Evelina

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Parte Tercera » Carta III

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De Evelina al reverendo señor Villars

Bristol Hotwells, 19 de septiembre

Ayer por la mañana la señora Selwyn recibió una tarjeta de la señora Beaumont, que la invitaba hoy a cenar; y otra, con el mismo propósito, dirigida a mí. La invitación fue aceptada y acabamos de llegar de Clifton Hill.

Encontramos a la señora Beaumont a solas en el salón. Voy a describirle la personalidad de esta señora tal como la he escuchado de nuestra irónica amiga la señora Selwyn, y con sus mismas palabras: es una

beata absoluta del almanaque de la corte, porque, habiendo tenido la fortuna de nacer en una noble y antigua familia, sostiene la teoría de que

nobleza y

virtud son una misma cosa; tiene algunas buenas cualidades, pero más bien debidas al orgullo que a los principios; se alaba a sí misma de ser demasiado bien nacida para ser capaz de una acción indigna, y se cree en la obligación de conservar la dignidad de sus antepasados. Afortunadamente para el mundo en general, se le ha metido en la cabeza que la tolerancia es la virtud más distintiva de la nobleza, y ese mismo orgullo de familia que vuelve a otros despóticos es en ella motivo de amabilidad. Pero su cortesía es demasiado formal para ser agradable y demasiado mecánica para ser halagadora. Que me haga a mí el honor de tantas atenciones es debido sencillamente a un incidente que, estoy segura, le es penoso recordar; ocurrió que una vez le presté un pequeño servicio con relación a un alojamiento en Southampton, y he sido informada de que, cuando aceptó mi ayuda, ella pensaba que yo era una dama de categoría y no dudo de su desolación cuando descubrió que yo era simplemente una noble dama de campo: sin embargo, sus bellas normas de decoro la obligan a colmarme de favores desde entonces. Pero no me siento muy halagada por su gentileza, porque sé que no son debidas al cariño ni la gratitud, sino exclusivamente al deseo de cumplir una obligación que no soporta tener con una persona cuyo nombre no se encuentra en la lista de la corte.

Usted bien conoce, querido señor, el deleite con el que la señora Selwyn trata de dar rienda suelta a su ironía.

La señora Beaumont nos recibió muy amablemente, aunque a mí me molestó en parte la gran cantidad de preguntas que hizo referidas a mi familia; tales como si estaba emparentada con los Anville del norte…, si alguien que lleva mi nombre vivió en Lincolnshire…, y muchas otras indagaciones que me han hecho sentir no poco embarazo.

La conversación giró después sobre el pretendido matrimonio en su familia. Trató el asunto con reserva, pero es evidente que desaprueba la elección de

lady Louisa. Habló de

lord Orville en términos de gran estima, definiéndole, en palabras de Marmontel:

Un jeune homme comme il y en un peu.

Lamenté que esta agradable conversación fuera interrumpida por la llegada del señor Lovel. En efecto, me sentí muy apesadumbrada con que se encontrara ahora en Hotwells. Presentó sus respetos con exquisitas maneras a la señora Beaumont, pero no se dignó atender a ninguna otra persona.

A los pocos minutos hizo su aparición

lady Louisa Larpent, y prevalecieron los mismos modales, haciendo una reverencia con un «espero que esté bien, señora» dirigido a la señora Beaumont, y pasando rápidamente a sentarse en el sofá, donde, apoyando la cabeza en su mano, posó su mirada lánguida por todo el salón con una expresión vacía, como si, al mirar, estuviera decidida a no ver quién estaba presente.

El señor Lovel se acercó a ella inmediatamente, y con la más profunda reverencia, le preguntó cómo se encontraba.

—¡Oh, señor Lovel! —dijo ella levantando la cabeza—, no le había visto, ¿hace mucho que está aquí?

—Por mi

reloj, señora, sólo cinco minutos —respondió él—, pero en ausencia de su señoría parecen siglos.

—¡Oh! Ahora recuerdo que estoy enojadísima con usted, así que váyase, se lo ruego, porque no pienso dirigirle la palabra en todo el día.

—Quiera Dios que su enojo no dure tanto tiempo. En tan crudas circunstancias un día me parecería un siglo. Pero dígame, ¿en qué he tenido la desgracia de ofenderla?

—¡Oh, la otra mañana casi muero de terror por su culpa! Todavía no me he repuesto del susto. ¿Cómo pudo ser tan cruel dirigiendo su faetón contra el de

lord Merton?

