Evelina

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Parte Tercera » Carta XI

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I

Evelina continúa

Clifton, 2 de octubre

Ayer, desde el momento que recibí su carta no me moví de la habitación, pues ni deseaba ni fui capaz de ver a

lord Orville; pero esta mañana, comprendiendo que tendría que pasar al menos unos días más aquí, encontré el coraje suficiente para calmar mi ánimo y aparecer como siempre, aunque, por supuesto, decidida a evitarle cuanto pudiera. En verdad, al entrar en el salón para desayunar, sentí gran confusión al verlo, pues su carta ocupaba de tal forma mis pensamientos que parecía como si él mismo hubiera sido informado de su contenido.

La señora Beaumont me hizo un pequeño cumplido por mi mejoría, pues había pretextado mi enfermedad para excusarme por quedarme en mi cuarto.

Lady Louisa no pronunció una palabra, pero

lord Orville, ajeno a cuál era la causa de mi indisposición, preguntó cómo me encontraba con la más exquisita cortesía. Apenas le contesté, pues por mi primera vez desde que estoy aquí, procuré sentarme distanciada de él.

Observé que mi reserva le sorprendió persistiendo en sus atenciones y deseoso de aproximarse, pero le presté muy poca atención; y cuando el desayuno finalizó, en lugar de pasear por el jardín, con el pretexto de coger un libro, me retiré a mi cuarto.

Poco después la señora Selwyn vino a decirme que

lord Orville le había propuesto llevarla a tomar el aire, persuadiéndola de que debíamos ambas dar un paseo en su faetón. Cumplió el encargo con una picardía que me sonrojó, y añadió que tomar el aire

en el carruaje de mi señor Orville me levantaría el ánimo. No hay forma de librarse de sus astutos argumentos; siempre me embroma con las atenciones de su excelencia, y, ¡oh Dios!, con qué placer las recibiría yo. Sin embargo, rehusé el ofrecimiento por completo.

Pues bien —dijo ella riéndose—, ya no debo pedirle nada más; a decir verdad, tengo un asunto en Wells y deseaba excusarme. Le quería rogar que me acompañara…, pero en vista de que la propuesta de

lord Orville ha sido rechazada, no tengo esperanza alguna en que acepte la mía.

—En realidad está equivocada señora —dije yo—, la acompañaré con mucho gusto.

—¡Oh, extraña coquetería! —dijo ella—, ciertamente debe de ser natural en nuestro sexo, pues no puede haberla aprendido en Berry Hill.

No tuve ánimo para contestarle, y en silencio, me puse la capa y el sombrero.

—Supongo —dijo ella secamente— que su señoría vendrá con nosotros.

—En ese caso, señora —dije yo—, como ya tendrá compañía, yo me quedaré en casa.

—Mi querida niña —contestó—, ¿ha traído su certificado de nacimiento con usted?

—¡No señora, no!

—Pues entonces no nos reconocerán en Berry Hill —bromeó.

Estaba demasiado preocupada para disfrutar de su broma, pero creo que determinó atormentarme, pues preguntó si podía informar a

lord Orville de que no deseaba que nos acompañara.

—De ningún modo, señora; no es eso, es que en verdad no tenía ganas de salir.

—Querida —dijo ella—, no sé lo que le pasa esta mañana, ciertamente parece haber tomado lecciones de

lady Louisa.

Entonces bajó, y enseguida regresó después de poner al corriente a

lord Orville de que no quería salir en el faetón y que prefería un paseo a pie,

tête-à-tête sola con ella, para variar.

No dije nada, pero estaba realmente molesta. Me envió por delante, escaleras abajo, diciendo que me seguiría inmediatamente.

En el vestíbulo me encontré con

lord Orville.

—Temo que la señorita Anville no se encuentre del todo restablecida —dijo él, y quiso coger mi mano, pero pasé de largo y, saludándole ligeramente, entré en el salón.

La señora Beaumont y

lady Louisa estaban trabajando;

lord Merton hablaba con esta última pues habían hecho las paces y de nuevo aceptaba sus favores.

Me senté, como de costumbre, junto a la ventana. A los pocos minutos

lord Orville se acercó a mí y me dijo:

—¿Por qué está la señorita Anville tan seria?

—No, señor —contesté—, seria no, sólo atontada —y cogí un libro.

—¿Irá esta noche a la fiesta?

—No, su señoría, seguramente no.

—Pues yo tampoco iré; sentiría mucha nostalgia del feliz recuerdo de la última vez.

Entonces vino la señora Selwyn y se preguntaron unos a otros excluyéndome a mí, quiénes iban a la reunión de la noche.

