Evelina

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Parte Tercera » Carta XIV

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De Evelina al reverendo señor Villars

Clifton, 3 de octubre

Esta mañana vi desde mi ventana que

lord Orville paseaba por el jardín, pero no quise bajar hasta que el desayuno estuvo preparado. Y entonces me hizo sus cumplidos casi tan fríamente como

lady Louisa.

Ocupé mi sitio de costumbre y la señora Beaumont,

lady Louisa y la señora Selwyn se pusieron a hablar de sus cosas. No así su Evelina: olvidada por todos, silenciosa y triste, como un cero a la izquierda que a nadie pertenece y a nadie le interesa.

Me fue imposible soportar la situación y, sobre todo, la desatención de

lord Orville; en cuanto terminó el desayuno salí de la estancia y comencé a subir las escaleras cuando, desafortunadamente, fui abordada por

sir Clement Willoughby, que volando por el vestíbulo me lo impidió.

Me preguntó muy en particular por mi estado de salud y me rogó que volviera al salón. Consentí de muy mala gana, pues pensé que cualquier cosa era preferible a quedarme a solas con él, y no parecía dispuesto a dejarme ir; pero al volver a entrar, me sentí un poco avergonzada, pues parecía que la visita de

sir Clement era exclusivamente para mí y, en realidad, su forma de dirigirse a mí parecía confirmarlo.

Se quedó al menos una hora y tal vez no se hubiera marchado si no fuera porque la señora Beaumont deshizo la tertulia proponiendo un paseo en carruaje.

Lady Louisa estuvo de acuerdo en acompañarla, pero la señora Selwyn dijo:

—Si su señoría o

sir Clement se unieran a nosotras, estaría encantada de acompañarlas; pero, de lo contrario, un trío de mujeres está destinado al mayor de los histerismos.

Sir Clement se prestó gustoso a acompañarlas. Ciertamente parece decidido a conquistar el favor de la señora Beaumont.

Lord Orville se excusó de salir y yo me retiré a mi cuarto. No sé lo que hizo de su persona, pues no bajé hasta que la comida estuvo dispuesta; su frialdad, aunque sé que la he motivado yo, deprime tan cruelmente mi ánimo que no puedo soportar estar en su presencia.

A la comida también acudió

sir Clement que, ciertamente, actúa según sus ideas y parece estar conquistando a la señora Beaumont, con lo difícil que resulta complacerla. La comida, la tarde y la noche, fueron para mí de lo más insoportables. Fui atormentada por la asiduidad de

sir Clement, que no sólo aprovechaba sino que provocaba las situaciones para hablarme. Y yo estaba ofendida, dolida, al ver que

lord Orville no sólo no actuaba como de costumbre —buscando hablarme—, sino que evitaba cualquier ocasión de dirigirme la palabra.

Empiezo a pensar, mi querido señor, que la alteración repentina de mi comportamiento ha sido mal interpretada e impropia; porque al no haber recibido ofensa anterior, y estando su motivación exclusivamente en mi mente, y no en la de él, no debí obrar así, tan bruscamente, con una reserva que la persona agraviada no asigna a razón ninguna, habiendo rehuido su presencia de forma tan obvia y sin considerar la extraña apariencia de tal comportamiento.

¡Ay de mí!, mi querido señor, que siempre han de ser tardías mis reflexiones para servirme de algo; ciertamente, adquiero experiencia…, mucha, pero me temo que sufriré aún más amargamente por la incauta falta de tacto de mi temperamento antes de lograr la necesaria prudencia y consideración para, previendo lejanas consecuencias, poder resolver y orientar las presentes exigencias.

4 de octubre

Ayer por la mañana salieron todos, excepto la señora Selwyn y yo misma; durante algún tiempo estuvimos sentadas hablando en su cuarto, pero en cuanto tuve oportunidad la dejé para ir a pasear tranquilamente por el jardín; se pone tan pesada con las bromas sobre

lord Orville y mis reservas hacia él, que temo cualquier tipo de conversación con ella.

Creo que llevaba una hora en el jardín cuando de repente vi abrirse la portilla; me alejé hasta un cenador que hay al final del paseo, donde, reflexionando sobre mis difíciles propósitos futuros, permanecí sentada por algunos minutos antes de ser interrumpida por la aparición de

sir Clement Willoughby.

Me sobresalté y quise abandonar el cenador, pero él me lo impidió; en realidad, estoy casi segura de que se había informado en la casa acerca de mi paradero, pues de otro modo resulta improbable que hubiese paseado a solas por el jardín.

—¡Alto, deténgase —gritó él—, las más deliciosa y amada de las mujeres, deténgase y escúcheme!

Luego, conduciéndome a mi lugar, se sentó a mi lado y quiso cogerme la mano, pero la retiré y le dije que no podía quedarme.

