Evelina

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Parte Segunda » Carta XVII

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Evelina continúa

Holborn, 21 de junio

Las últimas tres noches transcurrieron relativamente tranquilas, pues las aventuras de Vauxhall dejaron a

madame Duval harta de lugares públicos. De todos modos, en casa siempre termina aburriéndose, por lo que ha decidido aliviar su

tedio esta noche con alguna diversión, visitando a los Branghton y desde allí irnos a Marybone Gardens.

Pero, antes de que llegásemos a Snow Hill, nos sorprendió un chaparrón; nos precipitamos a la tienda, donde lo primero que vi fue al señor Macartney con un libro en la mano, sentado en la misma esquina donde le había visto la última vez; pero tenía un aspecto aún más triste, con el rostro aún más demacrado y los ojos muy hundidos. Los levantó cuando entramos y me pareció ver en ellos un brillo de alegría. Involuntariamente le saludé primero y se levantó saludando con una precipitación que manifestaba confusión y sorpresa.

A los pocos minutos nos reunimos con toda la familia, excepto el señor Smith, que afortunadamente estaba comprometido.

Si toda la prosperidad futura de nuestras vidas hubiera dependido del clima bueno o malo de esta noche, el tema no hubiera sido tratado con mayor importancia.

«¡Cierto, no se puede tener más mala suerte!» «¡Señores, qué fastidio!» «¡Podía llover por siempre, con tal de que levantara el tiempo ahora!».

Éstas y parecidas expresiones, con muchas ansiosas miradas hacia los sumideros, ocuparon toda la conversación hasta que el aguacero hubo terminado.

Y entonces se estableció un caluroso debate sobre si debíamos realizar el plan inicial o bien retrasarlo a alguna noche mejor. Las señoritas Branghton eran partidarias de lo primero; el padre aseguraba que llovería de nuevo, y la señora Duval, aunque detestaba volver a casa, temía por la humedad de los jardines.

Monsieur Du Bois propuso que subiéramos al piso superior de la casa, para ver si las nubes parecían amenazantes o tranquilas. La señorita Branghton se sobresaltó al oír esta propuesta, diciendo que fuéramos al cuarto del señor Macartney, pero no al suyo.

Esto fue suficiente para el hermano, que, con una carcajada, declaró que quería

divertirse un poco, e inmediatamente inició el camino, llamándonos a todos para que le siguiéramos. Sus hermanas echaron a correr, pero nadie más se movió.

A los pocos minutos, el joven Branghton, bajando hasta la mitad de la escalera, gritó:

—Señor, ¿por qué no vienen todos ustedes? Vamos, aquí están todas las cosas de Poll tiradas por el cuarto.

Entonces el señor Branghton se fue, y

madame Duval —que no puede soportar quedar excluida de nada— subió ayudada de

monsieur DuBois.

Vacilé unos momentos entre seguirles o no, pero percibiendo que el señor Macartney había dejado caer su libro, y que yo captaba toda su atención, me preparé, a causa del embarazo, a seguirles.

Cuando me iba, noté que se levantaba de su silla y caminaba lentamente tras de mí. Creyendo que deseaba hablarme, y deseando ansiosamente saber si, de algún modo, podía serle de alguna utilidad, reduje primero mi paso y luego me volví. Pero, aunque me lo encontré a mitad de camino, pareció faltarle el coraje o la resolución para dirigirse a mí, porque, cuando me volví, se retiró precipitadamente con expresión muy turbada.

No sabiendo qué hacer, me dirigí a la puerta de la calle, donde permanecí por un tiempo, esperando que pudiera recuperarse; pero, al contrario, su agitación aumentó a cada instante. Paseaba de aquí allá por el cuarto con paso rápido e inseguro, y parecía angustiado e indeciso; finalmente, con un profundo suspiro, se dejó caer en una silla.

