Evelina

Evelina


Parte Tercera » Carta XVI

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I

Evelina continúa

Clifton, 7 de octubre

Como ve, mi querido señor, estaba equivocada al suponer que no volvería a escribirle desde aquí, donde mi residencia parece ahora más incierta que nunca.

Esta mañana, durante el desayuno,

lord Orville aprovechó la oportunidad para rogarme, en voz baja, que le concediera unos momentos de conversación antes de irme de Clifton.

—¿Puedo esperar que baje al jardín después del desayuno?

No contesté, pero creo que mis ojos no lo negaron, pues realmente deseaba conocer lo concerniente a la carta.

En cuanto pude salir del salón subí en busca de mi capota, pero antes de llegar a mi cuarto, la señora Selwyn me llamó, diciéndome:

—Si va a salir a caminar, señorita Anville, tenga la bondad de decirle a Jenny que baje mi sombrero, y la acompañaré.

Muy desconcertada me metí en el salón sin contestar nada, y creí que podía esperar sin ser vista hasta saber lo que disponía para mí. Pero a los pocos minutos, se abrió la puerta y entró

sir Clement Willoughby.

Sobresaltada al verle, me levanté precipitadamente y se me cayó la carta que había cogido para examinarla con

lord Orville; antes de poder recuperarla,

sir Clement se arrojó sobre ella, y cuando iba a entregármela, mientras me preguntaba por mi salud, la firma le llamó la atención, leyendo en voz alta: «Orville».

Intenté arrebatársela ansiosa, pero no me lo permitió y, sujetándola con fuerza, exclamó apasionadamente:

—¡Dios mío, señorita Anville!, ¿es posible que aprecie una carta como ésta?

La pregunta me sorprendió y me dio vergüenza contestarla; pero, comprendiendo que no quería soltarla, le advertí y vehementemente le exigí que me la devolviera.

—Dígame antes —dijo él elevándola por encima de mi alcance—, si ha recibido más cartas de esta misma persona.

—¡No, en verdad —dije yo—, nunca!

—¿Y quiere prometerme la más dulce de las mujeres que nunca recibirá otra? Dígamelo, y me hará el más feliz de los hombres.

Sir Clement —dije yo muy confundida—, le ruego que me dé la carta.

—¿Y satisfará mis dudas? ¿Lo hará usted? ¿Aliviará la tortura de mi incertidumbre? ¡Dígame que el maldito Orville no le ha escrito nunca más!

Sir Clement —dije yo, colérica—, no tiene derecho a ponerme condiciones… Le ruego que me dé la carta inmediatamente.

—¿Pero a qué tanto empeño en esta odiosa carta? ¿Con sinceridad me dice que merece esta carta la más mínima ansiedad?

—Eso no importa, señor —dije yo, perpleja—, la carta es mía y por consiguiente…

—Deduzco entonces —dijo él— que esa carta merece su extremo desprecio; pero el nombre de Orville le da valor para usted.

Sir Clement —dije yo, enrojeciendo—, está completamente…, está muy…, la carta no es…

—¡Oh, señorita Anville! —dijo él—; se ruboriza, tiembla… ¡Dios mío!, lo que yo tanto temía.

—No sé… —dije yo, medio asustada— lo que usted quiere decir; pero le suplico que me dé la carta y que se calme.

—La carta —dijo él, haciendo rechinar sus dientes— no la volverá a ver. La debió quemar en cuanto la leyó —y dicho esto la rompió en mil pedazos.

Asustada por su violenta furia, quise salir hacia mi cuarto, pero me cogió por el traje, diciendo:

—No, todavía no puede irse; estoy medio loco y tiene que quedarse a terminar su obra. Dígame, ¿sabe

lord Orville que le ama? ¡Diga sí —añadió él, temblando de rabia—, y me iré para siempre!

—¡Por el amor de Dios,

sir Clement! —dije yo—; ¡suélteme!… Si no lo hace, me obligará a pedir auxilio.