—¿Me rechaza usted —dijo— después del martirio que sufrí ayer, sólo por el placer de verla?

—¿Martirio,

sir Clement?

—¡Sí, belleza insensible! Martirio. ¿Qué fue si no pasarme toda una tediosa mañana aprisionado en el carruaje en compañía de las tres mujeres más aburridas de Inglaterra?

—Le doy mi palabra de que están muy complacidas.

¡Oh, todas tienen tan alta opinión de sí mismas que no tienen motivos para quejarse si el mundo no las respeta, y ciertamente, serían las últimas en enterarse!

—¡Qué poco imaginan estas señoras la severidad con la que las juzga!

—Están tan seguras de su felicidad y tan afianzado es su engreimiento que no se dan cuenta si alguien lo cuestiona. ¡Oh, señorita Anville!, ser arrancado de su lado para ser confinado con ellas es…, ¿habría algún ser humano con excepción de usted, que es la crueldad en persona, que pudiera abstenerse de compadecerme?

—Creo, no obstante,

sir Clement, que juzga mal; su situación sería más envidiada que compadecida por el mundo en general.

—¡El mundo en general tiene la misma opinión de ellas que yo mismo! ¡De la señora Beaumont se ríe todo el mundo, a

lady Louisa la ridiculizan y a la señora Selwyn la odian!

—¡Dios mío,

sir Clement, de qué palabras más crueles hace uso usted!

—¿Y es usted, mi ángel, quien me censura, la que con sus perfecciones pone de relieve los defectos de los demás? Le aseguro que durante nuestro paseo en carruaje pensé que conducía caracoles; el absurdo orgullo de la señora Beaumont y el respeto que impone son de inmediato insufribles y estúpidos; si no la hubiera tratado antes, habría pensado que era su primer viaje en carruaje desde el Herald’s Office[70] y no le deseo a ella nada peor, ya que también podría ser el último. Le aseguro que si no fuera por ganarme la admisión en su casa hubiera huido de ella como de una plaga. La señora Selwyn, ciertamente, alivió un poco las formalidades, pero se toma muchas libertades con

su lengua…

—¡Oh,

sir Clement!, ¿y se atreve precisamente usted a criticar tal cosa?

—Sí, mi dulce reprochadora…, en una mujer me parece absolutamente intolerable. Es ingeniosa y más inteligente que la mitad de las mujeres juntas, pero mantiene viva una permanente sátira punzante que crea un ambiente de desasosiego entre quienes la rodean; y habla tanto que no la atienden ni cuando dice algo digno de atención. En cuanto a

lady Louisa, es un bonito objeto, tan lánguida…, que resulta casi cruel hablar racionalmente de ella. Si hubiera de decir algo sería que es una mera composición de afectación, impertinencia y orgullo.

—Estoy realmente asombrada —dije yo— de que con tales opiniones pueda comportarse con ellas con semejante muestra de atención y cortesía.

—¡Cortesía! ¡Ángel mío…, es que yo las adoraría…, las adoraría si ello me proporcionara un momento de conversación con usted! ¿No me ha visto hacer la corte al capitán Mirvan y al marimacho de

madame Duval? Si fuera posible que se creara una monstruosa criatura a partir de las peores cualidades de todos estos personajes…, una criatura que tuviera la arrogancia de la señora Beaumont, la brutalidad del capitán Mirvan, el engreimiento de la señora Selwyn, la afectación de

lady Louisa y la vulgaridad de

madame Duval…, aun a un monstruo semejante sería yo capaz de hacerle la corte y deshacerme en adulaciones, tan sólo para obtener una palabra suya, una mirada de mi adorada señorita Anville.

Sir Clement —dije yo—, está usted muy equivocado si supone que la duplicidad de carácter le hace mejorar en mi opinión. Debo aprovechar esta oportunidad para rogarle que nunca más me hable de esta forma.

—¡Oh, señorita Anville! Sus reproches, su frialdad…, me atraviesan el ama. Sea menos rigurosa conmigo y hágame lo que quiera. Gobernará y dirigirá todas mis acciones, hará de mí un hombre nuevo, un modelo de hombre: sus deseos serán mis deseos. ¡Míreme al menos con piedad, si no favorablemente!

—Permítame —dije yo muy seriamente— que aproveche la ocasión para ponerle punto final a este tipo de expresiones; le ruego que nunca más me dirija la palabra con un lenguaje tan ligero e impertinente; ya me ha causado bastantes disgustos y, francamente, le aseguro, que si no quiere desterrarme de donde quiera que se encuentre, adopte de aquí en adelante un estilo y una conducta completamente distinta.

