Evelina

Evelina


Parte Segunda » Carta II

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—¡Nunca! ¡Oh, señorita Anville, qué crueldad, y cómo se ha clavado en mi alma esa fría palabra! Ciertamente, no pudo soportar semejante disgusto.

—Entonces,

sir, no debe usted provocarlo. Por favor, déjeme irme de una vez.

—Voy, señora, pero déjeme, al menos, hacer mérito de mi obediencia; permítame tener la esperanza de que en adelante será menos reacia a pasar algunos momentos a solas conmigo.

Me asombró la libertad de esta petición; pero, mientras dudaba cómo contestarle, el otro enmascarado se acercó a la portezuela del carruaje y, con la voz medio ahogada por la risa, dijo:

—¡Ya está, el macho viejo está seguro!; pero debemos marcharnos o nos atraparán.

Sir Clement me dejó inmediatamente, montó en su caballo y se fue; el capitán, después de dar algunas órdenes a los sirvientes, le siguió.

Yo estaba muy inquieta e impaciente por conocer la suerte de

madame Duval, y salté presurosa del carruaje para buscarla; le pregunté al lacayo por dónde se había ido, y señaló con el dedo sin atreverse a hablar. Me acerqué a paso ligero, y enseguida, para mi consternación, vi a la pobre señora sentada en una zanja. Corrí hacia ella muy angustiada por su situación; no sollozaba, bramaba de furia y terror. Al verme redobló sus chillidos, pero con una voz tan entrecortada que no pude entender ni una sola palabra de lo que dijo.

Yo estaba tan horrorizada, que no sé cómo pude contenerme para no clamar contra la crueldad del capitán por ese injustificable maltrato; no podía perdonarme a mí misma haber actuado tan pasivamente ante tal engaño. Utilicé todos mis recursos para reconfortarla, asegurándole que ya estábamos a salvo y rogándole que se levantara para poder regresar al carruaje.

Casi reventando de rabia me señaló sus pies, y con espantosa violencia rasgó la tierra con las manos.

Entonces me di cuenta de que tenía los pies atados con una cuerda muy fuerte, y ésta, a su vez, estaba amarrada a la rama más alta de un árbol y a un seto que rodeaba la zanja donde se encontraba metida. Intenté desatar el nudo, pero pronto me di cuenta de que era superior a mis fuerzas, y me vi obligada a recurrir al lacayo, pero no quise acrecentar su regocijo con la visión de

madame Duval en aquella situación, por lo que le pedí prestado un cuchillo, regresé y corté la cuerda.

Pude desatarle los pies con prontitud, y aunque con gran dificultad, pude ayudarla a levantarse; pero me quedé estupefacta cuando, nada más incorporarse, ¡me dio un violento bofetón en la cara! Instintivamente me alejé de ella con precipitación y temor, y empezó a lanzarme reproches que, sin embargo, me resultaron casi ininteligibles, acusándome de haberla abandonado voluntariamente; comprendí que no tenía la menor sospecha de que no había sido atacada por verdaderos ladrones.

Estaba tan sorprendida y confundida por el bofetón que, durante unos minutos, sufrí sus reproches sin contestarle; pero su extrema agitación y su sufrimiento era tan real, que mi enojo pronto se convirtió en lástima. Luego le expliqué que me habían retenido a la fuerza, impidiéndome seguirla, y le aseguré que me sentía realmente consternada por el trato que había recibido.

Entonces empezó a calmarse, e intenté que regresara al carruaje; o al menos, que me permitiera ordenar que se acercara hasta donde estábamos; no me contestó hasta que le hice ver que cuanto más tiempo permaneciéramos sin hacer nada, más peligroso sería nuestro viaje de regreso a casa; se sobresaltó mucho al escucharme y repentinamente, con pasos apresurados, avanzó hasta el carruaje.

Su vestido estaba en tales condiciones, que sentí mucho exponerla a la vista de los criados, quienes, al igual que su amo, lo tomaron a risa; pero la deshonra era inevitable.

Afortunadamente, la zanja estaba casi seca, pues de lo contrario hubiera sufrido consecuencias más serias; a pesar de ello, su aspecto era deplorable, como nunca antes la había visto; su tocado se había desprendido; las ropas, desgarradas, su

déshabillé, desatado; se veía continuamente obligada a recogerse las enaguas, y sus zapatos resbalaban a cada paso. Estaba cubierta de suciedad, maleza y porquería, y su cara aparecía monstruosa; entre los afeites y el empolvado de la cabeza, junto al polvo de la carretera y el

rouge, hicieron una pasta espantosa al mezclarse con sus lágrimas, por lo que apenas parecía humana.

