Evelina

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Parte Segunda » Carta XXI

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Evelina continúa

Holborn, 1 de julio, 5 de la mañana

Oh, señor, qué aventura tengo que contarle! He estado pensando en ello toda la noche, y me he levantado así de temprano para escribirle.

Ayer se acordó que por la noche iríamos a Marybone Gardens, donde

monsieur Torre[58], un célebre extranjero, exhibía ciertos fuegos de artificio. La comitiva estaba formada por

madame Duval, todos los Branghton,

monsieur du Bois, el señor Smith y el señor Brown.

Fuimos casi los primeros en entrar a los jardines, porque el señor Branghton decía que

iba a aprovechar el dinero al máximo posible, pues, en la mayoría de los casos, le embaucaban en lugares tontos y anodinos.

Paseábamos en grupos bastante distanciados unos de otros. El señor Brown y la señorita Polly caminaban delante solos; el señor Branghton y el señor Smith les seguían, y este último parecía decidido a vengarse por mi comportamiento en el baile, desplazando todas las atenciones que antes me dirigía a mí hacia la señorita Branghton, que las recibió con aire exultante; y con frecuencia, uno y otro, por diferentes motivos, volvían su mirada hacia mí para ver si yo me percataba de su buen entendimiento.

Madame Duval paseaba con

monsieur Du Bois, y el señor Branghton solo; pero el hijo quería formar pareja conmigo y frecuentemente decía:

—¡Venga, señorita, divirtámonos un poco juntos!

Pero le rogué que me excusara, y me coloqué al otro lado de

madame Duval.

Este jardín, como lo llaman, no deslumbra por su magnificencia ni su belleza; y todos estábamos tan atontados y lánguidos que me animé muchísimo cuando nos llamaron junto a la orquesta porque iba a empezar el concierto, en el transcurso del cual, tuve el placer de oír una pieza al violín ejecutada por el señor Barthelemon que me pareció exquisita por su variedad y sentimiento.

Cuando nos avisaron de que estaban preparando los fuegos artificiales, nos apresuramos a buscar buenos sitios para presenciarlos, pero enseguida fuimos rodeados y hasta tal punto incomodados por el gentío, que el señor Smith propuso que las damas nos subiéramos a las plataformas para ver mejor, cosa que hicimos enseguida; mientras, los

señores nos dejaron para acomodarse mejor, y dijeron que volverían cuando la exhibición hubiera terminado.

Los fuegos, realmente bellos, representaban ingeniosamente la maravillosa historia de Orfeo y Eurídice; pero en el momento fatal que los separó para siempre, hubo tal explosión de fuego y un ruido tan horrible, que todos, de común acuerdo, saltamos de las plataformas y corrimos algunos pasos, temiendo estar en peligro debido a las chispas de fuego que brillaban intensamente en el aire.

Por unos instantes no supe ni hacia dónde iba, pero en cuanto se avivó mi memoria oí a un extraño que decía:

—Venga conmigo, querida, me encargaré de usted.

Me sobresalté, y entonces, para mi terror, percibí que había perdido de vista a mis acompañantes y que no había nadie conocido a mi alrededor. Con toda la rapidez de que fui capaz, y recuperada del primer sobresalto, me apresuré a regresar a mi sitio…, pero descubrí que ya estaba ocupado por otro grupo.

En vano, de un lado a otro, busqué alguna cara conocida, y me encontré en el centro del gentío, pero sin grupo, amigos ni conocidos. Caminé desconcertada, sin saber qué hacer ni a dónde conducirme. A cada momento se me dirigían hombres atrevidos e insolentes, para los que mi angustia, que pienso que debía ser muy aparente, era sólo un pretexto para impertinencias y galanterías gratuitas.

Al final, un joven oficial, dirigiéndose a mí con paso marcial, dijo:

—Es usted una dulce y bonita criatura, y la tomo a mi servicio.

Y luego, con gran violencia, aferró mi mano. Muerta de miedo, di un grito y, forcejeando, de un tirón logré desasirme y correr precipitadamente hacia dos señoras, gritando:

—¡Por amor de Dios, queridas señoras, concédanme un poco de protección!