Lord Orville declaró inmediatamente que tenía cartas que escribir en casa, y todos los demás acordaron acudir.

Luego apuré a la señora Selwyn a salir, sin poder impedir, no obstante, que le dijera a

lord Orville:

—¿Obtuvo el permiso de la señorita Anville para favorecernos con su compañía?

—No, señora —contestó él—, no he tenido la vanidad de pedírselo.

Durante el camino la señora Selwyn me atormentó sin piedad, diciéndome que desde el momento que rechacé cualquier acompañante para el paseo daba por hecho que confiaba en mi capacidad para entretenerla, y me rogó que se lo demostrara libremente. Me arrepentí mil veces de haber accedido a pasear a solas con ella, pues a pesar de mis dolorosos esfuerzos por parecer animada, su ironía me intimidaba por completo.

Fuimos primero al salón termal, que está abarrotado de gente, y desde el momento que entré, oí murmuraciones del tipo: «¡Ésta es!» y, para gran confusión mía, vi que todos los ojos se dirigían a mi persona. Me calé bien el sombrero y, con la ayuda de la señora Selwyn, intenté ocultarme de los observadores; no obstante, comprendiendo que era objeto de la atención general, le rogué que nos fuéramos de allí, pero, desgraciadamente, había entablado seria conversación con un caballero desconocido y ya no me escuchaba. Únicamente me dijo que si me cansaba de esperar podía irme a la sombrerería con las señoritas Watkins, dos damas que había conocido en casa de la señora Beaumont y que se dirigían hacia allí.

Acepté el ofrecimiento con mucho gusto y nos fuimos; pero no habíamos dado dos pasos cuando percibimos que unos jóvenes nos seguían y nos miraban y hablaban en voz alta de manera incomprensible y absurda.

—Sí —decía uno—, es ella, ciertamente; ¡fíjate en sus sonrosadas mejillas!

—Y en sus ojos…, sus ojos lánguidos —dijo otro.

—Cierto, ¡oh!, muy cierto —dijo un tercero—, todas las bellezas se reúnen en ella.

—Pero… —dijo el primero—, nos será difícil valorar su inteligencia, pues no dice una sola palabra.

—Es tímida —dijo otro—, ¡fíjate qué aire tan tímido tiene!

Durante toda esta conversación permanecimos en silencio, apresurando el paso; visto que no sabíamos a cuál de nosotras se referían estábamos igualmente avergonzadas y deseosas de evitar tan inexplicables observaciones.

Al poco tiempo comenzó a llover y apresuramos aún más el paso; los caballeros también corrieron, ofreciéndonos sus brazos y rogándonos que aceptáramos su ayuda; aun corrí más para evitar sus impertinencias y me tropecé de repente ¡con

sir Clement Willoughby!

Los dos nos sorprendimos.

—¡Dios mío! ¡Señorita Anville! —exclamó, y luego, mirando a los impertinentes jóvenes con desagrado, me preguntó si me ocurría algo.

—No, no —le dije yo; y no fue difícil desembarazarse de los jóvenes pues cuando vieron el aire de mando de

sir Clement y su predisposición a protegerme, abriéndose paso, salieron huyendo.

Con su ímpetu habitual empezó a formularme mil preguntas acompañadas de otros tantos cumplidos, y luego me dijo que había llegado a Bristol esta mañana y que había dedicado todos sus esfuerzos a descubrir dónde me alojaba.

—¿Sabía que yo estaba en Bristol?

—Ojalá pudiera ignorar sus andanzas con la misma satisfacción que ignora usted las mías. ¡Viajo en las alas del deseo para mi propia desesperación! ¡Usted no podría creer en la crueldad de mi destino, pues la serenidad de su carácter la incapacita para compadecerse de la agitación del mío!

¡Serenidad de carácter! ¡Cuán lejos estoy de merecer esas palabras!

—Pues vine aquí por casualidad —añadió él—, y aunque conocía su viaje, la voz de su fama me lo proclamó nada más llegar.

—¡La voz de mi fama! —repetí yo.

—Sí, pues fue su nombre de pila lo primero que oí en el salón termal. Una vez oído el nombre, la descripción sólo podía ser la vuestra.

—La verdad —dije yo— es que no le entiendo.

Pero, como entonces llegamos a la sombrerería, nuestra conversación se dio por terminada y la señorita Watkins me llamó para mirar unos gorritos y unas cintas.