—Llame entonces —dijo él—, mujer dura e insensible. Llame si quiere y publique a gritos su triunfo. Pero, aunque diez mundos atendieran su llamada, nadie podría separarme de usted hasta que me haya contestado. ¿Sabe Orville que le ama?

En cualquier otro tiempo, una pregunta tan grosera me hubiera provocado gran sonrojo; pero entonces la fiereza de sus maneras me aterrorizó, y sólo contesté:

—Sea lo que fuere lo que quiera saber,

sir Clement, se lo diré en otra ocasión; pero por ahora deje usted que me vaya.

—¡Basta! —dijo él—, comprendo; la astucia de Orville ha triunfado. Frío, indiferente…, flemático como es, le ha hecho usted el más envidiado de los hombres… Una última pregunta y basta: ¿se casará con usted?

¡Qué pregunta! Mis mejillas ardían de indignación, y me sentí demasiado orgullosa para contestarle.

—Ya veo, ya veo lo que pasa —dijo él tras una pausa—, y encuentro que estoy acabado para siempre.

Luego, soltando mi vestido, anduvo de aquí para allá por la estancia de manera apresurada e inquieta, con la mano apoyada en la frente.

Al verme libre, no obstante, no tuve valor para irme, pues su evidente disgusto despertó toda mi compasión. Y ésta era la situación cuando

lady Louisa, el señor Coverley y la señora Beaumont entraron en el cuarto.

Sir Clement Willoughby —dijo la última—, le imploro perdón por haberle hecho esperar tanto tiempo, pero…

No tuvo tiempo para decir una palabra más;

sir Clement, demasiado confuso para darse cuenta de lo que hacía, cogió su sombrero y, pasando precipitadamente junto a ella, corrió escaleras abajo y salió de la casa.

Yo sentía piedad por él, aunque sinceramente esperaba no verle nunca más. Pero, mi querido señor, ¿qué debo deducir de sus extrañas palabras en lo referente a la carta? ¿No le parece como si él mismo fuera el autor de la misma? ¿Cómo, si no, estaba tan bien informado del desprecio que merecía? No conozco a nadie más que pudiera haber hecho tal engaño. Recuerdo también que cuando le di la primera carta a la criada,

sir Clement entró en la tienda, probablemente la sobornó para que se la diera, y después, con el mismo procedimiento, entregó la respuesta.

La verdad es que de ninguna manera puede ser de otra forma. ¡Oh,

sir Clement, si no fuese en sí mismo tan infeliz, no sé cómo podría perdonar un engaño que causó tanto sufrimiento!

Su precipitada marcha ocasionó confusión general.

—¡Vaya comportamiento tan extraordinario! —dijo la señora Beaumont.

—¡Pardiez! —dijo el señor Coverley—, el

baronet ha tenido un toque heroico esta mañana.

—En mi vida he visto cosa más monstruosa —dijo

lady Louisa—, completamente abominable. Estará disgustado…, me ha asustado terriblemente.

Al poco tiempo subió la señora Selwyn con

lord Merton, y la primera, avanzando presurosa hacia mí, dijo:

—¿Señorita Anville, tiene usted un calendario?

—¿Yo? No, señora.

—¿Quién tiene uno, entonces?

—¡Pardiez! —dijo el señor Coverley—, no he comprado uno en mi vida; se me hace pesado tener un reloj en mi bolsillo. Prefiero vagar todo el día ante un reloj de arena.

—Tiene razón en no observar el tiempo —dijo la señora Selwyn—, por temor a ser traicionado por sorpresa, al reflejar cómo lo emplea.

—¡Pardiez, señora! —replicó él—, si el

Tiempo pensara en mí como yo pienso en él, creo que por un tiempo retaría a la vejez y las arrugas, a que el diablo me lleve si alguna vez pienso en ello.