Soltaron una carcajada al oírme, pero pronto respondieron:

—¡Oh, sí, dejémosla caminar entre nosotras!

Y me cogieron cada una por un brazo.

Luego, arrastrando las palabras, con tono irónico, me preguntaron

qué era lo que había asustado a su señoría. Les conté mi aventura con mucha simplicidad y supliqué que tuvieran la bondad de ayudarme a encontrar a mis amigos.

—¡Oh, sí!, seguro —dijeron—, estando con nosotras no echará en falta a sus amigos.

—Mis acompañantes —contesté— estarán muy agradecidos por su amabilidad.

¡Pero, imagínese, querido señor, cuán embarazada me sentí cuando noté que cada dos palabras que pronunciaba provocaban sonoras carcajadas!

Con todo, no retrasaré el relato, pues pronto, para mi inexpresable horror, me convencí de que había buscado protección del ultraje en las mismas personas que más probabilidades tenían de ofrecérmelo. Bien sé, mi queridísimo señor, que lo siente, y tiene compasión de un terror que no tengo palabras para describir.

Si hubiera estado libre, instantáneamente me habría escapado de ellas apenas hice el terrible descubrimiento, pero, dado que me sujetaban con fuerza, me fue completamente imposible; y tal era mi temor a su resentimiento e injurias, que no osé hacer ningún intento de fuga.

Me hicieron mil preguntas, acompañadas de otras tantas exclamaciones sobre quién era, a dónde iba o de dónde venía… Mis respuestas eran muy incoherentes, pero, ¡Dios Santo!, cuál fue mi sorpresa cuando, algunos momentos después, ¡vi avanzar hacia nosotras a…

lord Orville!

Nunca olvidaré lo que sentí en ese instante; si realmente hubiese sido sorprendida en la culpable situación que tales compañías pudieran inducir a sospechar, no hubiese tenido sentimientos más cruelmente deprimentes. Sin embargo, para mi infinita alegría, pasó sin reconocerme, aunque noté que distraídamente su mirada se posaba en el grupo.

Tan pronto como se hubo ido, una de aquellas infelices mujeres me dijo:

—¿Conoce a ese muchacho?

No creyendo posible que se refirieran a

lord Orville en esos términos, respondí con premura:

—No, señora.

—Pues entonces —contestó ella—, tiene usted buen ojo para ser una muchacha de provincias, señorita.

Me di cuenta de que no me había entendido, pero me alegré de evitarme una explicación.

Algunos minutos después, cuál fue mi deleite al oír la voz del señor Brown, que gritaba:

—Jesús, ¿no es ésa la señorita como-se-llame?

—A Dios gracias —dije yo desasiéndome repentinamente de ambas—, a Dios gracias encontré mi grupo.

Sin embargo, el señor Brown estaba solo, y sin saber lo que hacía, me cogí de su brazo.

—¡Jesús, señorita —exclamó—, ni se imagina cómo la hemos buscado! Algunos creyeron que se había ido a casa, pero yo dije…, dije yo:

—No creo que sea probable que haya ido a casa sola.

—¿Es éste su caballero, señorita? —dijo una de las mujeres.

—Sí, señora —le contesté—; gracias por sus atenciones, y como ya estoy a salvo, no quiero molestarlas más.

Hice una pequeña reverencia y quise irme, pero, desgraciadamente,

madame Duval y las dos señoritas Branghton se unieron a nosotros en ese momento. Entonces comenzaron a hacerme mil preguntas a las que contesté brevemente, diciendo que había obligado a aquellas dos señoras a caminar conmigo…; e iba a contar algunos detalles más, pero, aunque sentía un

relativo coraje, estaba aún más intimidada por su presencia, para atreverme a ser más explícita.

No obstante, me aventuré de nuevo a desearles buenas noches y propuse ir a buscar al señor Branghton. Aquellas infelices mujeres escucharon todo lo que decía con una curiosidad privada de toda sensibilidad y parecieron decididas a no entender ninguna de mis alusiones. Pero mi irritación aumentó cuando, después de cuchichear entre ellas, declararon con prepotencia que pretendían unirse al grupo. Y entonces, una de ellas, con gran atrevimiento, se sujetó a mi brazo, mientras la otra, dando una vuelta, se agarró del señor Brown; y así, casi a la fuerza, echamos a andar entre ellas, seguidas por

madame Duval y la señorita Branghton.

