Evelina

Evelina


Parte Segunda » Carta XXIX

Página 74 de 107

C

A

R

T

A

X

X

I

X

Evelina continúa

Berry Hill, 10 de agosto

Te quejas de mi silencio, mi querida señorita Mirvan…, pero ¿qué voy a escribirte? No tengo nada que contar, ni tengo la imaginación animada para compensar la falta de noticias. No obstante, en este momento tengo bastante material para una carta, por una conversación que tuve ayer con el señor Villars.

El desayuno había sido el más alegre desde mi regreso y, cuando terminamos, él no se retiró como de costumbre a su estudio, sino que continuó conversando conmigo mientras trabajaba. Habríamos pasado así toda la mañana, de un modo tan agradable, si no hubiera sido por la llegada de un agricultor que vino a solicitar consejo sobre algunos asuntos domésticos. Se retiraron juntos al estudio.

En el momento que me quedé sola me faltó el ánimo; el esfuerzo realizado había fatigado mi mente. Tiré la labor y, apoyando los brazos sobre la mesa, dejé paso a una secuencia de tristes reflexiones que, huyendo de la atemperación que las había sofocado, me llenó de una inusual tristeza.

Ésta era mi situación cuando, mirando hacia la puerta que estaba abierta, descubrí que el señor Villars me estaba mirando ansiosamente.

—¿El granjero Smith se fue ya, señor? —dije alzándome y tomando de nuevo mi labor.

—Déjame, no me perturbes —dijo él, seriamente—, regreso a mi estudio.

—¿De veras, señor? Esperaba que viniera a sentarse conmigo.

—¡Esperabas! ¿Y por qué, Evelina, esperabas eso?

Esta pregunta fue tan inesperada que no supe cómo contestarla, pero apenas vi que se marchaba, le seguí y le rogué que regresara.

—No, querida —dijo con una sonrisa forzada—, sólo interrumpo tus meditaciones.

De nuevo no supe qué decir y, mientras dudaba, se retiró. Mi corazón se fue con él, pero no tuve el valor de seguirle. La idea de una explicación, provocada de una forma tan seria, me asustó. Recordé las sospechas que habías deducido de mi desasosiego, y temí que pudiera hacer una interpretación similar.

Solitaria y pensativa, pasé el resto de la mañana en mi cuarto. En la comida traté de estar alegre de nuevo, pero el señor Villars estaba muy serio, y yo no tenía suficiente ánimo para soportar una conversación sólo gracias a mi esfuerzo. Apenas la comida estuvo terminada, él tomó un libro y yo caminé hacia la ventana. Creo que permanecí cerca de una hora en esa situación.

Todos mis pensamientos estaban dirigidos a encontrar el modo de disipar las dudas que temía se hubiese formado el señor Villars, sin tener que admitir una circunstancia que, simplemente por encubrirla, ya me había hecho sufrir tanto. Mientras pensaba en el futuro, olvidé el presente, y tan absorta estaba, que lo extraño de mi insólita inactividad y extrema seriedad no cruzó por mi mente. Pero cuando finalmente me tranquilicé y me volví, encontré al señor Villars, que había dejado su libro, contemplándome ensimismado. Desperté de mi ensueño, y, sin saber apenas lo que decía, le pregunté si había estado leyendo.

Él hizo una pequeña pausa, y luego contestó:

—Sí, mi niña, un libro que me aflige y al mismo tiempo me desconcierta.

Entendí que se refería a

, y por eso no contesté.

—¿Y si lo leyéramos juntos? —continuó—, me ayudaría a aclarar los puntos oscuros.

No supe qué decir, pero involuntariamente suspiré desde lo más profundo de mi corazón. Se levantó, y acercándose, me dijo con emoción:

—Mi niña, ya no puedo ser testigo silencioso de tu dolor…, tu dolor que no es sino

mi dolor… ¿Debo permanecer extraño a su causa, cuando compadezco tan profundamente su efecto?

—¿La causa, señor? —exclamé muy alarmada—. ¿Qué causa? No sé…, no sé decir…, yo…

—No temas —dijo amablemente— abrirte a mí, mi queridísima Evelina; ábreme tu corazón…, no puede haber sentimientos para los cuales no sea indulgente. Dime entonces lo que nos aflige a los dos, y quién sabe si encontraré algún consuelo.

—Es demasiado bondadoso —dije yo muy avergonzada—, pero en verdad desconozco lo que quiere decir.

—Entiendo —dijo él—, te es doloroso hablar: supongamos, entonces, que me esfuerzo por intentar adivinar.

—¡Imposible! ¡Imposible! —dije yo ansiosa—. Nadie podría adivinarlo…, ni tan sólo suponer…

Me interrumpí bruscamente pues, en ese momento, me di cuenta de que estaba confesando que había algo que podía adivinarse. No obstante, no reparó en mi error, y siguió insistiendo.

—Al menos déjame intentarlo —contestó dulcemente—, tal vez sea mejor adivino de lo que imaginas. Si adivino todo aquello que es probable seguramente pueda acercarme a la verdadera razón. Sé honesta, entonces, tesoro, y habla sin reserva: ¿quizá el campo, después de tanta alegría, tanta diversión, te resulta soso y aburrido?