Sir Clement, no obstante, tiene la habilidad de estar siempre como en casa y enseguida se familiarizó con el tema mirando los volantes fruncidos y las cintas con tanto interés como nosotras mismas. Y en cuanto tuvo oportunidad me dijo en voz baja:

—¡Me encanta verla tan saludable! Me informaron de que estaba enferma, pero nunca la había visto tan sana ni tan infinitamente bonita.

Di media vuelta para examinar las cintas y al poco tiempo la señora Selwyn hizo acto de presencia; vi que ya conocía a

sir Clement y por su manera de hablarle comprendí que era muy de su agrado.

Una vez cruzados los mutuos cumplidos de rigor, ella, dirigiéndose a mí, exclamó:

—Dígame, señorita Anville, ¿cuánto tiempo puede vivir sin alimentarse?

—La verdad, señora —dijo yo, riéndome—, no lo he comprobado nunca.

—Pues el poco tiempo que pueda permanecer en Bristol.

—¿Y eso por qué, señora?

—¿Que por qué? Pues porque todas las señoras están en guerra manifiesta con su persona, y es usted el motivo por el que reina la confusión en el salón termal… Y mientras, la señorita, pretendiendo parecer inocente, es la causa. No obstante, si sigue mi consejo, tenga cuidado de lo que come y bebe durante su permanencia en este lugar.

Le rogué que me lo aclarara y me dijo que se había filtrado una copia de unos versos en los salones termales y se recitaban allí en voz alta:

Las bellezas de Wells.

—Están todas incluidas, pero usted es la ganadora.

—Pero ¿es posible que no haya visto esos versos? —dijo

sir Clement.

—Ni los he visto yo, ni creo que los haya visto nadie tampoco.

—Le aseguro —dijo la señora Selwyn— que si me atribuye la invención de los mismos me hace un honor que de ninguna manera merezco.

—Esta mañana, en el salón termal, escribí en mi cuaderno de notas las estrofas referentes a la señorita Anville —dijo

sir Clement—, y tendré el honor de copiarlas para ella esta tarde.

—Pero ¿cómo la parte referida a la señorita Anville? ¿Es que ya la conocía?

—¡Oh, sí! —contestó

sir Clement—, he tenido el gusto de verla frecuentemente en casa del capitán Mirvan. ¡Demasiado, demasiado frecuentemente…! —añadió él en voz baja, mientras la señora Selwyn hablaba con el sombrerero. Y tan pronto como la vio entretenida con los encajes, se acercó a mí, y quisiera yo o no, entró en conversación conmigo de nuevo.

—Tengo mil cosas que decirle —exclamó—. Por favor, ¿dónde se aloja?

—Con la señora Selwyn, señor.

—¿De veras? Por una vez, La suerte es mi amiga. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Unas tres semanas, aproximadamente.

—¿Tanto? ¡Con la ansiedad que tenía yo de descubrir su alojamiento desde que se fue tan precipitadamente de Londres! La malvada

madame Duval no quiso darme ninguna dirección. ¡Oh, señorita Anville, si supiera usted lo que he soportado: los desvelos y la ansiedad que me ha torturado, no se mostraría tan cruel, ni con la fría indiferencia que me ha recibido!

—¿Recibirle, señor?

—Claro, ¿pues no es mi visita para verla a usted? ¿Para qué cree usted que habría hecho este viaje si no es por la felicidad de volver a verla?

—Pudiera ser, ciertamente…, porque aquí llega mucha gente que no viene a verme a mí.

—¡Muchachita cruel, cruel! Sabiendo como sabe cuánto la adoro…, que es la dueña absoluta de mi alma y el árbitro de mi destino.

La señora Selwyn avanzó hacia nosotros y entonces él, asumiendo una apariencia libre de compromisos, preguntó si no tendría el gusto de verla en la reunión de la noche.

—¡Oh, sí! —dijo ella—, estaremos allí seguramente; así es que puede traer los versos que la señorita Anville esperará ansiosamente.

—En ese caso —dijo él—, ¿podré tener el honor de que baile conmigo?

Le di las gracias, pero le dije que no pensaba ir.

—¿Qué no va usted al baile? Qué…, ¿es que también tiene cartas que escribir? —dijo la señora Selwyn. Y me miró con semblante tan irónico que consiguió sonrojarme. Precipitadamente contesté:

—¡No, por Dios, señora!

—¡No! ¿Entonces se quedará en casa para ayudar o para impedir que otros las escriban? —dijo más secamente.

—Para no hacer nada, señora —contesté yo confusa—, por lo que, si usted lo prefiere, no me quedaré en casa.

—Entonces —dijo

sir Clement—, ¿me permite esperar el honor de ser mi pareja?

—Asentí respetuosamente, pues por temor a las bromas de la señora Selwyn no me atreví a rehusarle.