Sería muy difícil decir qué era más grande, si mi espanto, o la consternación del señor Brown, que no se atrevió a oponer la más mínima resistencia, aunque su desasosiego le hacía temblar casi tanto como a mí. Habría retirado inmediatamente mi brazo, pero me sujetaron con tanta fuerza que no pude moverme, y el pobre señor Brown estaba en las mismas condiciones, pues le oí decir:

—¡Caramba, señora, no hay necesidad de estrujarme el brazo de este modo!

Tal era nuestra situación cuando —no habíamos dado tres pasos—, ¡oh, señor… nos encontramos de nuevo a

lord Orville! Pero no pasó tranquilamente sin vernos… Desgraciadamente nuestros ojos se encontraron, e inmediatamente bajé los míos…, pero se acercó, y todos nos detuvimos.

Entonces levanté la mirada, él se inclinó… ¡Dios mío!, me miró con tal expresión… Nunca la sorpresa y la preocupación fueron tan obvias; sí, querido señor, parecía muy preocupado, y ese recuerdo es el único consuelo que siento de una noche que fue la más dolorosa de mi vida.

Yo no sé lo que dijo porque, en verdad, ni oía ni entendía, pero recuerdo que me limité a hacer una reverencia en silencio. Él se detuvo por un instante, como si —creo— fuese renuente a continuar el viaje; pero luego, al encontrar que todo el grupo se había detenido, se inclinó de nuevo, y se despidió.

Ciertamente, mi querido señor, pensé que me desmayaría; fue tan grande mi emoción por la vergüenza, la vejación y mil y un sentimientos que no puedo expresar. Me libré con decisión del brazo de la mujer, y luego, librándome también del señor Brown, me acerqué a

madame Duval y le rogué que no permitiese que me separaran de ella de nuevo.

Creo que

lord Orville vio lo que ocurría, pues apenas estuve libre, regresó. Puede creerme, querido señor, si le digo que el placer y la sorpresa que sentí en ese momento me compensó de toda la desazón que había experimentado antes. ¿No opina usted que su regreso manifiesta, para un carácter tan tranquilo y reservado como el de

lord Orville, un interés especial en mis preocupaciones? Ésta fue, al menos, la interpretación que involuntariamente hice al volver a verle.

Con una cortesía a la que no estaba acostumbrada desde hacía algún tiempo, se disculpó por regresar, y entonces preguntó por la salud de la señorita Mirvan y el resto de la familia de Howard Grove. Las halagadoras sospechas que concebí restauraron tan asombrosamente mi ánimo, que creo que nunca le contesté con tanta premura y sin cohibirme apenas. Sin embargo, nuestra conversación fue mi corta, pues por desgracia fuimos interrumpidos muy pronto.

Las señoritas Branghton, a pesar de que se habían dado cuenta casi de inmediato de la índole de aquellas mujeres que por desgracia habían vuelto, fueron, no obstante, tan lánguidas y tontas que se limitaron a

reírse de su comportamiento. En cuanto a

madame Duval, estuvo engañada durante unos instantes, pues pensaba que eran dos buenas señoras; realmente es admirable ver con qué frecuencia resulta engañada. El alboroto, sin embargo, provino del joven Brown, pues iba entre las dos mujeres, que le aprisionaban de tal modo los brazos, que parecía completamente atado. Durante un tiempo sus quejas fueron sólo murmullos, pero ahora gritaba en voz alta:

—¡Bondad, señoras, me hacen un daño terrible! ¡Venga, no puedo caminar si continúan estrujándome los brazos de este modo!

Estas palabras provocaron las carcajadas de las mujeres y redoblaron las risas de las señoritas Branghton. Yo estaba terriblemente azorada, mientras el semblante de

lord Orville reflejaba una indignante sorpresa, y desde ese momento no habló más hasta que se despidió.