—¡No, de verdad! ¡Lo amo más que nunca, y más que nunca desearía no haberlo abandonado!

—¡Oh, mi niña! ¡Ojalá no hubiera permitido tu viaje! Mi juicio siempre fue contrario a eso, pero mi resolución no estuvo a prueba de persuasiones.

—¡En verdad me sonrojo! —exclamé recordando mi vehemencia—. Ya me he castigado yo misma.

—Es demasiado tarde para reflexionar sobre este tema —contestó—; intentemos evitar el arrepentimiento en el futuro y no habremos errado sin obtener alguna enseñanza.

Después, sentándose, y haciéndome sentar a su lado, siguió:

—Ahora debo adivinar de nuevo: ¿tal vez lamentas la pérdida de los amigos que conociste en la ciudad…?, ¿quizá te falta su compañía y temes no verlos más? Quizá

lord Orville…

No pude permanecer sentada y, levantándome precipitadamente, dije:

—¡Querido señor, no me pregunte más! No tengo nada que declarar…, nada que decir… Mi seriedad es meramente accidental y no estoy en posición de darle ningún motivo. ¿Le traigo otro libro o seguirá leyendo el mismo?

Por algunos minutos permaneció en completo silencio y fingí estar ocupada buscando un libro; finalmente, con un profundo suspiro, dijo:

—¡Entiendo, entiendo muy bien que, aunque Evelina ha vuelto a mí…, he perdido a mi niña!

—No, señor, no —exclamé indeciblemente turbada—, le pertenece más que nunca. Sin usted, el mundo sería un desierto para ella, y la vida una carga insoportable; perdónela…, entonces, y, si puede, condescienda a ser, de nuevo, el confidente de todos sus pensamientos.

—Bien sabe cuánto aprecio, cuánto deseo su confianza —contestó—, pero forzarla para arrancársela… Mi sentido de la justicia y mi afecto, se revuelven ante esta idea. Lamento haber sido tan impetuoso contigo; vete, hija mía, vete y tranquilízate; nos veremos a la hora del té.

—Entonces, ¿es que rechaza escucharme?

—No, hija mía, pero aborrezco obligarte. Hace tiempo que veo que estás disgustada, y en gran medida he compartido tu preocupación. Me contuve de preguntarte porque confiaba que el tiempo y la ausencia de lo que fuera que motivó tu inquietud podrían actuar mejor en silencio. Pero, Dios mío, tu aflicción parece aumentar…, tu salud decae…, tu aspecto cambia. ¡Oh, Evelina, mi envejecido corazón sangra al ver ese cambio! ¡Sangra al contemplar el tesoro que amaba, el sostén que había educado para mi apoyo cuando estuviera inclinado por los años y las enfermedades, cediendo bajo la presión de las penas del alma! ¡Combatir por esconder aquello en lo que debería intentar tomar parte! Pero, ve, querida mía, ve a tu cuarto… Ambos necesitamos recuperar la compostura y hablaremos de este asunto otro día.

—¡Oh, señor! —dije yo conmovida hasta el fondo de mi alma—. No me ordene que me vaya. No me considere hasta tal punto extraña a los sentimientos y la gratitud…

—Ni una palabra de eso —interrumpió él—. Me atormenta que debas pensar en este tema. Me aflige que siempre recuerdes que no tienes derecho natural y hereditario a todo cuanto puedo hacer por ti. No pretendía turbarte así… Esperaba calmarte, pero mi ansiedad me ha traicionado y mi urgencia te ha angustiado. Consuélate, tesoro mío, y no dudes que el tiempo será tu amigo y todo acabará bien.

Me eché a llorar; me había reprimido hasta aquel momento con mucha dificultad, porque el corazón, resplandecido de ternura y gratitud, se vio abrumado por el sentimiento de su propia indignidad.

—¡Usted es todo, todo bondad! —exclamé con voz apenas audible—; tan poco como lo merezco…, y a pesar de que no puedo corresponder tanta bondad…, aún mi alma entera lo siente…, y le doy las gracias por ello.

—Mi queridísima niña —dijo él—. No soporto ver tus lágrimas… Enjuágalas por

mi amor… Verlas es demasiado para mí; ¡piensa en esto, Evelina, y tranquilízate, te lo exijo!

—Diga entonces —exclamé yo arrodillándome a sus pies—, ¡diga entonces que me perdona, que perdona mi reserva…, que me permitirá contarle de nuevo mis pensamientos más secretos y que confiará en mi promesa de no renunciar más a su confianza! ¡Padre mío! ¡Mi protector! ¡Mi mejor y único amigo, le honraré y le amaré siempre! ¡Diga que perdona a su Evelina y ella se esforzará en merecer siempre su bondad!

Se levantó y me abrazó. Me llamó su única alegría, su única esperanza terrenal y niña de su corazón. Me estrechó contra su corazón y, mientras yo lloraba para desahogar el mío, me calmó y me tranquilizó con las palabras más dulces y consoladoras.

Siempre recordaré con cariño el momento en que, venciendo la reserva que tan tontamente había planificado y que tan dolorosamente había soportado, recuperé la confianza del mejor de los hombres.

