Evelina

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Parte Segunda » Carta XV

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general, señora, todos son generales.

Vi a

sir Clement morderse los labios, y yo, por otra parte, hice lo mismo.

—Pues bien —dijo

madame Duval—, es el traje más extraño para un general que he visto en mi vida.

—Parece una figura tan importante —dijo

sir Clement al señor Smith—, que imagino será el

generalísimo de los ejércitos.

—Sí, señor, sí —contestó el señor Smith inclinándose de modo respetuoso, y muy contento de ser interpelado de aquel modo—, tiene toda la razón…, pero no puedo, por mi vida que no consigo traer a mi mente su nombre. Quizá, señor, pueda recordarlo usted.

—No, la verdad —dijo

sir Clement—, mi conocimiento sobre los generales no es tan amplio.

El tono irónico de la voz con el cual

sir Clement pronunció estas palabras desconcertó por completo al señor Smith, que retirándose de nuevo humildemente pareció sensiblemente mortificado ante el fracaso de su intento por recobrar su propia importancia.

Al poco volvió el señor Branghton con su hija menor, a quien acababa de rescatar de un grupo de jóvenes insolentes; pero no había podido encontrar a la mayor. La señorita Polly estaba muy asustada, y dijo que no volvería por las avenidas oscuras de nuevo: su padre la dejó con nosotros y se fue en busca de su hermana.

Mientras nos relataba sus aventuras, que nadie escuchaba con más atención que

sir Clement, vimos entrar en el salón al señor Brown:

—¡Oh, la, la! —dijo la señorita Polly—, dejen que me esconda, no le digan que he vuelto.

Y se colocó tras

madame Duval, de modo que no se la viera.

—¡De manera que aún no ha aparecido la señorita Polly! —dijo el pretendiente simplón—. Pues no sé dónde puede estar; he mirado y mirado, y vuelto a mirar por todas partes, y no la puedo encontrar; ya no puedo hacer más.

—¡Y bien!, señor Brown —dijo el señor Smith—, ¿no irá de nuevo a buscar a la señora?

—Sí, señor —dijo él, sentándose—, pero primero debo descansar un rato, no imagina lo cansado que estoy.

—¡Oh, qué vergüenza, señor Brown, qué vergüenza! —dijo el señor Smith guiñándonos un ojo—, ¡cansado de buscar a una señora! ¡Vaya, vaya, qué vergüenza!

—Voy ahora, señor, pronto; ¿acaso no estaría usted también cansado si hubiese caminado hasta ahora?; además, creo que se ha ido del jardín, de otra forma la habría visto.

—¡Eh, eh, eh! —dijo Polly riendo y delatándose al salir de su escondite.

Y así terminó esta pequeña broma.

Por fin apareció el señor Branghton con la señorita Biddy, que con expresión entre airada y confundida, dirigiéndose a mí, dijo:

—Así es que, señorita, se escapó. Bien, verá como haré lo mismo por usted en otra ocasión. Pero sabía que no escaparía de los caballeros como escapó de mí.

Me sorprendió tanto su ataque que no pude contestarle de mi mismo asombro, y entonces comenzó a contarnos el modo en que había sido maltratada y cómo dos jóvenes la habían hecho pasearse de arriba abajo por las calles sombrías, arrastrándola por la fuerza a gran velocidad, lastimándola, y muchos otros detalles, que no relató para no cansarnos. En conclusión, mirando al señor Smith, le dijo:

—Pero yo pensé, estaba segura, que el grupo entero vendría a buscarme; así que poco me esperaba encontrarles a todos ustedes aquí conversando cómodamente. ¡Sé que debo darle las gracias a mi prima por todo esto!

—Si se refiere a mí, señora —dije muy sorprendida—, ignoro en qué forma puedo haber sido cómplice de sus desgracias.

—Pues escapándose así… Si se hubiese quedado con nosotras, le garantizo que el señor Smith y

monsieur Du Bois hubiesen venido a buscarnos, pero imagino que no podrían dejar a su señoría…

La insensatez y sin razón de estas palabras no merecían respuesta. Pero ¡qué escena en presencia de

sir Clement! Su sorpresa fue evidente, y confieso que mi confusión era igualmente grande.

Entonces tuvimos que esperar al joven Branghton, que no apareció durante un tiempo, y durante esa espera, tuve dificultades para evitar las preguntas de

sir Clement, que estaba mortificado de curiosidad y se moría de ganas de hablarme.

Cuando por fin aquel joven aspirante regresó, se entabló una horrible discusión entre él y su padre a propósito de su negligencia, en la que intervenían ocasionalmente las hermanas, y él se defendía de ellas con grosera hilaridad.

Entonces todos parecían deseosos de retirarse cuando, como siempre, una discusión volvió a surgir sobre el

modo en que debíamos volver, ya fuera en carruaje o en barca. Después de mucho discutir, se decidió que formáramos dos grupos: uno por el río y otro por tierra, porque

madame Duval dijo que de ningún modo saldría en barca por la noche.

