Evelina

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Parte Tercera » Carta I

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De Evelina al reverendo señor Villars

Bristol Hotwells, 12 de septiembre

Las primeras dos semanas que pasé aquí fueron tan tranquilas, tan serenas, que tenía motivos para esperar una prolongada calma durante mi estancia; sin embargo, si debo juzgar el futuro por el presente estado de mi ánimo, siento que la tormenta sucederá a la calma y temo la violencia con la que ésta pueda desencadenarse.

A saber, esta mañana, de camino al salón termal con la señora Selwyn, fuimos incomodadas por tres caballeros que paseaban a lo largo de la orilla del Avon, riendo, vociferando y holgazaneando de una manera tan desagradable que no sabíamos cómo adelantarles, y entonces los tres posaron sus ojos en mí, mirándome uno tras otro bajo el sombrero de un modo muy impertinente y murmurando entre sí. La señora Selwyn adoptó entonces una expresión inusualmente seria diciendo:

—Sean tan amables, caballeros, de seguir o dejarnos pasar.

—¡Oh, señora! —exclamó uno de ellos—, la dejaremos pasar con muchísimo gusto.

—O mucho me equivoco o nos dejarán

pasar a las dos sin formar alboroto —contestó ella—; sentiría mucho que mi criado tuviera que tomarse la molestia de enseñarles mejores modales.

Su porte autoritario les sorprendió, pero todos optaron por echarse a reír, mientras uno le pedía al criado que comenzara la lección para tener el placer de arrojarle al Avon después; al tiempo, otro, avanzando hacia mí con una familiaridad que me sobresaltó, dijo:

—¡Por mi alma, si no la reconozco! Estoy seguro de no estar equivocado. ¿No he tenido el honor de verla en una ocasión en el Pantheon[63]?

Entonces recordé al caballero que había conseguido ruborizarme en aquel lugar; me incliné sin decir nada mientras todos saludaban respetuosamente, y de una manera sencilla se disculparon ante la señora Selwyn dejándonos el paso libre, aunque tuvieron a bien acompañarnos.

—¿Y dónde —continuó el caballero— permaneció escondida todo este tiempo? ¿Acaso no sabe usted que desde aquel día no he dejado de buscarla? Nadie sabía dónde encontrarla ni tenía noticias suyas…, ni un alma fue capaz de decirme a dónde se había marchado; no conseguía imaginar dónde podría estar recluida, y cada noche salía en su busca a dos o tres lugares públicos con la esperanza de encontrarla. Dígame…, ¿dejó usted la ciudad?

—Sí, mi señor.

—¡Al comienzo de la temporada! ¿Qué pudo motivarla a ausentarse antes del aniversario[64]?

—Señor, yo no tengo nada que ver con el aniversario.

—Por mi alma que todas las mujeres que asistieron pudieron regocijarse de que estuviera usted ausente… ¿Está aquí desde hace tiempo?

—No más de quince días, señor.

—¡Quince días! ¡Qué desgraciado que no la encontré mucho antes! Desde que llegué he tenido muy mala suerte. ¿Y cuánto tiempo se quedará?

—La verdad, señor, no lo sé.

—Seis semanas…, espero; le cederé este lugar al mismísimo diablo en cuanto usted se vaya.

—Le felicito entonces, señor —dijo la señora Selwyn, que hasta ese momento había escuchado atentamente en despreciativo silencio—, si encuentra un lugar tan bello como éste cuando visite los dominios del diablo.

—¡Ajá! A fe que esta dama está siendo dura con usted, señor —dijo uno de los acompañantes que caminaba con nosotros mientras el otro se había alejado.

—De ningún modo —contestó la señora Selwyn—, no hay duda de que la importancia y el rango de su señoría le aseguran un lugar allí, y estaría por encima de su inteligencia suponer que no desearía ampliar y embellecer su residencia.

Pese a mi disgusto con el caballero, confieso que la severidad de la señora Selwyn me sorprendió; pero usted, que tantas veces ha sido testigo de ella, no se asombrará de que aprovechara la oportunidad de mostrarse antipática.