Me levanté para marcharme, pero se arrojó a mis pies impidiéndolo, exclamando de la manera más apasionada:

—¡Por Dios, señorita Anville! ¿Qué está diciendo? ¿Puede ser que con esa petrificante indiferencia…, impertérrita, aleje de mí la esperanza más remota?

—No sé, señor —dije yo intentando desembarazarme de él—, a qué esperanza se refiere; tengo la certeza de que nunca tuve intención de proporcionarle ninguna.

—¡Me enloquece usted! —gritó él—, no puedo resistir semejante desprecio; le suplico que modere su crueldad, pues me empuja a la desesperación…, ¡dígame que siente lástima de mí! ¡Oh, adorada tirana, hermosura inexorable…, oh, dígame al menos que me compadece!

Justo entonces vi que entraba

lord Orville y que parecía dirigirse al cenador. ¡Dios mío lo que sentí! Al verme palideció y se retiró precipitadamente, pero grité:

—¡

Lord Orville! ¡

Sir Clement, suélteme!

Sir Clement, muy confundido, se levantó repentinamente, pero sin soltar mi mano.

Lord Orville, que se había vuelto, de nuevo seguía su camino, pero yo, esforzándome por liberarme grité:

—¡Por favor, por favor, su señoría, no se vaya! ¡

Sir Clement, insisto en que me suelte!

Lord Orville se acercó entonces apresuradamente a nosotros, diciendo con valentía:

—¡

Sir Clement, no es posible que desee retener a la señorita Anville a la fuerza!

—Ni tampoco, señor —dijo

sir Clement con altanería—, le he pedido que me haga el honor de intervenir.

No obstante, me soltó la mano y yo, al verme libre, entré corriendo en la casa.

Me asusté muchísimo, pues con el orgullo herido de

sir Clement temí que se provocara un enfrentamiento con

lord Orville, por lo que fui presurosa al cuarto de la señora Selwyn y le rogué, de forma apenas comprensible, que se dirigiera al cenador.

No me preguntó nada, pues es muy rápida de mente, e inmediatamente corrió al jardín.

Imagine, mi querido señor, qué angustiosa fue mi espera hasta su regreso. Apenas pude refrenar mis ansias de ir tras ella corriendo; no obstante, contuve mi impaciencia y esperé, aunque angustiada, a que regresara.

Y ahora, mi queridísimo señor, tengo que contarle la conversación más interesante que he escuchado en toda mi vida; los comentarios y preguntas con las que la señora Selwyn interrumpía el relato, los omitiré, como puede suponer.

Lord Orville y

sir Clement estaban silenciosamente sentados en el cenador cuando la señora Selwyn se acercó cuanto pudo sin ser vista, sigilosamente, y escuchó decir a

sir Clement:

—Me alarma enormemente su pregunta —su señoría— y de ninguna manera le contestaré a menos que me permita formularle otra a usted.

—Indudablemente, señor.

—Me pregunta usted, señoría, cuáles son mis intenciones. Yo quisiera que me refiriera las suyas.

—Nunca he tenido ninguna, señor.

Ambos callaron por un instante, y luego

sir Clement, dijo:

—¿A qué se debe entonces su curiosidad?

—A un interés sincero por la felicidad de la señorita Anville.

—Tal interés —dijo

sir Clement secamente— es ciertamente muy generoso; pero excepto un padre, un hermano…, o un enamorado…

Sir Clement —interrumpió su señoría—, sé lo que quiere decir y reconozco que no tengo derecho de indagatoria con referencia a cualquiera de esos tres títulos, por lo que sólo pudo alegar mi ferviente deseo de ampararla y verla feliz. ¿Me permite entonces que repita mi pregunta?

—Sí, si su señoría me permite repetirle que la encuentro más bien extraordinaria.

—Puede ser —dijo

lord Orville—, pero esta señorita parece estar en circunstancias muy críticas; es muy joven, inexperta y parece quedar enteramente a su propia dirección. No creo que vea los peligros a que se expone y le confieso que siento un ardiente deseo de señalárselos.

—No entiendo muy bien lo que quiere decir, señor, pero ¿no será que la quiere predisponer en contra mía?

—Sus sentimientos, señor, son una incógnita para mí, así como sus intenciones hacia ella. Quizá si me informara sobre ello, mi oficiosidad tendría un fin, pero no quiero preguntarle los términos…

Aquí se detuvo, y

sir Clement dijo:

—Sabe, señoría, no soy afecto a desesperarme; no soy ningún perrito para decirle que voy sobre seguro; sin embargo…, la perseverancia…

—¿Entonces, está decidido a perseverar?

—Lo estoy, señor.