—Por favor, señor Coverley —dijo la señora Selwyn—, ¿por qué piensa que es necesario decirme eso tan a menudo?

—¿A menudo? —repitió él—. ¡Pardiez, señora!, yo no sé por qué lo dije ahora. Pero estoy seguro de no haberlo dicho desde hace un siglo.

—¿Un siglo? —dijo ella—. Pues, muy señor mío, usted lo dice todo el tiempo. Cada palabra, cada mirada, cada acción lo proclama.

No sé si entendió la entera severidad de su sátira, pero le contestó con una carcajada. Entonces ella se dirigió al señor Lovel y le preguntó si tenía un calendario.

El señor Lovel, que siempre se asusta cuando ella le dirige la palabra, contestó con vacilación:

—Le aseguro que no tengo la menor antipatía por los calendarios…, ni la más mínima, se lo aseguro; me atrevo a decir que tengo cuatro o cinco.

—¿Cuatro o cinco? ¿Puedo preguntar qué uso hace de ellos?

—¡Usarlos! Mire, señora, en cuanto a usarlos…, realmente, no los uso mucho; únicamente para saber el día en el que vivo; de otro modo nunca podría recordarlo.

—Entonces, ¿sin un calendario no podría distinguir un día de otro?

—Realmente, señora —dijo él, enrojeciendo—, no veo nada de particular en tener algunos calendarios; muchas otras personas los tendrán…

—No se ofenda —dijo ella—, he querido divagar un poco. Todo lo que quiero saber es la fase de la luna; si estamos en luna llena me salvaré de un sinfín de conjeturas, y sabré de inmediato la causa a la que atribuir las incongruencias que he presenciado esta mañana. En primer lugar oí a

lord Orville excusarse de salir para tener asuntos importantes que arreglar en casa, y luego le vi hace media hora paseando a solas por el jardín. Por otro lado, la señorita Anville: la invito a pasear y después de recorrer toda la casa buscándola la encuentro tranquilamente sentada en el salón. Y hace cinco minutos,

sir Clement Willoughby que, con más cortesía de la habitual me había dicho que iba a pasar la mañana aquí…, y ahora me lo encuentro escaleras abajo, como si le persiguieran las

Furias, y en lugar de repetir sus cumplidos o aducir alguna excusa, ni siquiera me contestó a una pregunta que le hice, y pasó rozándome con la rapidez de un ladrón.

—La verdad es que no sé lo que podía pasarle —dijo la señora Beaumont—; tal rudeza en un hombre de principios es incomprensible.

—Su señoría —dijo

lady Louisa a

lord Merton—, ¿no sabe que conmigo hizo lo mismo? Le iba a preguntar qué le ocurría, pero salió tan disparatado que casi deslumbró mis discernimientos. No puede usted imaginarse lo mucho que me asustó…, debo estar muy pálida; ¿no estoy muy pálida, su señoría?

—Su señoría —dijo el señor Lovel—, está tanto o más bonita que el lirio, y las rosas podrán ruborizarse de verse superadas.

—Por favor, señor Lovel —dijo la señora Selwyn—, si las rosas se ruborizaran, ¿cómo se las imaginaría?

—¡Pardiez! —dijo el señor Coverley—, supongo que de ruborizarse, como dice el refrán, se volverán azules, pues son rojas ya…

—Por favor Jack —dijo

lord Merton—, no hable de rubores…, en la vida supo lo que era el rubor.

—Su señoría —dijo la señora Selwyn—, si la sola experiencia pudiera justificar el poder mencionarlos…, qué admirable tratado se podría esperar de la suya.

—¡Oh, se lo ruego, señora! —contestó él—, tómela contra Jack Coverley, que es

su hombre; yo confieso que tengo aversión mortal por las discusiones.

—¡Oh, qué vergüenza, su señoría! —dijo la señora Selwyn—, un senador del reino, un miembro del parlamento más noble del mundo…, y aún descuida el arte de la oratoria.

