Evelina

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Parte Segunda » Carta XXIII

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Evelina continúa

3 de julio

Oh, señor, cuánto desasosiego debo sufrir para compensar una mañana de felicidad! Ayer los Branghton propusieron una excursión a los jardines de Kensington y, como de costumbre,

madame Duval insistió en que les acompañara.

Fuimos en un coche de alquiler a Piccadilly, y dimos un paseo a través de Hyde Park que, en cualquier otra compañía, me hubiera parecido delicioso. Me gustaron muchísimo los jardines de Kensington y los preferí a los de Vauxhall.

El joven Branghton estuvo terriblemente irritante; insistió en ir a mi lado y habló casi compulsivamente, aunque mi reserva y frialdad le impidieron entrar en el odioso tema que

madame Duval le había preparado.

En un momento que quedamos algo distanciados del resto, me dijo:

—Supongo, señorita, que la tía le habrá dicho que… ¿Eh? ¿Verdad, señorita?

Pero me di media vuelta y no le contesté. Ni el señor Smith ni el señor Brown habían venido con nosotros, y el pobre señor Du Bois, cuando se dio cuenta de que le evitaba, me miraba con tal melancolía, que realmente me daba lástima.

Mientras paseábamos por el parque, descubrí a una cierta distancia a

lord Orville en compañía de un grupo de señoras. Retrocedí inmediatamente y me coloqué detrás de la señorita Branghton, escondiéndome mientras pasaba, pues temí que volviera a verme en un paseo público y con gente de la cual me avergonzaba.

Afortunadamente tuve éxito en mi propósito y no lo vi más, pues un repentino y violento aguacero se desencadenó de pronto y nos hizo salir de los jardines apresuradamente; corrimos hasta que alcanzamos un pequeño negocio de verduras, donde pedimos refugio. Allí nos encontramos con dos lacayos a quienes la lluvia había empujado dentro de la tienda. Me pareció reconocer sus libreas, y al mirar por la ventana, vi la misma en un cochero que estaba en el carruaje, que inmediatamente reconocí como el de

lord Orville.

Temiendo ser reconocida, susurré a la señorita Branghton que no pronunciaran mi nombre. Si lo hubiera pensado un momento, hubiera visto la inutilidad de tal cautela, pues no me llamaban más que

prima o

señorita, pero siempre termino involucrándome en situaciones embarazosas o problemáticas por mi inconsciencia.

Esta petición despertó mucho su curiosidad, y me asaltó con preguntas tan bruscas y directas, que no pude evitar darle una explicación completa y, por consiguiente, revelé que conocía a

lord Orville: una revelación que resultó ser la más desafortunada del mundo, pues no descansó hasta sacarme todos los detalles desde nuestro primer encuentro. Luego, llamando a su hermana en voz alta, dijo:

—¡Jesús, Polly! ¡La señorita ha bailado con un

lord!

—¡Pues bien —dijo Polly—, eso es algo que no hubiera pensado nunca! Y dígame, señorita, ¿de qué le habló?

Hecha la pregunta, no me dejaron tiempo de responder y se volvieron tan indiscretas y apremiantes que pronto atrajeron la atención de

madame Duval y el resto del grupo, al cual, en brevísimo tiempo, le repitieron todo lo que yo les había contado.

—¡Caramba! —exclamó el joven Branghton—, si estuviese en su lugar, me aprovecharía del carruaje de su señoría para que me llevara a la ciudad.

—Pues sí —dijo el padre— sería una cosa sensata hacer un buen uso de la amistad de un

lord, pues nos ahorraría el alquiler de un coche.

—¡Jesús, señorita…, hágalo! —dijo Polly—; me gustaría más que cualquier otra cosa dar un paseo en un carruaje con insignia nobiliaria.

—Les garantizo —dijo

madame Duval— que me alegro de que hayan pensado en eso, pues no veo objeción alguna; llamemos al cochero.

—¡Por nada del mundo! —dije yo muy alarmada—, en verdad es del todo imposible.

—¿Por qué no? —preguntó el señor Branghton—. Pues entonces, ¿de qué le sirve conocer a un

lord si no puede aprovecharse de ello?

Ma foi, niña —dijo

madame Duval—, no sabes más del mundo que si fueras un bebé. Por favor, señor —a uno de los lacayos—, dígale a ese cochero que se acerque; quiero hablarle.