Cuando finalmente nos sentamos tranquila y sosegadamente uno junto al otro, con el señor Villars esperando la explicación que le había rogado que escuchara, me sentí sumamente avergonzada y sin saber cómo empezar el asunto que debía aclararlo todo. Viendo mi desasosiego, me preguntó bromeando si podía seguir adivinando; yo asentí en silencio.

—Entonces, ¿regreso al punto en que me había interrumpido?

—Si…, si le agrada…, está bien —respondí tartamudeando.

—Pues bien, entonces, tesoro mío, creo que estábamos hablando de la natural tristeza que sentías por haber dejado atrás a las personas de las que habías recibido tantas atenciones y amabilidad… sin la certeza de volver a verlas para poder devolverles sus buenos servicios. Éstas son circunstancias que provocan melancólicas reflexiones en la joven mente y la afectuosa naturaleza de mi Evelina que, abierta a la amistad, seguramente la hieren más de lo normal por tales consideraciones. ¿Guardas silencio, querida mía? ¿Debo nombrar a las personas que considero más dignas de la pena de que hablo?

Seguí callada, y él continuó:

—En tu diario londinense ninguno aparecía a tus ojos más respetable que

lord Orville, y tal vez…

—Sabía que lo diría —exclamé presurosa—, y durante mucho tiempo temí que sus sospechas recaerían en él, pero en realidad, señor, está muy equivocado: odio a

lord Orville… Es el último hombre en el mundo hacia quien estaría bien dispuesta.

Me detuve porque el señor Villars me miró con tan infinita sorpresa, que mi propio apasionamiento me hizo sonrojarme.

—¡Odias a

lord Orville! —repitió.

Me quedé sin habla, pero tomé la carta de mi bolsillo y se la entregué, diciéndole:

—¡Mire, señor —dije yo—, cómo el mismo hombre puede

hablar y

escribir de un modo tan diferente!

La leyó tres veces antes de hablar, y luego dijo:

—Estoy tan asombrado que no sé ni lo que leo. ¿Cuándo recibiste esta carta?

Se lo dije. La leyó de nuevo, y después de considerar por unos instantes su contenido, dijo:

—Sólo puedo encontrar una explicación para una conducta tan extraordinaria: debía de estar ebrio cuando la escribió.

—¡

Lord Orville borracho! —repetí—. Siempre lo había considerado ajeno a todo tipo de excesos, pero es muy posible… Ahora podría creer cualquier cosa.

—Que un hombre que se había comportado con un respeto tan riguroso por la delicadeza —continuó el señor Villars— y que, apenas se le presentaba la ocasión, manifestaba sentimientos tan honorables, ultrajara a una joven modesta de un modo tan insolente y libertino y estando en pleno uso de sus facultades… no lo creo posible. Pero, querida mía, debiste cerrar la carta y devolvérsela con una cuartilla en blanco: tal resentimiento habría estado en consonancia con

tu reputación y al mismo tiempo le habría dado a él la oportunidad, hasta cierto punto, de justificar la suya. No habría podido leerla, a la mañana siguiente, sin darse cuenta de cuán impropio había sido escribirla.

¡Oh, Maria! ¿Por qué no pensé en esto? Habría podido recibir alguna excusa, y la mortificación sería

suya, no

mía. En verdad, no podría tenerle ya en tan alta consideración, pues la convicción de tal exceso le habría rebajado al mismo nivel de su imperfecta raza, pero mi mortificado orgullo habría recibido consuelo de sus excusas. Pero ¿por qué había yo de permitir ser humillada por un hombre que tolera que la razón se corrompa de un modo tan despreciable, si estoy ensalzada por una persona que no conoce vicio y apenas falta… sino de oídas? Pensar en su bondad y reflexionar sobre sus alabanzas puede animarme y consolarme aun en medio de la aflicción.

—Tu indignación —me dijo— es consecuencia de la virtud; habías imaginado que

lord Orville no tenía tacha: aparentaba merecer la máxima consideración y supusiste que su carácter era acorde a su apariencia; siendo tan honesta como eres, ¿cómo podías prepararte para la doblez de los demás? Tu decepción ha sido proporcional a tus expectativas y su gravedad se debe principalmente a la inocencia con que enmascaró su acercamiento.

Me aseguraré de que estas palabras se fijen para siempre en mi memoria; me alegrarán, reconfortarán y animarán. Esta conversación, aunque sumamente conmovedora en ese momento, liberó mi mente de mucha ansiedad. La ocultación, mi querida Maria, es enemiga de la tranquilidad; aun cuando pueda errar en el futuro, nunca más seré insincera al confesar mis errores. Para ti y para el señor Villars prometo una confianza constante.

Y todavía, aunque me siento tranquila, estoy lejos de estar bien; me tomó un tiempo escribir la presente, pero espero que pronto te enviaré una más alegre.

Adieu, mi dulce amiga; te imploro que no pongas en conocimiento de este asunto a tu querida madre; estima mucho a

lord Orville y ¿para qué hacer público que no merece tal honor?

Ir a la siguiente página

Report Page