—A fe mía, su señoría —dijo el señor Lovel—, creo que, en general, su Cámara no es muy aficionada al estudio; nosotros, en la Cámara Baja, indudablemente nos aplicamos mucho más; y, si no hablara ante un poder superior (inclinándose ante

lord Merton), añadiría que allí tenemos asimismo oradores más capaces.

—¡Señor Lovel —rebatió la señora Selwyn—, usted merece la inmortalidad por este descubrimiento! Si no fuera por esta observación y la confesión de

lord Merton, hago constar que hubiera supuesto que un par del reino o un

lógico hábil eran términos sinónimos.

Lord Merton, girando sobre sus talones, le preguntó a

lady Louisa si quería tomar el aire antes de comer.

—No sé, realmente —dijo ella—, temo este horrible calor; además (poniendo la mano en la frente) estoy algo indispuesta. ¡Es horrible tener tan sensibles los nervios! La cosa más nimia me descompone; me ha dado tal sacudida la excentricidad de este hombre…, que no sé cuándo me recobraré. Soy una triste, débil criatura…, ¿no lo cree así, señor?

—¡Oh, de ningún modo! —contestó él—, su señoría es sencillamente delicada…, y que el diablo me lleve si alguna vez me enamoré de una amazona.

—Tengo el honor de participar de la opinión de su señoría —dijo el señor Lovel mirando maliciosamente a la señora Selwyn—, pues tengo una insuperable aversión a la fuerza, ya sea de cuerpo o mente en una mujer.

—A fe mía que pienso igual —dijo el señor Coverley—. ¡Pardiez!, preferiría ver a una mujer cortando madera antes que discutiendo sobre lógica.

—Eso es lo que quiere un hombre con sentido común —dijo

lord Merton—, pues una mujer sólo necesita ser bonita y de buen ánimo; todo lo demás resulta impertinente y antinatural. En cuanto a mí, diantre si alguna vez en mi vida deseé oír palabras de sabiduría en boca de una mujer.

—Siempre se ha convenido —dijo la señora Selwyn mirando a todos despreciativamente— que nunca un hombre debe unirse a una mujer con una inteligencia superior a la suya. Mucho me temo que para proveer a todo este grupo esta regla es completamente impracticable, a menos que escogieran parejas en el

hospital de idiotas de Swift[72].

¡Cuántos enemigos, mi querido señor, se crea con esta desmesurada severidad la señora Selwyn! Lord Merton, no obstante, sólo silbó; el señor Coverley cantó, y el señor Lovel, después de morderse los labios, dijo que si la señora no fuera como es, una señora, estaría tentado a decir que en tal severidad había algo…, observaba algo, quiso decir, que más bien era…

raro.

Justo en ese momento el criado le trajo a

lady Louisa una nota en una bandeja, ceremonia empleada siempre con su señoría, y yo aproveché la oportunidad para escabullirme de la sala.

Fui de inmediato al salón, que encontré completamente vacío. Pero no me atreví a pasear por el jardín después de lo que había dicho la señora Selwyn.

A los pocos minutos un criado anunció al señor Macartney, y dijo al entrar que iba a preguntar si

lord Orville estaba en casa. El señor Macartney se alegró mucho de encontrarme allí sola, y me dijo que se había tomado la libertad de preguntar por

lord Orville tan sólo como pretexto para venir a la casa.

Entonces le pregunté ansiosa si había visto a su padre.

—Sí, señor —dijo—; y, como conozco la compasión que usted me ha demostrado, vine presuroso a contarle que al leer la carta de mi desgraciada madre no dudó en reconocerme.

—¡Dios mío —dije yo emocionada—, qué similares son nuestras circunstancias! ¿Y le recibió amablemente?

—No podría esperarse que lo hiciera. El cruel motivo que me obligó a alejarme de París estaba muy reciente en su memoria.

—¿Y ha visto a la señorita?