Poco después nos fuimos a casa;

sir Clement nos acompañó y la conversación que sostuvieron entre ambos fue tan viva y entretenida que afortunadamente me libró de intervenir, y mi mente pudo descansar. ¡Pero, Dios mío!, no puedo pensar más que en lo caprichosa y carente de significado que la alteración de mi conducta debe parecer a los ojos de

lord Orville…, y por mucho que tenga el deseo de evitarle tanto como anhelo superar mi debilidad por él…, ¿cómo podría no despreciarme ante un cambio tan inexplicable de mis actos, sin estar familiarizado con las razones que lo han motivado?

Cuando entramos en el jardín, él fue la primera persona que vimos. Se adelantó hacia nosotros y, cuando se vieron el uno al otro, observé perfectamente que, tanto él como

sir Clement, palidecieron.

Entramos en el salón, donde encontramos al mismo grupo que habíamos dejado al salir. La señora Selwyn presentó a

sir Clement a la señora Beaumont;

lady Louisa y

lord Merton, al parecer, también le conocían ya.

La conversación fue general, sobre el tiempo, la gente, el balneario y las noticias de actualidad. Pero

sir Clement, acercando su silla a la mía, aprovechaba todas las oportunidades para dirigirse sólo a mí.

No pude dejar de apreciar la diferencia notable entre sus atenciones y las de

lord Orville; este último tiene tal suavidad de maneras, tal delicadeza en su conducta, un aire tan respetuoso que, aunque adule en demasía, no molesta, y cuando hace un honor, parece que es él quien lo recibe. El otro impone su atención con insistencia forzando la mía; es tan puntilloso que me confunde, y tan extravagante que atrae la atención general. He llegado a pensar, ciertamente, que más bien desea que su preferencia por mí sea conocida, y pone gran cuidado en impedir que hable con nadie, excepto con él mismo.

Cuando se fue

sir Clement,

lord Orville tomó su asiento y dijo con media sonrisa:

—¿Quién es el usurpador de este sitio,

sir Clement o yo? ¿No me contesta…? Entonces…, debo suponer que es

sir Clement…

—Señor, no merece la pena suponer nada sobre algo tan insignificante.

—Perdón —contestó él—; para mí nada que tenga relación con usted es insignificante.

No contesté ni él dijo nada más, hasta que las señoras se retiraron a vestirse. Y cuando me disponía a seguirlas me detuvo, diciendo:

—¡Un momento, se lo ruego!

Me volví y continuó:

—Temo haber tenido la desgracia de ofenderla, y eso es para mi alma tan abominable como la idea de que sin saberlo y sin intención haya podido cometer en el mundo aquello que tan a propósito ansío evitar.

—No, su señoría, ciertamente no ha sido así.

—¿Suspira? —dijo cogiéndome la mano—. ¡Ojalá pudiera yo apagar esa pena en el momento mismo en que brota, o al menos, aliviarla! Dígame, mi estimada señorita Anville, mi hermana adoptiva, mi dulce y más encantadora amiga, dígame…, se lo suplico: ¿me permite proporcionarle algún consuelo?

—¡Ninguno, ninguno, su señoría! —dije yo retirando la mano y dirigiéndome hacia la puerta.

—Entonces, ¿no puedo servirle de ayuda?… ¿Es que acaso tiene de nuevo el deseo de ver al señor Macartney?

—No, señor —dije abriendo la puerta.

—Confieso que no es eso lo que temo…, ¡oh, señorita Anville, hay algo…, conjeturas…, que ni me atrevo a mencionar…, porque temo la respuesta! Veo que está impaciente, quizá esta noche pueda tener el honor de una conversación más larga. Pero, ahora, ¿tendrá la bondad de permitirme preguntar? Esta mañana, cuando fue a Wells, ¿sabía a quién se iba a encontrar?

—¿A quién, señor?

—Imploro mil veces su perdón por una curiosidad que no debería permitirme…; pero no diré más ahora.

Me saludó respetuosamente esperando que me fuera; y luego, con paso rápido y el corazón dolido, alcancé mi cuarto.

Su pregunta, estoy segura, se refería a

sir Clement Willoughby; y, de no haberme impuesto a mí misma la obligación de evitar a

lord Orville, inmediatamente le hubiera hecho partícipe de mi ignorancia respecto al viaje de

sir Clement. Y también le hubiera hablado sobre la reunión de esta noche, pues comprendí que se quedaba en casa por mi causa.

No bajé hasta que todos estuvieron reunidos para comer. Al verme vestida,

lord Orville se mostró sorprendido, y yo me aparté avergonzada por aparecer ante sus ojos como una niña caprichosa y variable…, tanto, que no me atrevía a levantar la vista.