—¡Por Dios, señora! No me hace justicia; los caballos tuvieron la culpa, no había medio de frenarlos; no puede imaginar lo mucho que sufrí de pensar que su señoría podía haberse asustado.

En aquel momento entró

lord Merton, que se dirigió con paso majestuoso hacia la señora Beaumont, a quien saludó a solas inclinándose respetuosamente y se disculpó por haberse hecho esperar; luego, avanzando hacia Louisa, dijo de un modo indiferente:

—¿Cómo se encuentra esta mañana, señora mía?

—Nada bien —respondió ella—, desde que me levanté estoy muriendo de un gran dolor de cabeza.

—¿De veras? —dijo él con semblante totalmente impertérrito—. Me desagrada oírlo, pero… ¿por qué no consulta a un médico?

—Estoy realmente aburrida de consultas —contestó ella—. El señor Ridgeway acaba de irse pero no me ha dado nada para aliviarme; nadie aquí sabe lo que tengo, aunque todos ven lo apática que estoy.

—La constitución de su señoría —dijo el señor Lovel— es extremadamente delicada.

—Sí que lo es —dijo ella con voz queda—; soy un

puro nervio.

—Me alegro entonces de que no me haya acompañado esta mañana —dijo

lord Merton—, pues Coverley se me ha venido encima como un loco; tiene los dos caballos más fogosos que he visto en mi vida.

—Dígame su señoría por qué no ha venido Coverley con usted —se lamentó ella—, es divertidísimo. Me agrada mucho.

—Sí, me ha prometido venir enseguida. Supongo que llegará cuando ya hayamos cenado.

En medio de esta trivial conversación

lord Orville hizo su aparición. ¡Oh, qué diferentes sus maneras! ¡Su aspecto y su forma de moverse eran muy superiores a los de todos aquellos que le rodeaban! Tras presentar sus respetos a la señora Beaumont y la señora Selwyn, se dirigió hacia mí, diciendo:

—¡Espero que la señorita Anville no haya padecido ya la fatiga del lunes por la mañana!

Y volviéndose a

lady Louisa, que parecía sorprendida al ver que me hablaba, añadió:

—Permíteme, hermana, que te presente a la señorita Anville.

Lady Louisa, medio levantándose, dijo fríamente que se alegraba de conocerme, y luego se volvió bruscamente hacia

lord Merton y el señor Lovel, continuando la conversación a media voz.

En cuanto a mí, me levanté, saludé y, sintiéndome tonta, me volví a sentar; primero me sonrojé ante la inesperada cortesía de

lord Orville, y a continuación por la desafiante falta de educación de su hermana. ¿Cómo es posible que esta señorita vea en su hermano una persona tan universalmente admirada por sus modales y su conducta y, aun así, sea tan descortésmente opuesta a él en su comportamiento? Mientras la mentalidad de él, acrecentada y noble, se alza por encima de los pequeños prejuicios de su rango, la de ella, débil e inestable, se hunde bajo su influencia.

Estoy segura de que

lord Orville se sintió herido y disgustado, pues se mordió los labios y, volviéndole la espalda a su hermana, se dedicó por entero a mí hasta que fuimos llamados para la cena. ¿Piensa usted que no agradecí sus atenciones? Por supuesto que sí, y todos los motivos de irritación que pudieran acecharme fueron completamente desechados.

Mientras estábamos sentados a la mesa entró en la estancia el señor Coverley; se excusó mil veces por haberse retrasado tanto diciendo que había tenido un accidente y se le había volcado el faetón haciéndose mil pedazos.

Lady Louisa dio un grito al oír esto, y mirando a

lord Merton le dijo que en su vida volvería a subirse a un faetón.

—¡Oh! —dijo él—, no se fije en lo que dice Jack Coverley porque no sabe guiarlo.

—Su señoría —dijo el señor Coverley—, conduciré contra usted y apuesto mil libras a que gano.

—Hecho —dijo el otro—. Señale un día y escojamos un juez.

—Lo antes posible —dijo el señor Coverley—. Mañana mismo si el carruaje puede repararse.

—Estas apuestas son a propósito para hombres de rango —dijo la señora Selwyn—, pues un millón contra uno por ambas partes, se incapacita para cualquier empleo mejor.

—¡Por el amor de Dios —lloró

lady Louisa palideciendo—, no hable así! Por favor, señoría; se lo ruego, señor Coverley, no me alarmen de esta manera.

—Tranquilícese,

lady Louisa —dijo la señora Beaumont—, los caballeros meditarán mejor su plan. Ninguno de ellos habla en serio.