—Esos

lugares me son indiferentes —rebatió él impasible—. ¡Que el diablo me lleve si me importa la dirección en la que voy!; los

objetos, ciertamente, me interesan más, y por eso espero que los ángeles con cuya belleza me he sentido fascinado en este mundo tengan la bondad de prodigarme algún consuelo en el otro.

—¡Cómo, señor! —exclamó la señora Selwyn—. ¿Degradaría la residencia de

su amigo admitiendo la insípida compañía de las regiones celestiales?

—¿Qué va a hacer esta noche? —dijo el caballero volviéndose hacia mí.

—Quedarme en casa, señor.

—Oh, a

propósito, ¿dónde está?

—Las señoritas, señor mío —respondió la señora Selwyn—, no están en ninguna parte.

—Excúseme —susurró su señoría—, ¿esta extravagante mujer es su madre?

¡Santo cielo, señor mío, qué palabras empleó para hacerme una pregunta de ese tipo!

—No, señor.

—¿Su tía solterona, quizá?

—No.

—Pues quienquiera que sea, desearía que se ocupara de sus propios asuntos. No sé para qué diantres viven las mujeres después de los treinta. Sólo son un estorbo. ¿Irá usted al baile?

—Creo que no, señor.

—¿No? Entonces… ¿cómo va a ingeniárselas para pasar el tiempo?

—De una forma que su señoría calificaría como extraordinaria —exclamó la señora Selwyn—, la señorita

lee.

—¡Ajá! Pardiez, caballero, ha caído usted en malas manos —exclamó el compañero bromeando.

—Haría usted mejor, señora, en atacar a Jack Coverley, pues de mí no conseguirá nada.

—¿De usted, señor? —dijo ella—. Dios no quiera que abrigue una esperanza tan vana. Sólo hablo por hablar, como una tonta mujer; de ninguna manera tengo una opinión tan baja de su señoría como para suponerle vulnerable a la censura.

—Se lo ruego, señora… —clamó él—, diríjase a Jack Coverley…, es muy adecuado para usted; sería muy ingenioso si no fuera tan modesto.

—Cállese, por favor, caballero —dijo el otro—, si la señora se complace en otorgarle sus favores, ¿por qué tanto empeño en que participe yo también?

—No teman, señores —dijo la señora Selwyn secamente—, no soy una

romántica; no tengo la más mínima intención de ayudar a ninguno de los dos.

—¿Ha estado enferma desde que no la veo? —preguntó el caballero dirigiéndose a mí de nuevo.

—Sí, señor.

—Me lo figuraba, está usted más pálida…, y supongo que por ese motivo no la reconocí mucho antes.

—No es muy galante, señor —dijo la señora Selwyn—, descubrir la enfermedad de una señorita por su aspecto.

—Con este diablo de mujer no se puede hablar una palabra —dijo él en voz baja—; haga el favor Jack, encárguese de ella.

—Dispénseme, señor —contestó el señor Coverley.

—¿Cuándo la veré de nuevo? —continuó el caballero—. ¿Viene a la sala termal cada mañana?

—No, señor.

—¿Pasea en carruaje?

—No, señor.

Justo en ese momento llegamos a la sala termal, poniendo punto final a nuestra conversación; si es que puede denominarse de ese modo a una serie de preguntas groseras y cumplidos gratuitos. Ya no tuvo ocasión de hablarme más, pues la señora Selwyn se reunió con un grupo muy numeroso y yo volví a casa caminando entre dos señoras, aunque tuvo la curiosidad de acompañarnos hasta la puerta.

La señora Selwyn estaba muy ansiosa por saber cómo había conocido a aquel caballero cuyos modales denotaban un carácter libertino; apenas he podido satisfacerla pues ignoraba incluso su nombre, pero esa misma tarde, el señor Ridgeway, el boticario, nos informó ampliamente.