Madame Duval, que ya empezaba a sospechar de aquella compañía, propuso tomar el primer palco que viéramos libre, ordenar una cena y esperar a que nos encontrase el señor Branghton.

La señorita Polly dijo que había visto uno y nos dirigimos todos allí.

Madame Duval se sentó instantáneamente, y las atrevidas mujeres, obligando al señor Brown a sentarse entre ellas, siguieron su ejemplo.

Entonces,

lord Orville, con una seriedad que me hirió el alma, me deseó buenas noches. No dije una sola palabra, pero si mi cara tiene algún contacto con mi corazón, sin duda reflejaría tristeza; y tengo razones para creer que así ocurrió, pues él, con suma dulzura aunque no menos dignidad, añadió:

—Señorita Anville, ¿me permitirá preguntarle su dirección para presentarle mis respetos antes de marcharme?

¡Oh, cómo me sonrojé con esta inesperada petición! Y cuán grande fue la mortificación que sentí al contestar:

—Su señoría, estoy en Holborn.

Entonces inclinó la cabeza, y nos dejó.

¿Qué pensará…, qué pensará de esta aventura? ¡De qué modo extraño y cruel todas las apariencias se vuelven en contra mía! Si estuviera bendecida con un poco de valor, le habría explicado instantáneamente lo que me había ocurrido para que me viera en semejante compañía… ¡Pero no lo tengo!

En cuanto al resto de la tarde, no puedo relatar los detalles de cuanto sucedió, porque a usted le escribo sólo aquello que pienso y ya no consigo pensar en otra cosa más que en este desgraciado y deshonroso encuentro.

Estas dos miserables mujeres continuaron atormentándonos a todos, pero especialmente al pobre Brown, que parecía ofrecerles una diversión muy especial, hasta que el señor Branghton dio con nosotros y encontró los medios para librarnos de sus persecuciones, espantándolas. Después de que se fueron nos quedamos un rato para dar todas las explicaciones.

Cualquiera que sea la interpretación que se haya formado

lord Orville, no puede ser favorable. ¡Ser vista…, buen Dios…! ¡Ser vista en compañía de dos mujeres de semejante reputación! Con cuánta vanidad, con cuánto orgullo deseaba no encontrarlo cuando estaba con los Branghton y

madame Duval… Y ahora, qué contenta estaría si me hubiera visto en una situación menos desfavorable. ¡Y además… Holborn! ¡Qué dirección! Él que siempre…, no, no le atormentaré, mi querido señor, con más temores y conjeturas mortificantes. Quizá nos visite… y entonces tendré la oportunidad de explicarle la parte más terrible de mi aventura. E incluso, como no le dije la casa en que vivía, tal vez no pueda encontrarla: me limité a decir

Holborn y él, que imagino notó mi vergüenza, se abstuvo de pedir más indicaciones.

¡Pues bien, debo correr el riesgo!

Y aún, por justicia hacia

lord Orville y por justicia hacia la elevada opinión que siempre he tenido de su honor y delicadeza, déjeme observar la diferencia entre su comportamiento y el de

sir Clement Willoughby. Tenía, al menos, las mismas razones para despreciarme en su opinión, mortificarme y rebajarme, pero qué conducta tan diferente: ciertamente, pareció perplejo y muy sorprendido, pero con benevolencia y no con insolencia. Estoy inclinada a pensar que no podía ver, sin un poco de piedad y preocupación, a una joven criatura que no hace mucho conoció en una esfera más alta, y ahora aparece ante él así, súbitamente en una condición extraña y deshonrosa; pero sean cuales sean las dudas y sospechas, lejos de influir en su comportamiento, me habló y me miró con la misma educación y las mismas atenciones con que siempre me había honrado cuando me protegía la señora Mirvan.

Una vez más el mismo tema.

En cada mortificación, en cada turbación, qué agradecido mi corazón, al recuerdo de la certeza de su ternura, a la comprensión y la protección que nunca me faltan. ¡Oh, señor, si pudiera escribir sobre este tema aquello que siento, qué animado sería el lenguaje de su devota,

Evelina!

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