—La sola mención de semejante plan —dijo

lady Louisa cogiendo sus sales— me hace temblar todo el cuerpo. La verdad, señoría, me ha asustado usted muchísimo. No voy a probar bocado.

—Permítanme —dijo

lord Orville— proponer otro tema por el momento, y ya discutiremos este asunto más tarde.

—Por favor, hermano, perdóname —dijo

lady Louisa—, su señoría tiene que darme su palabra de abandonar este proyecto, pues declaro que me he puesto enferma de muerte.

—Vamos a ver —dijo

lord Orville—, suponiendo que ambas partes estén dispuestas a no perder la apuesta, para tranquilizar a las señoras, ¿cambiamos el proyecto por algo menos peligroso?

Esta propuesta fue ampliamente secundada por todos, y

lord Merton y el señor Coverley no tuvieron más remedio que aceptarla; se acordó que el asunto quedaría resuelto por la tarde.

—Ahora estaré en disputa con los faetones de nuevo —dijo la señora Selwyn—, aunque

lord Orville casi consigue reconciliarme con ellos.

—¡

Lord Orville, pobre de mí! —dijo el ocurrente señor Coverley—. ¡Mi queridísimo

lord Orville es tan prudente…, por Júpiter, prudente como una vieja! Bueno, ¡conduciría un carro tirado de un solo caballo contra el faetón de su señoría por cien guineas!

Esta salida causó gran regocijo, pues el señor Coverley, por lo visto, es considerado un hombre de ingenio infinito.

—Y usted, señor —dijo la señora Selwyn—, ¿ha descubierto la razón por la que

lord Orville es tan prudente?

—No, señora, debo reconocer que nunca conocí razones particulares para ello.

—Pues yo sí, señoría, se la diré a usted —dijo ella— y convendrá conmigo en que es muy particular. Los amigos de

lord Orville aún no se han cansado de él.

Lord Orville rió y saludó de un modo muy respetuoso. El señor Coverley, algo confuso, se volvió a

lord Merton y dijo:

—¡No juegue sucio su señoría! Recuerdo que la otra mañana me recomendó usted que atendiera a esta señora, y a ella que la tomara conmigo, ¡y creo que hoy ha vuelto a hacerle la misma recomendación!

—¡Alégrate, Jack! —dijo

lord Merton echándose a reír.

Después de esto la conversación giró sobre las comidas, tema que fue discutido con extremo deleite. Si yo no hubiera sabido que eran hombres de nobleza y condición, podría haber imaginado que

lord Merton, el señor Lovel y el señor Coverley eran cocineros profesionales, pues ostentaban tantos conocimientos de salsas y platos y los diversos modos de adornar los mismos, que estoy convencida de que han empleado mucho tiempo y mucho estudio para hacerse tan expertos en este arte. Sería muy difícil determinar si se distinguieron más como glotones o epicúreos, porque ambos fueron exquisitos y voraces, sabiendo el derecho y el revés de cada plato y vaciándolo del mismo modo. Debería haberme aburrido de sus comentarios si no me hubiera divertido ver que

lord Orville, estoy segura, estaba igualmente disgustado, no sólo leyendo mis pensamientos, sino comunicándome a su vez, con su expresión, los suyos.

Terminada la comida la señora Beaumont recomendó el cuidado de los caballeros a

lord Orville y después acompañó a las señoras al salón.

La conversación hasta la hora del té fue sumamente insípida; la señora Selwyn se reservaba para los caballeros, la señora Beaumont estaba seria, y

lady Louisa, lánguida.

Pero, al tomar el té, nos reunimos todos y la alegría sustituyó al aburrimiento.

Entonces yo, que como dice el señor Lovel, no soy

nadie[66], me senté silenciosamente junto a una ventana, un poco alejada de todos.

Lord Merton, el señor Coverley y el señor Lovel, separadamente, no me hicieron caso al pasar y rodearon la silla de

lady Louisa Larpent. Debo confesar que estaba resentida por el comportamiento del señor Lovel, pues era el primero que se me había presentado; es verdad que desprecié su afectación, aunque me duele despreciar a nadie; pero no lamenté en absoluto que

lord Merton tomara la determinación de no conocerme delante de

lady Louisa, pues su indiferencia me evita un gran embarazo. En cuanto al señor Coverley, su atención o su

desprecio me es totalmente indiferente. En general, no obstante, me sentí sumamente incómoda al verme considerada a muy inferior altura por el resto del grupo.

