Evelina

Evelina


Parte Segunda » Carta XXIV

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Evelina continúa

4 de julio

Ahora, mi querido señor, ya puede enviar a la señora Clinton a por su Evelina lo más pronto que le sea posible venir, porque ya no se opondrá nadie a que deje la ciudad. Sería mejor que no hubiera venido nunca.

Esta mañana

madame Duval quiso que fuera a Snow Hill para invitar a los Branghton y al señor Smith a pasar la tarde con ella, y quiso que el señor Du Bois, que había desayunado con nosotras, me acompañara. Yo era reacia a obedecerla, porque ni deseaba ir con

monsieur DuBois, ni encontrarme con el joven Branghton. Tenía además una razón aún más poderosa para mi renuencia, pues pensaba que quizá

lord Orville me enviara alguna respuesta, o se le ocurriera venir durante mi ausencia. Sin embargo, no me atreví a discutir sus órdenes.

El pobre

monsieur Du Bois no abrió la boca en todo el camino, que creo fue igualmente desagradable para los dos. Encontramos a toda la familia reunida en la tienda. El señor Smith, en el momento que me vio, se dirigió a la señorita Branghton con toda la galantería de que fue capaz; me complace ver los buenos resultados de mi conducta en el baile de Hampstead; pero el joven Branghton fue sumamente molesto, riéndose en mi cara y con una expresión tan significativamente impertinente, que me vi obligada a dedicarme a

monsieur Du Bois y comenzar una conversación simplemente para evitar tales insolencias.

—Señorita —dijo el señor Branghton—, lamento lo que me dice mi hijo, que no le agradó lo que hicimos con el tal

lord Orville; pero me gustaría saber qué encontró de malo en ello, pues lo hicimos con la mejor intención.

—¡Caramba! —dijo el hijo—, es que si hubiera visto a la señorita se habría asombrado…, salió del cuarto muy encolerizada.

—Es muy tarde ya —dije yo— para discutir este tema, pero me permito la libertad de rogarle que de aquí en adelante nunca use mi nombre sin que yo lo sepa. ¿Puedo decirle a

madame Duval que aceptan su invitación?

—En cuanto a mí, señora —dijo el señor Smith—, estoy muy agradecido a la vieja señora, pero no tengo ánimo para dejarme engañar por ella de nuevo; mis excusas, señora.

Todos los demás aceptaron venir, y entonces me ausenté; pero, cuando dejaba la tienda, dijo el señor Branghton:

—Coraje, Tom, sólo es timidez.

Y antes de que hubiera dado diez pasos, el joven ya me seguía.

Estaba tan ofendida que ni le miré, y me puse a conversar con

monsieur Du Bois, que estaba más animado que nunca porque, desgraciadamente, interpretó mal la razón de mis atenciones.

La primera información que recibí cuando volví a casa fue que habían ido dos señores y habían dejado sus tarjetas de visita. Las pedí y leí los nombres de

lord Orville y

sir Clement Willoughby, respectivamente. No lamenté en absoluto no haber visto al último, pero quizá lamentaré toda mi vida no haber visto al primero, pues probablemente haya dejado ya la ciudad y no pueda verle de nuevo.

—¡Bondad divina! —dijo el joven Branghton leyendo groseramente por encima de mí—. Y pensar que aquel

lord ha venido de tan lejos. Supongo que querrá hacerle un encargo a mi padre, y por eso querrá preguntarle si yo le había dicho la verdad.

—Por favor, Betty —dije yo—, ¿cuánto tiempo hace que se ha ido?

—Ni dos minutos, señora.

—Pues entonces le apuesto que nos ha visto a pie por Holborn Hill —dijo el joven Branghton.

—¡Qué Dios nos guarde! —grité yo impaciente y demasiado abochornada para soportar por más tiempo sus comentarios.

Subí escaleras arriba, pero oí que le decía a

monsieur Du Bois:

—La señorita está tan

engreída esta mañana, que creo que es mejor no hablarle más.

Deseé que

monsieur Du Bois hubiera tomado la misma resolución, pero eligió seguirme al comedor, que encontramos vacío.

Vous ne l’aimez donc pas, ce garçon, Mademoiselle! —dijo él.

—¡Yo! ¡No, le detesto! —dije, porque me salió del alma.

Ah, tu me rends la vie! —dijo él, tirándose a mis pies.

Y precisamente cogía mi mano cuando

madame Duval abrió la puerta.

Precipitadamente, y con signos de culpable confusión en la cara, se levantó; pero la furia de esta señora realmente me asombró y, avanzando hacia

monsieur DuBois, que retrocedía, empezó a atacarle en francés con una cólera y una locuacidad tan prodigiosas que no permitían entender nada, y aun así entendí demasiado, pues sus reproches me convencieron de que se había propuesto ser el objeto del afecto de aquel hombre.

Él se defendió de una forma débil y con evasivas, y cuando le ordenó que desapareciera de su vista, se retiró con gran premura; y entonces, con mayor violencia aún, me reprendió por haberle

conquistado el corazón, llamándome ingrata e insidiosa. Dijo que no me llevaría a París, ni se interesaría por mis asuntos, a menos que accediera inmediatamente a casarme con el joven Branghton.

Asustada como estaba por su vehemencia, esta propuesta me hizo recobrar todo el coraje, y le dije que, francamente, sobre ese punto nunca podría obedecerla. Más irritada que nunca me ordenó abandonar la estancia.

Así está la situación en este momento. Me excusaré de ver a los Branghton esta tarde; en verdad, no tengo ningún deseo de verlos de nuevo. Lamento mucho haber desagradado a

madame Duval, aunque no sea por mi culpa, y estaré muy contenta de abandonar esta ciudad en la que no queda ninguna persona por la que sienta deseos de volver. Si hubiese visto a

lord Orville no lamentaría nada, porque habría podido explicarle lo que tan precipitadamente le escribí; pero siempre será un placer para mí recordar que vino a verme, pues me halaga creer que le satisfizo mi carta.

Adieu, mi querido señor; se acerca el momento en que espero recibir de nuevo su bendición y ser deudora de toda mi alegría y felicidad por su bondad.

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