Los criados se murieron de la risa en cuanto la vieron, pero todas mis palabras para convencerla de meterse en el carruaje fueron vanas, pues se empeñó en reprochar con vehemencia a los criados el que no la rescataran. El lacayo, con los ojos fijos en el suelo, como asustado por si al volver a mirarla no era capaz de controlarse a sí mismo, protestaba diciendo que los ladrones habían jurado dispararle si se movía una sola pulgada, y que uno de ellos se había quedado vigilando el carruaje, mientras otro se la llevaba, y añadió que, indudablemente, la rabia por no encontrar nuestros bolsos les había hecho tomarse venganza comportándose tan bárbaramente. A pesar de su enojo, creyó inmediatamente lo que el criado decía, pues le pareció lógico que los ladrones, al no encontrar el dinero, desahogaran su rabia tratándola tan cruelmente.

Al verla tan crédula, decidí no revelarle la verdad, pues con ello solo podía ocasionar una brecha irreparable entre ella y el capitán.

En cuanto nos sentamos en el carruaje, descubrió que le faltaba algo en la cabeza, y comenzó a gritar:

¡Dios mío! ¿Qué ha pasado con mis cabellos? El bandido ese me ha robado mis bucles.

Y envió al hombre corriendo a la zanja, para ver si encontraba alguno de los rizos. Volvió con una gran cantidad de pelo en la mano, tan lleno de suciedad, que me asombró muchísimo que ella lo recogiera.

El hombre, al entregárselos, no pudo mantener la risa y de nuevo se desencadenó en ella toda su rabia; y golpeándole con los rizos en la cara, dijo:

—¡Bandido! ¿Por qué te ríes y haces esos gestos? ¡Es el hombre más desvergonzado que existe, y si veo que vuelve a burlarse de mí no dudaré en abofetearle!

Satisfecho con la amenaza, el hombre se retiró y seguimos el viaje.

Entonces su cólera se fue transformando en pena, y comenzó a lamentarse.

—No creo —dijo ella— que haya nadie en el mundo tan desgraciado como yo. ¡Como si no tuviera ya bastantes desgracias, me han hecho perder mis bucles! ¡No puedo exhibirme sin ellos!… Es que sólo de pensarlo me pongo mala.

Pardi!, si lo llego a saber, habría traído dos o tres juegos conmigo; pero…, ¡quién iba a pensar en tal cosa!

Al verla más apaciguada, me aventuré a preguntar detalles de su aventura, y voy a intentar describirla con sus propias palabras.

—Mira, hija mía, todo esto ha sucedido porque estos bandidos no encontraron el dinero que buscaban; y tan pronto como el ladrón me sacó del carruaje, realmente pensé que me asesinaría. ¡Era fuerte como un león, y en sus manos era como una niña; nunca me habían maltratado así antes, arrastrándome por el suelo, y empujándome como a un animal!

Te aseguro que desearía ver a este hombre humillado y encerrado de por vida; y si alcanzara la horca, sería una buena cosa. Tan pronto como perdimos de vista el carruaje, aunque no creo que temiera haberme golpeado ante esos dos cobardes que sin duda no habrían hecho nada para impedirlo, de repente me tomó por ambos hombros y comenzó a zarandearme como a un monigote.

Mon dieu! ¡Nunca lo olvidaré aunque viva cien años! Estoy segura de haberme descoyuntado por varias partes. Y aunque me quejé y grité cuanto pude, no tuvo en cuenta mis súplicas en absoluto. Continuó dándome sacudidas de esa manera, como si eso fuera parte de una apuesta. ¡Estoy resuelta, así me cueste toda mi fortuna, a ver a ese villano en la horca! Le encontrarán y le prenderán, si es que hay justicia en Inglaterra. Tras sacudirme hasta agotarse, y sintiéndome como gelatina, me arrojó a la zanja sin decir ni una sola palabra. Creí que se proponía asesinarme más de lo que he creído nada en toda mi vida, pues siguió golpeándome como si aún no me hubiera causado suficientes males. Con todo, nunca más dejaré mi bolso tras de mí, con el día tan largo que he tenido que vivir. Cuando ya no pudo sostenerse sobre mí, quiso buscar a tientas el dinero, pero fue muy astuto porque no habló ni una palabra para que no pudiera reconocerlo por la voz; pero esto no le salvará, pues he jurado atraparle. Entonces, al decirle que no tenía el dinero, comenzó a zarandearme con fuerza de nuevo, como al principio. Y, tras esto, me arrastró hasta un árbol y sacó una cuerda de su bolsillo; es increíble que no me desmayara en ese mismo momento, pues tan cierto como que estás viva, comprendí que iba a colgarme del árbol. Aterrada, grité como una loca, diciéndole que si no lo hacía, no le delataría en toda mi vida, ni diría a nadie lo que me había hecho. Entonces, se paró un momento, como pensando lo que debía hacer, y tras esto, me obligó a sentarme en la zanja y ató mis pies tal como has visto; luego, como si no hubiera sido bastante, me arrancó bruscamente el tocado, y sin decir nada, se subió al caballo y me dejó en estas condiciones, pensando, supongo, que tirada allí podría perecer.