—No, señora —dijo él tristemente—, me fue prohibido verla.

—¿Prohibido verla? ¿Por qué?

—En parte, quizá, por prudencia…, y en parte por un resentimiento al que no se sustrae uno fácilmente. Yo sólo pedí ponerla al corriente de nuestra relación y que se me permitiera llamarla hermana; pero me fue negado: «Usted no tiene ninguna hermana —dijo

sir John—; debe olvidar su existencia». Dolorosa y vana pretensión…

—¡Sí la tiene, sí… tiene una hermana! —dije yo, en un arranque de piedad que no pude reprimir—. Una hermana que está ardientemente interesada en su bienestar y que sólo espera la oportunidad de manifestarle su amistad y su aprecio.

—¡Bendito sea Dios! —dijo él—, ¿qué quiere decir, señorita Anville?

—Anville —dije yo— no es mi verdadero nombre; ¡

sir John Belmont es mi padre, como también lo es de usted, y por tanto soy su hermana! Vea que el mutuo aprecio que nos tenemos no se deriva tan sólo de lazos de amistad, sino de lazos de sangre. Yo ya siento por usted el afecto de una hermana; en realidad lo sentí antes de saber que lo era. Pero hermano mío, ¿por qué no habla? ¿Duda en reconocerme?

—Estoy tan confuso en mi asombro —dijo él—, que no sé si oigo bien.

—¿Habré entonces encontrado un hermano —dije yo tendiéndole mi mano— que no quiera reconocerme?

—¿Reconocerla? ¡Oh, señora! —dijo él aceptando la mano que le ofrecía. ¿Y cómo puede reconocerme usted? Un pobre y desgraciado aventurero que se sostiene últimamente de su generosidad, y que gracias a su benevolencia no se quitó la vida… ¿Puede usted, oh señora…, puede usted, ciertamente, sin sonrojo, condescender a reconocer como hermano a semejante paria?

—¡Oh, desista, desista! —dije yo—. ¿Es este lenguaje adecuado para una hermana? ¿No estamos unidos uno a otro recíprocamente? No me haga sufrir esperando las noticias que trae… ¿Dónde está nuestro padre ahora?

En Hotwells, señora. Llegó ayer por la mañana, Habría seguido preguntando, pero la entrada de

lord Orville me lo impidió. Le vi sobresaltarse al vernos y quiso retirarse, pero yo, retirando mi mano de la del señor Macartney, le rogué que entrara.

Durante unos momentos estuvimos todos callados, y creo, igual de desconcertados. No obstante, volviendo en sí, el señor Macartney dijo:

—Espero que su señoría me perdonará la libertad que me he tomado usando su nombre.

Lord Orville, más bien fríamente, se inclinó de modo respetuoso, pero no dijo nada.

Otra vez nos quedamos todos callados y luego el señor Macartney se ausentó.

—Sospecho —dijo

lord Orville cuando se marchó— que he acortado la visita del señor Macartney.

—¡Oh, no señor, en absoluto!

—Había supuesto —dijo un poco vacilante— que vería a la señorita Anville en el jardín; no sabía que estaba mejor comprometida.

Antes de poder contestar un criado vino a decirme que el carruaje estaba listo, y que la señora Selwyn preguntaba por mí.

—Voy enseguida —dije yo disponiéndome a irme, pero

lord Orville, deteniéndome, dijo muy emocionado:

—¿Entonces, señorita Anville, se separa de mí?

—Su señoría —dije yo—, ¿acaso puedo remediarlo?

—¡Buen Dios! —dijo él—, me toma usted por un estoico. ¿Qué mejor oportunidad puedo esperar? ¿No está la silla esperándola…? Y aún no se ha dignado a decirme a dónde.

—Mi viaje, señor, ahora debe aplazarse. El señor Macartney me ha traído noticias que lo hacen del todo innecesario.

—El señor Macartney —dijo él seriamente— parece tener en usted una gran influencia; pero es un consejero muy joven.

