Evelina

Evelina


Parte Segunda » Carta XXII

Página 67 de 107

C

A

R

T

A

X

X

I

I

Evelina continúa

Holborn, 1 de julio

Apática, inquieta y sin fuerza ni coraje para ninguna iniciativa desde el momento en que terminé la última carta, me senté indolentemente en la ventana, donde, mientras esperaba la llamada de

madame Duval para desayunar, entre los carruajes que pasaban, vi uno con insignia nobiliaria y, al rato,

lord Orville en la ventanilla… Me retiré al instante creyendo no ser vista…, pero el carruaje se detuvo en nuestra puerta.

Ciertamente, querido señor, debo reconocer que estaba agitada en extremo; la idea de recibir sola a

lord Orville…, el conocimiento de que su visita estaba destinada enteramente a mí…, el deseo de explicarle mi desafortunada aventura de ayer y la mortificación de mis actuales circunstancias… Todos estos pensamientos, acudiendo a mi mente al unísono, me causaron más ansiedad, embarazo y perplejidad de la que puedo expresar.

Creí que querría anunciarse; pero la doncella, poco acostumbrada a tales ceremonias, lo olvidó por el camino y sólo me dijo que su señoría estaba abajo y deseaba verme; un momento después, apareció.

Si en el pasado, cuando estaba en el círculo de la alta sociedad, y acostumbrada a sus modales, admiraba la gracia y elegancia de

lord Orville, imagínese ahora, señor…, viviendo lejos de ese círculo espléndido, con gentes para quienes la cortesía y el decoro les son desconocidos.

Estoy segura de que le recibí muy torpemente: ¿deprimida por una situación tan desagradable podía hacerlo de otro modo? Cuando las primeras preguntas fueron hechas, dijo:

—Me considero muy afortunado por encontrar a la señorita Anville en casa, y más aún, de encontrarla libre de compromisos.

Me limité a hacer una pequeña reverencia. Luego me habló de la señora Mirvan, me preguntó el tiempo que llevaba en la ciudad y otras preguntas genéricas con las que, por fortuna, me dio tiempo a recobrarme de mi vergüenza. Después, dijo:

—Si la señorita Anville me concede el honor de sentarme con ella unos minutos —porque ambos estábamos de pie—, me aventuraré a decirle el motivo que, tras informarme sobre su estado de salud, me ha inducido a visitarla tan temprano.

Nos sentamos ambos, y tras una breve pausa, dijo:

—No sé cómo excusarme por una libertad como la que estoy a punto de tomarme… Me confío enteramente a su bondad y no me disculparé en absoluto.

Me limité a inclinar la cabeza.

Sentiría mucho parecer impertinente… y aún no sé cómo evitarlo.

—¿Impertinente? ¡Oh, su señoría! —exclamé ansiosamente—, ¡estoy segura de que eso es imposible!

—Es muy buena —contestó— y me alienta a ser franco.

Se interrumpió de nuevo, pero mi impaciencia era demasiado grande para hablar; por fin, sin mirarme, en voz baja y vacilante, dijo:

—Esas señoras con las que la vi anoche… ¿la habían acompañado antes?

—No, su señoría —dije levantándome y sonrojándome violentamente—, ni las veré más.

Se levantó también, y con la expresión de preocupación más condescendiente, dijo:

—Perdone, señora, la brusquedad de mi pregunta, que no he sabido introducir como debería y para la que no tengo excusa sino ofrecerle mi respeto por la señora Mirvan, unido a los más sinceros deseos de felicidad para usted; ¡y aún temo haber ido demasiado lejos!

—Estoy muy agradecida por el honor de las atenciones de su señoría —dije yo—, pero…

—Permítame asegurarle —dijo él al ver que vacilaba— que ser entrometido no es lo que me caracteriza, y que en modo alguno me arriesgaría a desagradarla si no estuviera plenamente convencido de que es demasiado generosa para ofenderse sin un verdadero motivo.

—¡Ofendida! —dije yo—, ¡no, su señoría, sólo estoy afligida, verdaderamente afligida!, por encontrarme en una situación tan desafortunada que me veo obligada a dar explicaciones que no hacen sino mortificarme y disgustarme.

—Soy yo —exclamó él con calidez— quien está disgustado, pues merezco estar mortificado. No busco explicaciones, porque no tengo dudas; pero con el malentendido, señorita Anville, se hiere a sí misma. Permítame, por tanto, decirle lisa y llanamente la intención de mi visita.

Me incliné y regresamos a nuestros asientos.