—Perdone, entonces,

sir Clement, si le hablo con franqueza. Esta señorita, aunque parece sola, y hasta cierto punto sin protección, no está enteramente sin amigos. Es sumamente educada y está acostumbrada a las buenas compañías. Tiene una predisposición natural a la virtud y una inteligencia que podría resaltar cualquier posición que ocupe, por muy elevada que sea. ¿Cree usted que una señorita de tales cualidades puede ser objeto para el juego? Porque sus principios, señor, excúseme, son bien conocidos.

—En lo que respecta a esto, señoría, deje a la señorita Anville que decida por sí misma. Tiene una inteligencia excelente y no necesita los consejos de nadie.

—Su inteligencia, es cierto, es excelente; pero es demasiado joven para la suspicacia, y tiene una ingenuidad de disposición como nunca había visto antes.

—Señoría —dijo

sir Clement cálidamente—, sus alabanzas me hacen dudar de su desinterés; y no existe hombre a quien más de mala gana quisiera tener como rival. Pero debe permitirme decir que me ha engañado usted extraordinariamente en relación con este asunto.

—¿Cómo es eso, señor? —dijo

lord Orville, igual de cálido.

—Tuvo usted el gusto, en nuestra primera conversación referida a esta señorita, de referirse a ella en términos de mucho desacuerdo con los elogios presentes. Su señoría dijo de ella que era una muchacha pobre, débil e ignorante, y yo tuve el gusto de decirle que tenía usted una opinión de ella muy despreciable.

—Es muy cierto —dijo

lord Orville— que en nuestra primera conversación no hice honor a los méritos de la señorita Anville; pero no sabía entonces que acababa de

salir al mundo; ahora, sin embargo, comprendo que lo que daba la apariencia de extraño comportamiento en ella no era más que el fruto de su inexperiencia, timidez y una educación retraída, pues la encuentro ahora informada, sensata e inteligente. No es, ciertamente, como la mayoría de las señoritas modernas a las que se conoce en cinco minutos; es instruida y modesta y requiere tiempo y ánimo para mostrar sus cualidades. No intenta, bella como es, conquistar el alma por sorpresa sino que su fascinación es más peligrosa, pues la va acaparando casi imperceptiblemente.

—Basta, su señoría —gritó

sir Clement—, su solicitud por su felicidad está suficientemente demostrada.

—Mi amistad y mi estima —contestó

lord Orville— no deseo ocultarlas; pero tenga la seguridad,

sir Clement, de que no le hubiera molestado con este asunto si la señorita Anville y yo no fuéramos otra cosa que buenos amigos; sin embargo, desde el momento en que usted no desea confesar sus intenciones, debemos dejar el asunto.

—Mis intenciones —dijo él—, francamente no las conozco ni yo mismo. Encuentro que la señorita Anville es la más preciosa de las mujeres; y si yo fuera propenso al matrimonio pensaría en ella, de entre todas las mujeres que he visto, para hacerla mi esposa; pero creo que ni la filosofía de su señoría me recomendaría una unión de este tipo con una joven de nacimiento oscuro, cuya única dote es su belleza, y que está, evidentemente, en situación de inferioridad en todas partes.

Sir Clement —dijo

lord Orville, cálidamente—, no discutiremos más sobre ello. Ambos somos libres y obraremos por nuestra cuenta.

En este punto, la señora Selwyn, temiendo que la descubrieran y encontrando que mis pretensiones sobre una confrontación eran infundadas, se retiró al paseo y vino a contármelo todo.

¡Dios mío, qué hombre este

sir Clement! ¡Tan astuto y tan simple! ¡Tan deliberadamente sagaz y, sin embargo, tan necio!

¡Cuán equivocado está…, esta pobre niña ignorante, tan inferior a todos…, lejos de desear la honorabilidad de un enlace, no lo hubiera aceptado ahora, ni nunca!

En cuanto a

lord Orville, no confiaré mis ideas a la pluma, pero…, dígame, mi querido señor, ¿qué piensa de él?, ¿no es el más honorable de los hombres?, ¿verdad que no es de extrañar mi admiración por él?

La idea de que me vieran tras esta singular conversación me resultaba embarazosa e inquietante, pero al comparecer para la comida,

sir Clement parecía preocupado e inquieto; me observaba a mí, después observaba a

lord Orville, y se le notaba muy alterado. Cada vez que me hablaba le volvía la espalda con desdén no disimulado, pues estoy muy enojada con él como para soportar sus malintencionados propósitos por más tiempo.

¡Pero, ni siquiera una vez…, ni un instante, he osado mirar a

lord Orville! Plenamente consciente de mí misma, temí sus penetrantes ojos dirigidos a los míos, y resolví mirar hacia cualquier lugar menos hacia él. El resto del día lo pasé con la señora Selwyn.

Adieu, mi querido señor, mañana espero sus directrices, bien para regresar a Berry Hill o visitar Londres de nuevo.

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