Pudimos describirle fácilmente, pues es un hombre extraordinariamente alto, y el señor Ridgeway señaló que se trataba de

lord Merton, un noble que ha recibido su título recientemente, aunque ya ha dilapidado más de la mitad de su fortuna; un declarado admirador de la belleza con fama de licencioso que, entre hombres, generalmente se rodea de jugadores y

jockeys y, entre mujeres, raramente es aceptado.

—Bueno, señorita Anville —dijo la señora Selwyn—, me alegro de no haber sido más amable con él. Puede contar conmigo para mantenerle a distancia.

—¡Oh, señora! —dijo el señor Ridgeway—, a partir de ahora será admitido en todas partes, pues va a

reformarse.

—¿Es que a pesar de esos informes ha persuadido a alguna tonta para casarse con él?

—Todavía no, señora, pero se espera una boda próximamente; ha tenido contratiempos, pues los amigos de la señorita le han pedido que espere a la mayoría de edad; sin embargo, su hermano, que era el que principalmente se oponía a esa unión, ahora que ella está próxima a ser dueña de su voluntad, parece ceder. Es muy bonita, y tendrá una gran fortuna. La esperamos en los salones de un momento a otro.

—¿Cómo se llama? —dijo la señora Selwyn.

—Larpent —contestó—,

lady Louisa Larpent, hermana de

lord Orville.

—¡

Lord Orville! —repetí yo, asombrada.

—Sí, señora; su señoría viene con ella, estoy bien informado. Se hospedarán en casa de la honorable señora Beaumont. Es pariente del

lord y tiene una bellísima casa en Clifton Hill.

¡Su señoría viene con ella! ¡Dios mío, qué emoción me produjeron aquellas palabras! ¡Qué extraño, señor mío, que justamente en este momento decidan visitar Bristol! Me será imposible evitar verle, pues la señora Selwyn es muy amiga de la señora Beaumont. Ciertamente ha sido providencial que no nos haya cobijado el mismo techo, pues la señora Beaumont nos invitó a su casa inmediatamente después de nuestra llegada; sólo la inconveniencia de estar tan distante del salón termal hizo que la señora Selwyn declinara la invitación.

¡Oh, si el primer encuentro ya se hubiera producido, o si pudiera marcharme de Bristol sin verle! Temo enormemente una entrevista. Si viera expresada en sus ojos la misma impertinente libertad que dictó esa insolente carta, no sabría cómo soportarla, ni por él, ni por mí misma. Si la hubiese devuelto sería más fácil, porque al hacerlo, sabría cuáles son mis sentimientos; pero ahora sólo puede deducirlos de mi comportamiento, ¡y temo que confunda mi indignación con desconcierto! ¡Que malinterprete mis reservas como embarazo! Porque, mi querido señor, ¿cómo haré para despojarme del respeto con el que me había habituado a pensar en él, del placer con el que estaba acostumbrada a verle?

Forzosamente, él, al igual que yo, recordará la carta en el momento de nuestro encuentro; y tendrá la intención, probablemente, de inferir de mi semblante mis pensamientos. ¡Si pudiera expresarle lo mucho que detesto la impertinencia y la vanidad!, comprendería entonces lo equivocado que estaba al juzgar mi actitud tan inmerecidamente.

Hubo un tiempo en el que la sola idea de que un hombre como

lord Merton pudiera emparentar con

lord Orville me hubiera sorprendido y afligido al mismo tiempo; no obstante, me complace saber de su repugnancia hacia ese matrimonio. Pero qué extraño que un hombre de tan dudosa reputación haya sido la elección de la hermana de

lord Orville. Y qué extraño también que, casi a punto de casarse, se dedique a importunar con su galantería a otra mujer. ¡Qué mundo éste en el que vivimos, qué corrompido, qué degenerado! ¡Felicísima estoy de no tener ocasión de conocerlo! Si descubro que los ojos de

lord Orville coinciden con su pluma…, pensaré que, de toda la humanidad, el único individuo noble reside en Berry Hill.

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