Evelina

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Parte Segunda » Carta XXVII

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Evelina continúa

Berry Hill, 21 de julio

Me acusas de misteriosa y reservada, y no dudo que he merecido esa acusación, aunque explicarme…, no sabes qué dolorosa será esa tarea. Pero no puedo resistir tus amables súplicas, y es que, ciertamente, no deseo resistirme porque tu amistad y tu afecto calmarán mi pesar. Si la causa de mi pesar fuera otra, ni un solo momento hubiera diferido el comunicártela; pero tal como están las cosas, si fuera posible, no sólo lo ocultaría al mundo entero, sino que trataría de no creérmelo yo misma. Pero si debo decírtelo, ¿para qué jugar con tu impaciencia?

No sé cómo empezar, y veinte veces lo intenté en vano, pero me

obligaré a continuar.

Oh, señorita Mirvan, ¿hubieras podido creer que aquel que parecía un modelo para todos sus semejantes, un modelo de perfección…, uno cuya elegancia sobrepasaba toda descripción, de quien la dulzura de modales deshonraba toda comparación…

Oh, señorita Mirvan ¿habrías podido creer que

lord Orville me tratara de un modo tan indigno?

¡Nunca, nunca más me fiaré de las apariencias… Nunca confiaré en mi débil capacidad de juicio… Nunca más creeré en la bondad porque la persona parezca amable! ¡Con qué crueldad tan grande se nos enseña el conocimiento del mundo! Pero mientras me absorben mis reflexiones, olvido que aún estás en incertidumbre.

Acababa de terminar la última carta que te escribí desde Londres, cuando la sirvienta de la casa me trajo una nota. Se la había dado, según dijo, un lacayo, que le informó de que volvería al día siguiente por una respuesta.

La nota… dejaré que hable por sí sola.

Para la señorita Anville:

¡Oh, encantadora criatura del género femenino! Leo con embeleso la carta con que me favoreció ayer por la mañana. Lamento que el asunto del carruaje le haya causado la menor preocupación, pero estoy muy halagado por la ansiedad que con tanta bondad expresa.

Créame, adorable muchacha, estoy sinceramente conmovido por la honorabilidad de su buena opinión, y me siento profundamente impregnado de amor y gratitud. Estaré orgulloso de continuar la correspondencia que tan amablemente ha empezado y espero que el conocimiento del favor que me hace le impedirá interrumpirla. Esté segura de que no hay nada que desee más ardientemente que poner de aquí en adelante mi agradecimiento a sus pies, y ofrecerle estas promesas que son un tributo a su encanto y sus habilidades. En su próxima le suplico que me informe del tiempo que permanecerá en la ciudad. El criado que enviaré por su respuesta tiene orden de entregármela a vuelta de correo. Mi impaciencia hasta su llegada será grandísima, aunque inferior a mi ardiente deseo de decirle, en persona, hasta qué punto soy, mi dulce muchacha, su agradecido admirador.

Orville

¡Qué carta! Cómo se inflamaba mi orgulloso corazón con cada línea que copiaba. Tú sabes lo que le escribí…, dime entonces, mi querida amiga, ¿piensas que merecía esa respuesta?; ¿piensas que merecía la libertad que se ha tomado? Yo no tenía otra intención, salvo, simplemente, la de excusarme ante mí misma y ante él; y, sin embargo, por las explicaciones que expone, ¿no parecería que contenía una declaración de sentimientos que, en efecto, hubiera provocado su desprecio?

En el instante que se me entregó la carta, me retiré a mi cuarto a leerla, y en la primera lectura estaba tan ansiosa que, me avergüenza reconocerlo…, no me dio más sensación que de felicidad… Al no esperar incorrección alguna por parte de

lord Orville, no percibí de inmediato la impertinencia que insinuaba: sólo noté las expresiones de consideración, y me sorprendió tanto que, durante un tiempo, me sentí incapaz de tranquilizarme y leerla de nuevo. Sólo podía andar de aquí para allá por el cuarto, repitiéndome a mí misma: Dios mío, ¿es esto posible? ¿Entonces soy amada por

lord Orville?