El lacayo se quedó mirando fijamente, pero no se movió.

—Por favor, señora —dije yo—, por favor, señor Branghton, tengan la bondad de desistir de su plan; conozco muy poco a su señoría, y no puedo, por ninguna razón, tomarme una libertad tan grande.

—No digas nada —dijo

madame Duval—, pues lo haremos a mi modo; si usted, señor, no quiere llamar al cochero, le garantizo que lo llamaré yo misma.

El lacayo, con gran impertinencia, se rió y le volvió la espalda.

Madame Duval, sumamente irritada, salió corriendo bajo la lluvia y llamó por señas al cochero, que instantáneamente obedeció a su reclamo.

Indescriptiblemente horrorizada, corrí hasta ella y le rogué, con la mayor vehemencia, que permitiera que regresáramos en un coche de alquiler, pero… ¡Oh, es insensible a la persuasión! Le dijo al hombre que quería que la llevara directamente a la ciudad[59], y que se responsabilizaría de él ante

lord Orville.

El hombre, en tono de burla, se lo agradeció, pero le dijo que debería responsabilizarse él mismo; y se alejaba, cuando otro lacayo llegó a su lado con información de que su señor estaba en el palacio de Kensington[60], y que no le necesitaría por una o dos horas.

—Pues entonces, amigo —dijo el señor Branghton (porque todo el grupo nos había seguido)—, ¿qué mal haría en conducirnos a la ciudad?

—Además —dijo el hijo—, le prometo un vaso de cerveza por mi cuenta.

Estas palabras no tuvieron respuesta del cochero más que una carcajada, a la que siguieron otras de los insolentes lacayos. Yo me regocijé por su resistencia, aunque tuve la seguridad de que, si su señor hubiera presenciado sus impertinencias, habrían sido instantáneamente desempleados de su servicio.

—¡

Pardi —gritó

madame Duval—, yo no sabía que los lacayos eran la raza más imprudente del reino! Les aseguro que diré a su amo su manera de comportarse, y no sacarán nada bueno.

—Y bien, señora —dijo el cochero bastante alarmado—, ¿le dio su señoría permiso para usar el carruaje?

—Eso no le importa —contestó—. Sé que es un caballero y que estaría encantado de ofrecérnoslo, antes que vernos caladas hasta los huesos; pero le prometo que sabrá lo descarado que ha sido, pues esta señorita le conoce muy bien.

—Sí, es cierto —dijo la señorita Polly—, y también bailó con él.

¡Oh, cómo me arrepentí de mis tontos errores! Los hombres se mordieron los labios, mirándose unos a otros con cierta confusión. Este gesto fue percibido por los de mi grupo, que aprovechándose de la situación protestaron diciendo que iban a escribir a

lord Orville dándole cuenta, sin demora, de su proceder. Esto les sobresaltó, y uno de los lacayos se ofreció a ir corriendo al palacio para preguntarle a su señoría si daba su permiso para que usaran el carruaje.

Esta propuesta me hizo temblar, y todos los Branghton vacilaron, pero

madame Duval nunca retrocede ante un plan que haya formado, y dijo:

—Haga eso —dijo ella— y dele recuerdos de la niña a su amigo; dígale que como no tenemos carruaje, le agradeceríamos que nos prestara el suyo hasta Holborn.

—¡No, no, no! —grité yo—, no vaya… No conozco a su señoría, ni le envío recados, ni tengo nada que decirle.

Los hombres, muy perplejos, con dificultades pudieron refrenarse de reanudar su impertinente regocijo.

Madame Duval me regañó coléricamente, y después les ordenó que fueran inmediatamente.

—Entonces —dijo el cochero—, ¿qué nombre he de darle a su señoría?

—Anville —contestó

madame Duval—; dígale que la señorita Anville quiere el carruaje; la señorita con quien bailó una vez.

Estaba realmente atormentada, pero mis ruegos no pudieron ser más sordos para aquéllos a quienes imploré, y por tanto, el lacayo, urgido por las amenazas repetidas de

madame Duval y quizá recordando mi nombre, se fue al palacio con tan extraño mensaje.

Él regresó a los pocos minutos e, inclinándose ante mí con el mayor respeto, dijo:

—Su señoría le manda saludos y dice que su carruaje estará siempre a disposición de la señorita Anville.