—Creí entender —dijo la señora Beaumont— que la señorita Anville no saldría esta noche.

—Ésa era su intención esta mañana —dijo la señora Selwyn—, quedarse en casa, pero por lo visto, hay un poder fascinador en la reunión al que no ha podido resistirse.

—¡La reunión! —dijo

lord Orville—. ¿Es que va a la reunión?

No contesté y nos sentamos a la mesa. No fue fácil eludir ocupar el asiento acostumbrado, pero estoy decidida a cumplir la promesa que le hice en mi carta de ayer, aunque

lord Orville se mostró muy desorientado ante mis evidentes intentos de evitarle.

Después de comer fuimos todos al salón, pues no había invitados que su señoría tuviera que atender y, allí, antes de que pudiera posicionarme lejos de él, me dijo:

—De manera que es cierto que va a la reunión… ¿Puedo preguntarle si bailará?

—Creo que no, su señoría.

—Si no temiera que estuviera cansada de tener la misma pareja en las dos reuniones dejaría mis cartas para mañana y solicitaría el honor de su mano para el baile.

—Si llegara a bailar… —dije muy atolondrada—, creo que estoy comprometida.

—¿Comprometida? —gritó él, con ansiedad—. ¿Puedo preguntarle con quién?

—Con

sir Clement Willoughby, su señoría.

Él no dijo una palabra, pero parecía muy poco complacido y no se dirigió más a mí en toda la tarde. ¡Oh, señor!, en tal situación, ¡qué desconsolados los sentimientos de su Evelina!

Por la noche, temprano, llegó

sir Clement dispuesto a acompañarnos a la reunión; inmediatamente se sentó a mi lado y, en voz baja, me dedicó tantos cumplidos que ya no sabía a dónde mirar.

Lord Orville apenas habló una palabra y su semblante estaba serio y preocupado; al levantar la vista percibí sus ojos fijos en mí, aunque, instantáneamente, al encontrarse con los míos, miraron hacia otro lado.

Al poco rato

sir Clement, sacando un papel de su bolsillo, dijo susurrando:

—Aquí tiene la más adorable de las mujeres, un ligero e infructuoso intento de pintar al objeto de mi adoración; con todo y lo pálido del reflejo para este propósito, envidio más allá de toda expresión al feliz mortal que ha osado hacer tal esfuerzo.

—Lo miraré —dije yo— en otro momento.

Plenamente consciente de que

lord Orville me observaba, no quise arriesgarme a que me viera coger una nota secretamente entregada, y por

sir Clement. Pero

sir Clement es tan obstinado que no tuve éxito en frustrar lo que fuera que hubiera planificado.

—No, debe cogerlo ahora que

lady Louisa está ausente; ahora que se ha ido con la señora Selwyn a terminar de vestirse, pues de ninguna manera debe verlo ella.

—La verdad, no tenía intención alguna de mostrárselo.

—Pero la única forma —dijo él— de evitar sospechas es cogerlo en su ausencia. Habría leído los versos en voz alta, pero no es correcto que sean vistos por nadie de esta casa, excepto usted misma y, si acaso, la señora Selwyn.

Volvió a presentarme la nota, que ahora estaba tan complacida de aceptar como antes de rechazarla en vano. Pero lamenté que fuera vista la acción, y observé las murmuraciones, si bien el objeto de la conversación se prestaba a las conjeturas.

Sir Clement me obligó a leerlo inmediatamente; y me dijo que la razón por la que no podía leerlo en voz alta era que entre las damas mencionadas no se encontraba

lady Louisa Larpent. Esta circunstancia me preocupó bastante, aunque dudo que pudiera ser aún más desagradable conmigo de lo que ya es si alguna vez tuviera noticias de ello.

Ahora copiaré los versos, pues no tuve más remedio que leerlos, visto que

sir Clement no me dejaría en paz hasta que lo hubiera hecho.

Observen su avance con modesta elegancia,

Mejillas sonrosadas y mirada lánguida,

Con aire tímido y faz hermosa,

Anville, de entre todas las Gracias, la diosa.

Toda la belleza en ella se une,

Su mente toda virtud reúne,

La bella Anville su gran poder desconoce,

En su inconsciencia mata, en su modestia hiere.

Estoy segura, mi querido señor, de que no le asombrará un panegírico como éste, aunque yo, al leerlo, me sentí muy confundida; y, desafortunadamente, antes de que lo hubiera terminado, las señoras regresaron.

—¿Qué tiene ahí, querida?

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