Me conmovió tanto verle en una angustia tan extrema, que no podía quedarme en el cuarto; por tanto, me escurrí y me lancé escaleras arriba; pero antes de haber caminado cinco pasos, me siguió precipitadamente, y con voz entrecortada, me dijo:

—¡Señora!… ¡Por el amor de Dios!…

Se detuvo, pero yo descendí inmediatamente procurando reprimir, tanto como me fue posible, toda mi preocupación; esperé algún tiempo —en penosa expectación— a que hablara: me vino a la mente todo aquello que había oído sobre su pobreza y me sentí impulsada a ofrecerle mi bolso, pero por temor a equivocarme y ofenderle, no lo hice. Viendo que aún permanecía en silencio, me aventuré a decir:

—Caballero, ¿desea… hablar conmigo?

—¡Sí! —dijo presuroso—, pero ahora… no puedo.

—Tal vez, señor…, en otra ocasión… en que esté más tranquilo…

—¿En otra ocasión? —repitió tristemente—. ¡Oh, destino! ¡No veo en mi futuro más que infelicidad y desesperación!

—¡Oh, señor! —exclamé muy turbada—, no debe hablar así. Si se abandona a sí mismo, cómo puede esperar…

Me interrumpí.

—Dígame, dígame —dijo él con angustia—, ¿quién es usted?, ¿de dónde viene?, ¿y de qué extraña manera parece ser árbitro del destino de un miserable como yo?

—¡Válgame Dios! —grité yo—, ¡si pudiera ayudarle!

—¡Puede!

—¿Y de qué forma? Por favor, dígame cómo.

—¡Decírselo… para mí es la muerte! Y aún

quiero decírselo, tengo

derecho a su ayuda… Usted me ha privado del único recurso al cual podía apelar… y, por consiguiente…

—Hable, por favor, hable… —dije yo, metiendo mi mano en el bolsillo—, bajarán en un momento.

—Lo haré, señora…, puede…, quiere…, ¡creo que sí! Podría entonces… —se detuvo e hizo una pausa—. Dice…, quiere…, —y luego, de repente, dándome la espalda—: ¡Dios mío, no puedo hablar! —Y regresó a la tienda.

Entonces, cogí mi bolso en la mano y, siguiéndole, le dije:

—Si de veras, señor, puedo ayudarle, ¿por qué me niega una satisfacción tan grande? ¿Me permite…?

No me atreví a seguir; pero él, con un semblante muy dulce se acercó a mí y me dijo:

—¡Su voz, señora, es la voz de la compasión!… Hace mucho tiempo que mis oídos no escuchan una voz como ésa.

En aquel momento el joven Branghton me llamó en alta voz y con vehemencia para que subiera; me aferré a esa oportunidad para escapar apresuradamente, diciendo:

—¡Que el cielo le proteja y le reconforte, señor!

Dejé caer mi bolso al suelo, no atreviéndome a dárselo, y eché a correr escaleras arriba lo más rápidamente que pude.

Le conozco demasiado bien, mi honorable señor, para temer su desagrado por esta acción. Sin embargo, le aseguro que no necesitaré más fondos durante mi permanencia en la ciudad, pues tengo muy pocos gastos y espero regresar pronto a Howard Grove.

—¡Pronto, he dicho! ¡Cuando no han pasado ni quince días de este largo y tedioso mes que debo pasar aquí!

Tuve que soportar muchos chascarrillos de los Branghton por haber permanecido tanto tiempo con el

deprimido escocés, como ellos le llaman; pero les hice muy poco caso, pues todo mi corazón rebosaba piedad y preocupación.

Me puse muy contenta cuando supe que el plan de Marybone era aplazado, dado que otro aguacero había puesto freno a las disensiones sobre el tema. El resto de la noche se empleó en una violenta disputa entre la señorita Polly y su hermano, a causa del desorden descubierto por este último en la habitación de la primera.

Volvimos a casa temprano, y me escapé furtivamente de

madame Duval y

monsieur Du Bois, que está todavía aquí, para escribirle a mi mejor amigo.

Me alegro sinceramente de que se me haya dado la oportunidad de ofrecer a este pobre infeliz el pequeño alivio que estaba a mi alcance; y espero que será suficiente para permitirle pagar sus deudas con esta despiadada familia.

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