Estaba tan conmovida por su amabilidad, y tan enojada por todo el asunto, que apenas pude contener las lágrimas.

Madame Duval y la señorita Branghton subieron ansiosamente al coche y me ordenaron que las siguiera. Antes me hubiera sometido al castigo más severo, pero toda resistencia era vana.

Durante todo el camino no hablé una sola palabra; sin embargo, el resto del grupo estuvo tan hablador que mi silencio fue irrelevante. Llegamos a nuestro alojamiento, pero cuando

madame Duval y yo nos bajamos, los Branghton preguntaron si no podrían llevarlos a Snow Hill. Los criados, con toda amabilidad, no hicieron objeción alguna. Mis protestas, bien lo sabe, fueron inútiles, y por tanto, con el corazón oprimido, me retiré a mi cuarto y les dejé que se fueran.

Rara vez he pasado una noche más angustiosa: yo acababa de recuperar la buena opinión del señor Orville… para perderla tan pronto. ¡Darle motivos para suponer que presumía de conocerle…, que he pregonado que bailé con él! ¡Tomarme una libertad que me hubiera sonrojado tomar con el más íntimo de mis amigos! ¡Tratar con semejante impertinencia a alguien que me honra con tan distinguido respeto! En verdad, señor, no pude tener un incidente que me atormentara tan cruelmente.

Si éstos eran mis sentimientos en ese momento, imagínese lo que sufrí con la escena que le voy a describir.

Esta mañana, mientras estaba sola en el comedor, llegó el joven Branghton. Entró dándose aires de importancia, y, pavoneándose ante mí, dijo:

—Señorita,

lord Orville le envía sus cumplidos.

—¡

Lord Orville! —repetí, asombrada.

—Sí, señorita,

lord Orville, porque ahora le conozco tanto como usted. Es un caballero bien cortés, por algo es un

lord.

—¡Por amor de Dios —dije yo—, explíquese!

—Sepa usted, señorita, que después de dejarla tuvimos un pequeño contratiempo; pero eso no importa ahora, porque todo se resolvió de la mejor manera: cuando llegábamos a Snow Hill chocamos contra una carreta con tal fuerza que casi rompimos la rueda del carruaje; sin embargo, esto no fue lo peor, porque abrí la portezuela con tal premura pensando que volcábamos, que la mala suerte quiso que no viera el cristal de la ventana subido y me golpeé la cabeza. Mire, señorita, cómo me he cortado en la frente.

Si en ese momento hubiera tenido un accidente mucho más grave, creo que no me hubiera preocupado en absoluto. Sin embargo continuó su relato porque estaba demasiado confundida para interrumpirle.

—Buen Dios, señorita, nosotros, los criados y todos, estábamos muy azorados, como se puede imaginar, porque además de los cristales rotos, el conductor dijo que no era seguro que el carruaje volviera en ese estado a Kensington. No sabíamos qué hacer; sin embargo, el lacayo dijo que irían a advertirle de lo sucedido a su señoría. Entonces papá se inquietó muchísimo, tanto por temer que su señoría se ofendiera, como porque su enojo podía poner en peligro nuestro negocio; así es que dispuso que fuera esta mañana a excusarme por romper el cristal; por eso le pregunté al lacayo la dirección, y me dijo que vivía en Berkeley Square; esta mañana he ido y enseguida encontré la casa.

—¿Fue? —dije yo, sin aliento.

—Sí…, señorita; y una casa bien bonita que tiene. ¿La conoce?

—No.

—¿No?… Pues, entonces, señorita, sé yo más de su señoría que usted, que le conoció antes. Cuando llegué a la puerta me vi en dificultades, sin saber qué decirle; sin embargo, los sirvientes no creyeron que pudiera verle, pues dijeron que estaba muy ocupado y que podía dejar el mensaje; luego, cuando estaba a punto de irme, se me ocurrió decir que iba de su parte.

—¡De mi parte!

—Claro, señorita… ¿Por qué hacer una caminata tan larga para nada? Y así le dije al portero que le dijera a su señoría que una persona quería hablarle y que venía de parte de una tal señorita Anville.

—¡Dios mío! —dije yo—. ¿Y con qué derecho se toma esa libertad?