—Reconozco que me sorprendí mucho —continuó— cuando la encontré ayer por la noche en compañía de dos personas que sabía que no merecían el honor de sus atenciones; ni fue fácil para mí conjeturar sobre los motivos por los que se encontraba en tal situación. Y créame, sin embargo, que mi incertidumbre no me hizo censurarla ni por un momento; estaba convencido de que la reputación de esas mujeres le era desconocida y pensé con mucha preocupación en el disgusto que tendría cuando descubriera su indignidad. Después de una relación tan breve sabía que no podía, sin embargo, hacer uso del privilegio de su confianza para darle una opinión no solicitada en un tema tan delicado; si no hubiese sabido que la credulidad es hermana de la inocencia, no hubiese temido que fuera engañada; algo a lo que no me pude resistir me indujo a tomarme la libertad de advertirla, pero no me perdonaré fácilmente el haber sido tan desafortunado de angustiarla.

El orgullo que había despertado en mí su primera pregunta dejaba paso a la alegría y la gratitud, e inmediatamente le expliqué, de la mejor manera que pude, el incidente que ocasionó que me acompañaran las desgraciadas mujeres con las que me había encontrado. Él me escuchó con elogiosa atención durante el relato, y parecía muy interesado; cuando terminé, me dio las gracias en tan educados términos, por lo que tuvo el gusto en llamar mi condescendencia, que casi me avergoncé de mirarle o escucharle.

Al poco vino la doncella para decirme que

madame Duval quería desayunar en su habitación.

—Temo —dijo

lord Orville levantándose inmediatamente— haberle ocupado demasiado tiempo…, pero, en similares circunstancias, ¿qué otra cosa podía hacer?

Después, tomando mi mano, dijo:

—¿Me permite, señorita Anville, sellar mi paz así?

Se la llevó a sus labios, oprimiéndola, y se ausentó.

¡Generoso y noble

lord Orville! ¡Qué delicado su comportamiento! ¡Dispuesto a darme consejos y aún temeroso de herirme! ¿Podré, en el futuro, arrepentirme de la aventura en que me vi inmersa en Marybone, sabiendo que ha propiciado una visita tan halagadora? Si mis mortificaciones fueran aún más humillantes, mis terrores aún más alarmantes, tal muestra de estima —¿puedo definirla así?— de parte de

lord Orville habría constituido un generoso desagravio.

Y, verdaderamente, mi querido señor, necesito cualquier tipo de consuelo en esta situación tan desagradable porque, desde que se fue, ocurrieron dos incidentes que, si no hubiera tenido buen ánimo, me habrían disgustado muchísimo.

Mientras desayunábamos,

madame Duval me preguntó bruscamente si me gustaría casarme, y añadió que el señor Branghton le había propuesto un matrimonio con su hijo. Sorprendida y, debo admitirlo, irritada, le aseguré que si el señor Branghton pensaba en mí para su hijo, perdía el tiempo.

—¿Por qué? —dijo ella—. Hubiera tenido aspiraciones más grandiosas para ti si te hubiera podido llevar a París y hacer que te reconocieran; pero si no puedo hacerlo, no puedes aspirar a nada mejor, y, como ambos sois de mi familia, y como pienso dejaros mi fortuna, si os casáis, nunca te faltará nada.

Le supliqué que no continuara con el tema, asegurándole que el señor Branghton me era profundamente desagradable, pero ella continuó con sus admoniciones y sus reflexiones, con la acostumbrada indiferencia hacia todo aquello que pudiera contestarle. Me impuso, muy perentoriamente, que no desalentara ni aceptara totalmente la oferta del señor Branghton hasta que ella viera lo que podía hacer por mí; el joven, añadió, había tenido la intención de hablarme a menudo, pero no sabiendo cómo enfocar el asunto, había recurrido a ella para que le preparara el camino.

No tuve escrúpulos para declarar, calurosa y francamente, mi aversión por esta propuesta, pero fue inútil porque concluyó tal como había comenzado, diciendo que

no le aceptara, si podía conseguir algo mejor. No obstante, nada me persuadirá de escuchar a nadie, respecto a este odioso asunto.

La segunda causa de mi desasosiego nace, muy inesperadamente, de

monsieur Du Bois, quien, para mi infinita sorpresa, cuando

madame Duval salió del comedor después de la cena, me puso una nota en la mano y se fue inmediatamente. La nota contenía una declaración de amor para mí que, según dice, nunca hubiera querido confesar; pero sabiendo que

madame Duval destinaba mi mano al joven Branghton, y siendo ésa una unión de la que no puede ni oír hablar, me suplicaba seriamente que perdonara su atrevimiento, que me profesaba el más inviolable respeto, y confiaba su destino al tiempo, la paciencia y la piedad.

Esta conducta de

monsieur Du Bois me preocupa verdaderamente, pues estaba dispuesto a pensar muy bien de él. De todos modos, no será difícil desalentarle, y, por tanto, no informaré a

madame Duval de su carta, pues tengo motivos para creer que le desagradaría mucho.

Ir a la siguiente página

Report Page