Entonces

sir Clement dijo que si no teníamos un carruaje esperando, estaría encantado de acompañarnos a ella y a mí a casa sanas y salvas, dado que el suyo estaba listo.

Con la furia saliéndole por los ojos, y la cólera enardeciendo su cara, dijo:

Pardi, no… Ocúpese de sí mismo, por favor; en cuanto a mí, le garantizo que no confío en personas de su clase.

Él fingió no comprender el significado de lo que había dicho, e incluso, para evitar una discusión, aceptó su negativa. El grupo que iba en el carruaje se componía de

madame Duval,

monsieur Du Bois, la señorita Branghton y yo.

Me regocijé interiormente, pues pensé que de esta forma, al menos,

sir Clement no sabría la dirección de nuestro alojamiento, ni tampoco lo vería. Pronto encontramos un coche de alquiler en el que me ayudó a subir, y después se despidió.

Madame Duval se subió al carruaje después de haberle dado al cochero nuestra dirección, y en el momento que nos íbamos,

sir Clement exclamó:

—¡Caramba! Pero si ése es el mismo coche que me estaba esperando.

—¿Este coche, su señoría? —dijo el hombre—, no, señor, no lo es.

Sir Clement, sin embargo, juró que así era, e inmediatamente, el hombre, pidiéndole excusas, declaró que se había olvidado de que estaba ya comprometido.

No tengo ninguna duda de que este plan se le ocurrió en ese momento, y que le hizo algún signo al cochero que le indujo a apoyarlo, porque no existe la más mínima probabilidad de que ese incidente hubiera ocurrido de este modo, pues lo más verosímil es que lo estuviera esperando su propio carruaje personal.

Entonces el hombre abrió la puerta y

sir Clement avanzó hacia él, diciendo:

—Señoras, no creo que haya otro carruaje disponible, de otro modo no les incomodaría; pero, dado que para ustedes sería desagradable esperar ahora, les ruego que no salgan porque les acompañaré primero a casa, si son tan amables de hacerme un poco de sitio.

Y diciendo esto, de un salto se sentó entre

monsieur Du Bois y yo, mientras nuestra sorpresa nos impedía expresar palabra alguna. Luego le ordenó al cochero ponerse en marcha, según las indicaciones que había recibido.

En los primeros instantes nadie pronunció palabra; y luego,

madame Duval, incapaz de contenerse, exclamó:

—¡

Ma foi… si esto no es de las cosas más desvergonzadas que he visto en mi vida!

Sir Clement, a pesar de este reproche, se ocupaba sólo de mí, pero yo no le contestaba a nada de lo que me decía, si me era posible evitarlo. La señorita Branghton intentó varias veces atraer su atención, pero en vano, pues él no se tomó la molestia de dirigirle ni una sola mirada.

Madame Duval, durante el resto del paseo, habló todo el tiempo en francés con

monsieur DuBois, y en ese idioma clamó, con gran vehemencia, contra la desvergüenza y el descaro.

Me alegré cuando pensé que nuestro viaje tocaba a su fin, pues la situación era muy violenta para mí, con

sir Clement constantemente empeñado en tomar mi mano. Miré por la ventana del carruaje para ver si ya estábamos cerca de casa;

sir Clement, inclinándose sobre mí, hizo lo mismo, y después, en un tono lleno de sorpresa, dijo en voz alta:

—¿Por dónde diablos nos lleva este hombre? ¡Pero si estamos en Broad St. Giles’s!

—¡Oh, es correctísimo! —exclamó

madame Duval—, no se moleste con ese argumento porque no acepto indicaciones de usted, se lo aseguro.

Cuando por fin nos detuvimos en la

calcetería de High Holborn,

sir Clement no dijo nada, pero sus ojos, lo vi, estaban muy ocupados observando el lugar y las condiciones de la casa. Insistió en pagar el carruaje —porque decía que era suyo— y después se marchó.

Monsieur DuBois y la señorita Branghton se fueron a casa a pie, y

madame Duval y yo nos retiramos a nuestras habitaciones.

¡Qué aventuras tan desagradables las de esta noche! Nadie estuvo satisfecho excepto

sir Clement, que estuvo muy animado, pero

madame Duval estaba furiosa por encontrarse con él; el señor Branghton, irritadísimo con sus hijos; la aventura de las señoritas Branghton había excedido sus planes y acabado en disgusto; su hermano, irritado porque no había habido pelea; el señor Brown cansado, y el señor Smith, mortificado; en cuanto a mí, nada hubiera podido ser más desagradable que ser vista por

sir Clement en compañía de un grupo tan vulgar y familiar para mí.

Sé, mi querido señor, que sentirá que le haya encontrado; de todos modos, no hay temor de que venga a visitarnos, porque

madame Duval está demasiado enojada con él para recibirlo.

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