—Caramba, señorita, no sea impaciente, porque se alegrará tanto como yo cuando sepa lo bien que ha salido todo. Entonces me dieron paso y me dijeron que su señoría me recibiría enseguida. Me condujeron a través de un ejército de sirvientes y tantas estancias que mi corazón estaba casi temeroso, pues pensé que sería tan orgulloso que apenas me dejaría hablar; pero no es más orgulloso que yo, y ha sido tan cortés como si yo mismo fuera también un

lord. Entonces le dije que esperaba que no se tomara a mal lo del cristal, porque había sido un accidente; y me ordenó no hacer mención a ello, pues no tenía importancia, y luego dijo que esperaba que hubiera llegado usted a casa sana y salva y que no se hubiera asustado; así es que le dije que sí y le di las gracias en su nombre.

—¿Las gracias en mi nombre? —exclamé—, ¿y quién le ha dado permiso? ¿Quién se lo ha ordenado?

—Oh, lo recordé sólo para hacerle creer que iba de su parte. Pero debería haberle dicho antes lo que el lacayo me contó: que su señoría se marcha mañana de la ciudad; que su hermana se casa pronto, y que tiene un montón de cosas que hacer por esa circunstancia; eso vino a mi cabeza, y dado que estaba tan amable, me atreví a decirle…, le dije…: si su señoría no tiene un compromiso especial…, mi padre es platero y estaría muy orgulloso de servirle; y dije…: la señorita Anville, la que bailó con usted, es prima mía y estará muy agradecida también, se lo aseguro.

—Qué locura —dije yo levantándome de la silla—, me ha hecho un daño irreparable, pero no quiero oírle más —y entré corriendo a mi cuarto.

Casi me vuelvo loca, en realidad deliré: la buena opinión que

lord Orville tenía de mí me parecía irremediablemente perdida; la remota esperanza que alenté por la mañana de hablarle y poder explicarle lo ocurrido desapareció totalmente, ahora que sé que se ausenta de Londres, y deduje que, por el resto de mi vida, me consideraría una persona absolutamente despreciable.

La sola idea era como una daga en mi corazón, no podía soportarla y —me avergüenzo de seguir— temo su desaprobación; sin embargo, no creo haberla merecido, aunque la repugnancia que siento al contarle lo que hice me hace sospechar que puedo haberme equivocado. ¿Me perdonará usted si le confieso que

ya escribí contándole todo a la señorita Mirvan y que pensaba

encubrírselo a usted? Esta ingrata idea, no obstante, fue breve, y preferí arriesgarme a su justo reproche antes que traicionar indignamente su generosa confianza.

Ahora estará preparado para lo que sigue, una carta…, una apresurada carta que, en el cénit de mi agitación, le escribí a

lord Orville:

A lord Orville

Su señoría:

Me siento profundamente avergonzada por la petición del carruaje formulada ayer en mi nombre, y estoy profundamente turbada al saber de los daños sufridos; no puedo abstenerme de escribir unas líneas para justificarme de la acusación de impertinencia de la que su sola sospecha me hace sonrojar, para hacerle saber que la solicitud del carruaje se presentó sin mi consentimiento y que también desconocía la visita con la que le han importunado esta mañana.

Estoy indescriptiblemente consternada por haber sido el instrumento, aunque inocente, de tantas molestias para su señoría; pero le ruego que me crea cuando le digo que estas líneas son lo único en lo que he tomado parte voluntariamente.

Soy, señor, la humildísima sierva de su señoría,

Evelina Anville

Acudí a la criada de la casa para que llevara la nota a Berkeley Square, pero apenas la entregué ya lamentaba haberla escrito, echando a correr escaleras abajo para recuperarla, cuando la voz de

sir Clement Willoughby me detuvo. Como

madame Duval había ordenado que no se le recibiera, me vi obligada a regresar escaleras arriba, y cuando se fue, mi intención ya era tardía, pues la criada ya le había dado la nota al portero.

Pasé un tiempo muy intranquila en su ausencia; no obstante, cuando regresó no trajo respuesta, porque

lord Orville no estaba en casa. De todos modos, no sé si se molestará en contestarme…, o si preferirá venir…, o si se quedará todo como está…, no sé; pero esta ignorancia me tiene en una cruel ansiedad.

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