Aunque todo este relato casi me compelió a reír, estaba muy irritada con el capitán que, llevado por su afición a atormentar —él lo llama buen perder—, sobrepasa los extremos más bárbaros e injustificables. Hice cuanto pude por consolarla y tranquilizarla, y le dije que ya que

monsieur Du Bois se había escapado, esperaba que, cuando se recuperara del susto, todo terminara bien.

—¡Susto, hija mía! —repitió ella—. Eso es lo de menos; te aseguro que estoy magullada de pies a cabeza y quiera Dios que pueda llegar a usar mis extremidades de nuevo. Sin embargo estoy feliz porque el villano no se ha podido llevar nada excepto mi dolor por los golpes. Lo peor es que, al no disponer de mis bucles, no podré salir, y se escapará antes de que pueda reclamar a la justicia que lo detengan. Estoy decidida a contarle a

lady Howard lo mal que me ha servido su criado, pues si no me hubieran arrancado los cabellos, los habría prendido con alfileres y aún habría podido usarlos mientras estoy en el campo.

—Quizá

lady Howard —dije yo— pueda prestarle un sombrero que pueda ponerse sin ellos.

—¿

Lady Howard? ¿Piensas que puedo ponerme una de sus birrias? No, no pienso ponerme semejante disfraz. Es una pena que no hiciera recoger al criado mis rizos de nuevo, pero me puso tan furiosa que no pensé en ello en ese momento. Y en Howard Grove sé que no podré comprarlos, pues ni con todo el dinero del mundo podría encontrarse nada allí; es uno de los lugares más aburridos que he visto en mi vida, y en el que menos encuentra uno lo que necesita.

Esta clase de conversación duró hasta el final de nuestro viaje; y entonces otra contrariedad nueva nos salió al paso.

Madame Duval estaba ansiosa por hablarle a

lady Howard y la señora Mirvan para relatarles sus desgracias; pero por otra parte no quería que

sir Clement y el capitán la vieran en tal desorden, pues decía que como eran de tan mal carácter, en lugar de compadecerla, sólo harían broma de sus desastres. Por esta causa me envió a mí por delante, para esperar la oportunidad de entrar sin ser vista. Esto fue fácil, pues los caballeros entendieron prudente no parecer vigilantes; aunque se confabularon para regocijarse cuando la atisbaron al pasar.

Inmediatamente se metió en la cama, donde cenó;

lady Howard y la señora Mirvan se sentaron muy cortésmente a su lado y escucharon apenadas su relato; mientras, la señorita Mirvan y yo nos retiramos a nuestro cuarto, donde nos pusimos muy contentas por acabar ese problemático día con una agradable conversación.

Los arrebatos del capitán durante la cena por el éxito de su plan fueron exagerados. Después hablé con la señora Mirvan con la franqueza que su bondad alienta, y le rogué que censurase a su marido por atormentar tan cruelmente a

madame Duval. Me prometió aprovechar la primera oportunidad, pero dijo que ahora estaba tan exaltado que no tendría paciencia para escucharla. De todos modos, que no haga nuevos esfuerzos para molestarla, pues de ninguna manera permaneceré pasiva. Si hubiera supuesto que sería tan violento, me habría arriesgado a su cólera en defensa suya, sin dudarlo.

Hoy ha permanecido en la cama todo el día, y dice que está magullada hasta la muerte.

Adieu, mi querido señor. ¡Qué carta más larga le he escrito! ¡Es casi tan larga como las que le enviaba desde Londres!

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