Pero cuando

lord Orville apareció, la escena cambió. Llegó el último, y viéndome sentada sola, no sólo se dirigió hacia mí, sino que aproximó una silla junto a la mía y me dedicó toda su atención. Me hizo varias preguntas sobre mi salud y esperó que ya hubiera encontrado beneficio de los aires de Bristol.

—¡Qué poco esperaba yo —añadió— cuando tuve el placer de verla en Londres, que la mala salud la traería aquí al poco tiempo! Me avergüenzo ahora de la satisfacción que sentí al verla. Si puedo ayudarla de alguna forma…

Me preguntó mucho por los Mirvan y habló de la señora Mirvan en términos de la más justa admiración.

—Es fina y afable, un auténtico carácter femenino.

—Ciertamente —contesté yo—, y su hija es tan dulce que, para alabarla en justicia y brevemente, puede decirse que es digna hija de su madre.

—Me alegro —dijo él— por el bien de ambas, pues en tan íntimas relaciones se refleja la reputación o la deshonra de uno en el otro.

Después comenzó a hablar de las bellezas de Clifton, pero al poco rato le interrumpieron con una llamada desde el grupo para discutir el tema de la apuesta.

Lord Merton y el señor Coverley habían estado discutiendo algún tiempo sin encontrar la forma de arreglar el asunto con un acuerdo satisfactorio para ambos. Cuando pidieron ayuda a

lord Orville, este propuso que cada uno votase un proyecto preferente, y que los dos caballeros formaran dos lotes que, con los respectivos votos, decidieran la apuesta.

—Entonces comenzaremos por las damas —dijo

lord Orville. Y se dirigió a la señora Selwyn.

—Con mucho gusto —dijo ella con su presteza habitual—. Y ya que estos caballeros acceden a no arriesgar sus

pescuezos, imagino que se apostará por sus

cabezas.

—¿Por nuestras cabezas? —exclamó el señor Coverley—. Caramba, señora, no la entiendo.

—Me explicaré más claramente. Como no dudo que ambos conocen muy bien a los clásicos, aprovechando su memoria, y para entretenimiento y sorpresa de la concurrencia, la apuesta consistirá en medir esos conocimientos, y las mil libras caerán de la parte que pueda recitar la oda más larga de Horacio.

Nadie pudo contener la risa excepto los dos caballeros aludidos, que parecían perplejos, ambos, por el modo en que acogieron la inesperada propuesta. Al fin, el señor Coverley, haciendo una gran reverencia, dijo:

—Su señoría, ¿quiere usted tener el placer de comenzar?

—¡Que el diablo me lleve si lo hago! —contestó el otro girando sobre sus talones y dirigiéndose a la ventana.

—Vamos, caballero —dijo la señora Selwyn—, ¿por qué vacila usted? ¿No tendrá miedo de una débil

mujer? Además, si usted se equivoca estoy segura de que el señor Lovel tendrá la bondad de ayudarle.

Todas las risas fueron entonces a expensas del señor Lovel, cuyo semblante no manifestó agrado alguno por el cambio de situación.

—Yo, señora —respondió sonrojándose—. No, en verdad, debo implorar ser excusado.

—¿Por qué, señor?

—¿Que por qué, señora? Pues porque…, en realidad…, en ese caso… mi honorabilidad, señora, usted es más bien… un poco severa. Porque ¿cómo es posible para una persona que está en la Cámara estudiar a los clásicos? Le aseguro, señora —encogiendo los hombros de manera afectada—, que encuentro que ya es bastante para mi pobre cabeza estudiar política.

—¿Ha estudiado política en la escuela y la universidad?

—¡En la universidad! —repitió él con gran embarazo—. Pues, en cuanto a eso, señora…, no, no puedo decirle… Entre montar a caballo y…, y…, y demás, uno no tiene mucho tiempo, incluso en la universidad, para la mera lectura.

—Pero seguramente ha leído a los clásicos.

—¡Oh, sí, seguro, señora! Muy a menudo, pero…, no recientemente.

—¿Con qué oda recomienda comenzar a este caballero?

—¿Con qué oda? Realmente, señora…, no tengo especial predilección, pues debo confesar que Horacio no fue nunca uno de mis favoritos.

—¡Le creo! —dijo la señora Selwyn secamente.

Lord Merton avanzó hacia el centro, y con una inclinación de cabeza y una carcajada, dijo:

—¡Regocíjate, Lovel!

Lord Orville se dirigió entonces a la señora Beaumont para el voto.

—Me sería muy agradable recordar tiempos pasados —dijo ella—, cuando las

reverencias estaban de moda y la apuesta la ganaba el que saludara más correctamente.