—¿Es posible, su señoría, que el señor Macartney le cause desasosiego alguno?

—Mi querida señorita Anville —dijo él tomando mi mano—, veo y adoro la pureza de su pensamiento tal como es, por encima de todo artificio y toda pretensión de sospecha y, sería injusto conmigo e incluso con usted misma, si osara tener la más mínima duda de la benevolencia que la hace mía para siempre; no obstante, perdóneme si me muestro asombrado, cuando no alarmado, ante estas frecuentes reuniones con un joven como el señor Macartney.

—Su señoría —dije yo, ansiosa por exonerarme—, el señor Macartney es mi hermano.

—¿Su hermano? ¡Me asombra usted! ¿Qué misterio oculto, entonces, hace de este parentesco un secreto?

En ese momento la señora Selwyn abrió la puerta.

—¡Ah, está aquí! —dijo—. ¿Será su señoría tan amable de acompañarnos, o

retrasar nuestro viaje?

—Sería muy feliz —dijo

lord Orville—, si estuviera en mi mano conseguir

lo último.

Entonces la puse al corriente de la conversación con el señor Macartney. Inmediatamente ordenó que el carruaje se retirara, y me llevó a su habitación para considerar lo que debíamos hacer. Pocos minutos le bastaron para tomar una decisión, y escribió la siguiente nota:

A

sir John Belmont,

Baronet.

LA SEÑORA SELWYN le presenta sus respetos a

sir John Belmont, y le ruega, si no ha de causarle molestia, que la reciba esta mañana para un asunto de suma importancia.

Luego la entregó a su criado para que, tras informarse en el balneario de la dirección, la llevara a su destinatario; y fue a disculparse directamente con la señora Beaumont por retrasar su viaje.

La contestación fue rápidamente recibida con la notificación de que

sir John tendría mucho gusto en recibirla.

Quería que la acompañase inmediatamente al balneario, pero le rogué que me evitase la angustia de una presentación tan brusca, y por favor abriera el camino para mi visita. Ella consintió más bien a regañadientes, y asistida únicamente por su criado, se dirigió al balneario.

No estuvo ausente ni dos horas, y aun así, me pareció una espera tan larga, que imaginé que mil accidentes habían ocurrido, y temí que nunca regresara. Pasé todo el tiempo en mi cuarto, pues estaba demasiado agitada para estar de conversación con

lord Orville.

En el momento en que desde mi ventana la vi regresar corrí escaleras abajo y salí a su encuentro en el jardín, dirigiéndonos ambas hacia el cenador.

En su mirada se reflejaba decepción y enojo, lo que me anunció el fracaso de su empeño. Viendo que no hablaba le pregunté con voz entrecortada si tenía o no un padre.

—¡No lo tiene, querida! —dijo bruscamente.

—Muy bien, señora —dije con relativa calma—, encargue de nuevo la silla, que me voy a Berry Hill…, donde confío en encontrarme con uno.

Pasó un buen rato antes de que pudiera relatarme el modo en que se había desarrollado la visita; y entonces, me la contó de forma apresurada, aunque creo poder recordar cada palabra:

Encontré a

sir John a solas, que me recibió con extrema cordialidad. No le mantuve en suspenso sobre el objeto de mi visita, pero, tan pronto como se lo di conocer, dijo con arrogante sonrisa:

—¿Y la han convencido para resucitar esa vieja y ridícula historia?

—Ridícula —le dije— no es un término del que debiera hacer uso para aplicarlo a las acciones horribles que dieron origen a esa vieja historia —como él tan a la ligera la denominaba—. Acciones —continué yo— que merecen inscribirse en los negros anales de Nerón o Calígula.

Intentó en vano tomárselo a broma, pero continué con toda la severidad de que soy capaz, y no cesé de pintarle la enormidad de su crimen hasta llegarle a la médula, y con ira e impaciencia me dijo:

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