo, cuando repentinamente dijo el lacayo:

—John, ¿vamos bien?

—Pues no estoy seguro —dijo el cochero—, pero temo haber equivocado el camino.

—¿Qué quiere decir, Sirrah?… —dijo

madame Duval—, si equivoca el camino se nos va a hacer de noche.

—Creo que debimos girar a la izquierda —dijo el lacayo.

—¡Sí, a la izquierda! —contestó el otro—. No, no, estoy casi seguro de que debimos girar a la derecha.

—¡Debería preguntar a alguien! —dije yo.

Ma foi, ¡pues sí que estamos apañados! Ninguno sabe más que el poste del camino. Tan seguro como que has nacido, que usted encontraría mejor el camino.

—Probaré por este camino —dijo el lacayo.

—No —dijo el cochero—, ése es el camino de Canterbury; deberíamos seguir adelante.

—Pero si es el camino directo a Londres —contestó el lacayo—; nos hemos desviado aproximadamente veinte millas.

Pardi —dijo

madame Duval—, ¡decídanse por uno u otro camino! Después de este paseo inútil, ¿no llegaremos a casa ni para la noche?

—Retrocedamos a la posada —dijo el lacayo—, y que nos den un guía.

—No, no —dijo el otro—, si nos quedamos aquí unos minutos, alguien pasará; además los caballos están exhaustos ya.

—¡Pues bien, protesto! —dijo

madame Duval—, ¡daría una guinea por ver a este par fustigados por los caballos! ¡Diez a uno a que están borrachos, y terminarán volcándonos!

Después de mucho discutir entre ellos, decidieron seguir adelante hasta alguna posada, o hasta encontrarnos con algún caminante que nos pudiera guiar. Pronto llegamos a una casa de campo, y el lacayo se bajó y se adentró en ella.

Regresó a los pocos minutos, y nos dijo que debíamos seguir, pues ya le habían indicado bien la dirección.

—Pero —añadió— parece que hay algunos ladrones por las cercanías, y será mejor que dejen ustedes sus bolsos y sus relojes al granjero; lo conozco muy bien, y es un hombre honrado y arrendatario de mi señora.

—¡Ladrones! —dijo la señora Duval, horrorizada—; ¡Dios nos asista! ¡Sin duda seremos asesinadas!

El granjero vino hacia nosotras y le entregamos todo lo que llevábamos de valor, siguiendo los criados nuestro ejemplo. Luego proseguimos nuestro camino, y la cólera de

madame Duval se apaciguó de la manera más suave imaginable. Les rogó que se dieran mucha prisa y prometió informar a su señoría cuán diligentes y serviciales eran. Constantemente les detenía para preguntarles si percibían cualquier peligro, y tan exagerados fueron sus temores que hizo que el lacayo sujetara su caballo en la parte trasera del carruaje y viniera a sentarse dentro; todos mis esfuerzos por animarla fueron inútiles, se sentó en medio, y sujetó al hombre por el brazo diciéndole que salvaba su vida. Su inquietud me preocupó muchísimo, y no sé cómo pude contenerme y no explicarle que estaba siendo engañada; pero el miedo al resentimiento del capitán hacia mí, y el de ella hacia él, ninguno de los cuales sería leve, me contuvo de contarle nada. En cuanto al lacayo, el pobre hombre estaba pasando una evidente tortura para contener su risa, y observé que frecuentemente se veía obligado a hacer terribles muecas de disgusto, fingiendo estar muerto de miedo, para guardar la compostura.

Al poco rato gritó el cochero:

—¡Vienen los ladrones!

El lacayo abrió la portezuela y saltó fuera del carruaje.

Madame Duval dio un fuerte grito, y yo no pude callar más tiempo:

—Por el amor de Dios, señora, querida —le dije—, no se alarme; no hay peligro…, está usted a salvo…, esto no es más que…

En ese momento el carruaje fue bloqueado por dos enmascarados que, cada uno por un lado, nos exigió los bolsos.

Madame Duval, hundida al fondo del coche, imploró piedad; yo, aún advertida, no puede reprimir un grito, pero uno de ellos me sujetó con fuerza, mientras el otro arrastraba a

madame Duval fuera del carruaje, a pesar de sus gritos, amenazas y resistencia.

Yo estaba realmente asustada y temblaba de miedo.

—¡Ángel mío! —dijo el hombre que me sujetaba—, no puede ser que esté tan aterrada. ¿No me reconoce? Me odiaré a mí mismo eternamente si en verdad he llegado a asustarla.

—La verdad,

sir Clement, me ha asustado —dije yo—; pero, por amor de Dios, ¿dónde está

madame Duval? ¿Por qué la han forzado a salir?

—Está a salvo, descuide, el capitán se encarga de ella; pero déjeme ahora, mi adorada señorita Anville, aprovechar la única oportunidad que se me presenta para hablarle de otro tema mucho más dulce e importante.

Entonces, entró precipitadamente en el carruaje y se sentó a mi lado. De buena gana me hubiera desembarazado de él, pero me fue del todo imposible.

—¡No me niegue, la más encantadora de las mujeres —dijo él—, no me niegue este único momento de desahogar mi alma en sus oídos…, decirle cuánto temo desagradarle, cuánto padezco por su ausencia y lo mucho que me atormenta su indiferencia!

—Siento que no es hora para estas cosas, permítame ausentarme, déjeme ir en ayuda de

madame Duval, no puedo consentir que se la trate tan indignamente.

—¿Lo desea usted…, quiere que me vaya? ¿Cuándo podré hablarle sino ahora? Este capitán no me deja respirar ni un momento fuera de mi vista. ¿Yo no hay siempre mil personas impertinentes a su alrededor?

—Ciertamente,

sir Clement, debe cambiar de estrategia, o no le escucharé. Las

personas impertinentes a quienes se refiere son mis mejores amigos; y si deseara mi bien, no me hablaría de ellos tan irrespetuosamente.

—¡Que si deseo su bien…! Oh, señorita Anville, dígame cómo y de qué manera puedo convencerla del fervor de mi pasión. Dígame qué favores aceptaría de mí, y dedicaré mi alma entera a su devoción.

—No quiero

nada de cuanto pueda ofrecerme, y le ruego que no hable conmigo de esa forma…, tan extrañamente. Le aseguro que ningún método será tan favorable a ganarse mi aprecio que negarse a tomar parte en planes tan espantosos para

madame Duval, y tan desagradables para mí misma.

—El plan fue del capitán; incluso me opuse a él, aunque no habría podido rehusar la tan ansiada ventura de hablarle a solas de nuevo, sin tantos

amigos observando; creí que la nota que le entregué por mediación del lacayo bastaría para evitar la alarma que finalmente se le ha causado.

—Bueno, señor, por ahora ya ha hablado bastante; y si no va usted mismo a buscar a

madame Duval, al menos permítame que averigüe yo misma lo que le ha ocurrido.

—¿Y cuándo puedo hablarle de nuevo?

—No importa cuándo…, no sé, quizá nunca.

—¿Quizá qué, ángel mío?

—Quizá

nunca…, señor…, si me atormenta así.

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