—¡Pardiez, su ilustrísima! —dijo el señor Coverley—. Ahí sí que debería ganar usted ampliamente, pues su señoría nunca saluda con reverencia.

—Y

usted…, ¿las hace? —dijo la señora Selwyn.

—¿Que si las hago? —dijo él—. ¡No hay más que verlo!

—Perdón, señores —dijo ella—, dijimos

reverencias, no

saludos.

—Su señoría —dijo el señor Coverley—, practiquemos; —y se pavoneó por la sala ridículamente haciendo cabriolas y marcando reverencias.

—Ahora vamos a preguntar a la señorita Anville —dijo

lord Orville volviéndose hacia mí.

—¡Oh, no, su señoría! —dije yo—, realmente no se me ocurre nada que proponer.

Sin embargo, no permitió que rehusara, insistiéndome en que dijera algo, y al fin, por no hacerle esperar más, me aventuré a proponer un pareado improvisado sobre un tema dado.

El señor Coverley me hizo inmediatamente una

reverencia o, según la señora Selwyn, un encogimiento de hombros, exclamando:

—Gracias, señora. ¡Pardiez, ése es mi fuerte! Bien, señor mío, el destino parece en su contra.

Después fue interpelada

lady Louisa y todos parecían ansiosos por escuchar su opinión:

—Les aseguro que no sé qué decir, lo confieso. ¿No pueden prescindir de mí?

—¡De ningún modo! —dijo

lord Merton.

—¿Cómo es posible que su señoría pueda hacer una petición tan cruel? —dijo el señor Lovel.

—¡Pardiez! —exclamó el señor Coverley—, si su señoría no nos resuelve este dilema nos veremos forzados a regresar a nuestros faetones.

—¡Oh! —gritó

lady Louisa—. ¡Criatura infame! ¿Cómo puede ser tan abominable?

Creo que estas tonterías duraron una media hora al menos; cuando finalmente todos se cansaron, se dejó el asunto y ella dijo que lo consideraría de nuevo.

Lord Orville se dirigió al señor Lovel, quien, después de unos diez minutos de deliberación, propuso, con aires de importancia, que quien ganara la apuesta fuera ¡el que apostara por la pajita más larga!

Me fue muy difícil contener la risa ante la insensatez de esta propuesta; pero, para mi sorpresa, no noté el mínimo cambio de expresión en ninguno de los presentes; y, cuando volví a casa, la señora Selwyn me informó de que

sortear las pajas es una moda de apuesta en modo alguno rara. ¡Buen Dios! Mi querido señor, ¿no parece como si el dinero no tuviera valor alguno, visto que quien lo posee lo malgasta de un modo tan infinitamente absurdo?

Faltaba sólo que se pronunciara

lord Orville, y la atención de todos en él demostraba las expectativas que suscitaba. Esto no impidió que su propuesta fuera escuchada con asombro, pues no fue otra que…, ¡el dinero lo merecería aquel que, según la opinión de dos jueces, trajera la propuesta más digna para compartirlo con alguien necesitado!

Todos quedaron con la boca abierta, sin hablar. En realidad creo que todos, por un momento al menos, experimentaron alguna clase de vergüenza por haber propuesto o abogado por unas cosas tan extravagantes como frívolas e inútiles. En cuanto a mí, me sentí tan conmovida con aquella reprimenda tan noble a aquellos derrochadores, que mis ojos se llenaron de lágrimas.

El señor Coverley fue el primero en romper el breve silencio y la momentánea reflexión a la que fueron inducidos los presentes, diciendo:

—¡Pardiez, su señoría! ¡Tiene usted una forma extrañamente asombrosa de plantear las cosas!

—¡Caramba! —dijo el incorregible

lord Merton—. Si vence esta propuesta escogeré a mi

suizo para repartir conmigo, porque no conozco a un tipo más digno respirando.

Después de algunas otras frases ingeniosas, los dos caballeros dejaron la resolución del asunto para la mañana siguiente. La conversación tomó un giro diferente, pero no puse la atención suficiente para poder escribirle sobre ello.

No mucho después,

lord Orville, recuperando su asiento junto al mío, dijo:

—¿Por qué está la señorita Anville tan pensativa?

—Siento pesar, señor —respondí—, por encontrarme entre aquellos que han merecido su censura.

—¿Mi censura? ¡Me asombra!

—En verdad, señor mío, me ha hecho avergonzarme de mí misma por haber hecho una propuesta tan tonta cuando me ofrecieron la oportunidad, si sólo hubiese tenido el buen sentido para usarlo —como hizo su señoría— demostrando un poco de humanidad.

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