Pero este sueño se desvaneció muy pronto, y empezaron a despertarse en mí sentimientos muy distintos: con la segunda lectura pensé que cada palabra cambiaba de significado… No parecía la misma carta… No pude encontrar ninguna frase que leer sin sonrojarme; mi asombro era enorme y fue seguido de una indignación extrema.

Si, como estoy presta a reconocer, erré con mi escrito a

lord Orville, ¿merecía que

él castigara así mi error? Si se sintió ofendido, ¿no pudo guardar silencio? Si pensaba que mi carta era inoportuna, ¿no se debería haber compadecido de mi ignorancia? ¿No debería haber considerado mi juventud y tenido en cuenta mi inexperiencia?

¡Oh, Maria! ¡Cómo me he engañado con este hombre! No había palabras para expresar la elevada opinión que tenía de él; a ella fue debida la desafortunada solicitud que me apremió para la escritura de aquella nota. Una solicitud que lamentaré mientras viva.

Aunque tal vez tenga más motivos para regocijarme que para afligirme, puesto que este incidente me ha mostrado su verdadera naturaleza y ha borrado esa parcialidad que, cubriendo todas sus imperfecciones, tan sólo dejaba ver sus virtudes y buenas cualidades. Si el engaño se hubiera prolongado por más tiempo, mi mente se habría nutrido de cualquier prejuicio adicional a su favor, y quién sabe a dónde me hubieran conducido mis erradas ideas. Ciertamente, temo haber corrido un peligro peor de aquel que me preocupaba y en el que ahora puedo pensar sin temblar, porque si en mi débil corazón hubiera calado una huella demasiado profunda para sus méritos, mi paz y mi felicidad se habrían perdido para siempre.

Estaría muy feliz si pudiera alentar pensamientos más alegres, si pudiera arrancar de mi mente la melancolía que me embarga, pero no puedo vencerla, pues, además de los humillantes sentimientos que me oprimen tan poderosamente, tengo aún otro motivo de preocupación. ¡Oh, querida Maria, he quebrantado la tranquilidad del mejor de los hombres!

Nunca he tenido el valor de mostrarle esta carta cruel; no podría soportar que desmereciera tanto su opinión sobre mí, opinión que, con gran cuidado, había alimentado yo misma. En verdad, mi primera intención fue reservarme este dolor para mí sola, pero tus afectuosas preguntas me han hecho exteriorizarlo, y ahora desearía no haberlo ocultado desde un principio, pues no sé cómo justificar una tristeza que no consigo silenciar, pese a todos mis esfuerzos por reprimirla.

Mi mayor temor es que piense que mi estancia en Londres me ha hecho sentir aversión por el campo. Todas las personas que me ven notan mi cambio y mi aspecto pálido y enfermo.

Sería del todo indiferente a tales observaciones si no percibiera que atraen hacia mí los ojos del señor Villars, que me miran brillando de afectuosa preocupación.

Esta mañana, hablando sobre mi aventura londinense, mencionó a

lord Orville. Me sentí tan turbada que habría cambiado de tema inmediatamente, pero no me lo permitió, y del todo inesperadamente, comenzó un panegírico ensalzándole, en términos firmes, su comportamiento viril y honorable en relación con la aventura de Marybone Gardens. Mis mejillas resplandecían de indignación con cada palabra que pronunciaba; tanto le había ponderado últimamente como el más noble de su sexo, que ahora que estaba convencida de mi error, no podía soportar oír las inmerecidas alabanzas pronunciadas por un hombre tan bueno, tan libre de sospechas, tan puro de corazón.

Tengo miedo de saber lo que pensó sobre mi silencio y mi desasosiego, pero espero que no mencione más el asunto. Sin embargo, no dejaré paso, con ingrata indolencia, a una tristeza que encuentro contagiosa pues se merece mi disposición de ánimo más alegre. Estoy agradecida de que se haya contenido de indagar sobre mi herida, e intentaré curarla por la conciencia de que no he merecido el insulto recibido. ¡Y aún no puedo menos que lamentar encontrarme en un mundo tan engañoso, en el que debemos sospechar de lo que vemos, desconfiar de lo que oímos y dudar incluso de lo que sentimos!

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