Evelina

Evelina


Parte Tercera » Carta XVI

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—Basta ya, señora; éste no es un asunto en el que yo necesite instructor.

—Entonces —dije yo— haga usted la única reparación que está en su mano ahora. Su hija está en este momento en Clifton, hágala venir y, ante el mundo entero, proclame la legitimidad de su nacimiento y limpie la reputación de su injuriada esposa.

—Señora —dijo—, está usted muy equivocada si supone que esperaba el honor de su visita para hacer justicia a la memoria de aquella infortunada mujer; su hija está conmigo desde que cumplió diez meses, la he amparado en mi casa, lleva mi nombre, y será mi única heredera.

Durante unos instantes esta aseveración me pareció tan absurda, que sólo pude burlarme de ella, pero, finalmente, me aseguró que la misma mujer que había atendido a

lady Belmont en su última enfermedad le había llevado la niña a Londres cuando él aún se encontraba allí, y antes de que se cumpliera el año de su nacimiento.

—Como por aquel entonces —añadió— no deseaba propagar la noticia de mi matrimonio, envié a esta mujer con la niña a Francia; tan pronto como tuvo edad suficiente la metí en un convento en el que se ha criado conforme a su rango; y ahora la he traído conmigo y la he reconocido como hija legítima, pagando así a la memoria de su desgraciada madre el tributo de fama que me hace desear ocultarme de todo el mundo de ahora en adelante.

Esta historia me sonó tan improbable que no tuve escrúpulos en decirle que no creía una palabra. Entonces llamó preguntando si había llegado su peluquero y me dijo que sentía mucho tener que dejarme; pero que si quería favorecerle con mi compañía mañana, él mismo tendría el honor de presentarme a la señorita Belmont en lugar de molestarme en presentársela yo.

Me levanté entonces con gran indignación, asegurándole que haría pública su infame conducta, y me fui.

¡Dios mío, qué historia tan extraña! ¡Qué incomprensible asunto! La señorita Belmont que está ahora en Bristol pasa por ser la hija de mi desgraciada madre, es decir, ¡suplanta a su Evelina! Quién sea ella o lo que esta historia pueda significar no alcanzo a comprenderlo.

La señora Selwyn, al cabo de un rato, me dejó sola con mis reflexiones que, ciertamente, no eran demasiado agradables. Había escuchado muy calmada su relato, pero en cuanto me quedé sola, sentí amargamente la deshonra y el pesar de un rechazo tan cruelmente inexplicable.

No sé cuánto tiempo podría haber continuado esta situación si no me hubiera despertado de mi ensueño melancólico la voz de

lord Orville, diciendo:

—¿Puedo entrar o estorbo?

Yo me mantuve callada y se sentó a mi lado.

—Temo —continuó— que la señorita Anville pensará que la acoso; pero como tengo tantas cosas que decirle y tantas cosas que preguntar, y tan pocas oportunidades para hacerlo…; no tiene que ofenderse de que con tanta avidez intente aprovechar los momentos en que pueda hablarle. Está triste —dijo cogiendo mi mano—, ¿no será que lamenta el retraso de su viaje?… Espero que el placer que eso ha supuesto para mí no sea motivo de disgusto para usted… ¿No me contesta? Algo la aflige… ¡Quiera Dios que yo sea capaz de consolarla! ¡Que merezca participar en su dolor!

Mi corazón rebosaba ante tanta bondad, y sólo pude contestarle deshaciéndome en lágrimas.

—¡Dios mío —dijo él—, me alarma usted! Mi amor, mi dulce señorita Anville, no me niegue por más tiempo el ser partícipe de sus penas. ¡Dígame, al menos, que no me ha retirado su estima, que no se arrepiente de la bondad que me ha demostrado; que me cree siempre su agradecido Orville cuyo corazón ha dignado aceptar!

—¡Oh, señor! —dije yo—. ¡Su generosidad me supera!

Y lloré como un niño, porque ahora, mis esperanzas de ser reconocida parecieron vencidas, y sentí tan intensamente la nobleza de su aprecio desinteresado que apenas podía respirar bajo el peso de la gratitud que me oprimía.

Él pareció muy alarmado, y en los términos más elogiosos, más respetuosamente tiernos, quiso consolar mi desasosiego y urgirme para conocer la causa.

—Su señoría —dije yo cuando pude hablar—, poco sabe usted qué paria ha honrado con su elección; a una hija de la generosidad, a una huérfana desde la infancia…, destinada a sostenerse de la bondad y la compasión, rechazada por mis amigos y negada por la persona más próxima que se pueda imaginar… ¡Oh, señor!, en tales circunstancias ¿puedo merecer la distinción con la que usted me honra? No, no…, ¡siento tan dolorosamente la desigualdad…! ¡Usted debe dejarme, señor; debe permitirme que regrese a la oscuridad; y allí, sobre el pecho del primero, del mejor…, de mi único amigo, derramaré toda la pena de mi corazón!…, mientras usted, su señoría, puede buscar en cualquier otra parte…

No pude continuar, mi alma entera se echó atrás impulsivamente…, y mi voz rehusó pronunciar tales palabras.

—¡Nunca! —gritó él cálidamente—, ¡mi corazón es suyo, y le juro una unión eterna! Me prepara para contarme algo espantoso, y yo estoy sin aliento de la expectación. Pero es tan firme mi convicción, que cualesquiera que sean sus desventuras, más fuertemente me inclinan a mostrarle mi devoción. Dígame, si no, dónde puedo encontrar a ese noble amigo cuyas virtudes me ha ensalzado, y volaré para obtener su consentimiento y su intercesión, para que de ahora en adelante nuestros destinos estén indisolublemente unidos. Y luego, será mi único empeño en la vida consolarla de su pasado, y guardarla de desgracias venideras.

Levanté la vista para contestar al más generoso de los hombres, y lo primero que encontraron mis ojos fue a la señora Selwyn.

—¿Qué hay, querida? —dijo—. ¿Todavía admirando las penumbras rurales? Creí que ya se habría cansado de este sitio retirado y la estuve buscando por toda la casa. Pero veo que la única forma de encontrarla es preguntando por

lord Orville. Pero… no quiero perturbar sus meditaciones, quizá están planeando un dúo pastoral.

Y tras estas provocadoras palabras se fue.

Completamente confundida quise abandonar el cenador, pero

lord Orville dijo:

—Permítame que siga a la señora Selwyn, pues ya es tiempo de acabar con tanto comentario impertinente. ¿Me permitirá hablarle abiertamente?

—Asentí en silencio y se alejó.

Entonces me dirigí a mi cuarto, donde estuve confinada hasta que me avisaron para comer; después la señora Selwyn me invitó a pasar al suyo.

En cuanto entré cerró la puerta y dijo:

—Puede sentarse

su señoría.

—¡Señora! —dije yo, sorprendida.

—¡Oh, la dulce inocente! ¿No comprende lo que significa mi tratamiento? Pero, querida mía, mi único propósito es acostumbrarla un poco a la dignidad a la cual está destinada, pues cuando se dirijan a usted utilizando ese título no deberá mirar para otra parte por temor a escuchar un discurso no dirigido a usted.

Después de divertirse un rato por mi confusión en referencia a su broma, acabó felicitándome muy seriamente por la distinción de

lord Orville, y me contó, en los términos más enérgicos, su deseo desinteresado de casarse conmigo inmediatamente. Ella le contó mi historia completa y él se mostró dispuesto, o mejor ansioso, a que nuestra unión se llevara a cabo sin dar lugar a implicaciones de la familia.

—Ahora, querida —continuó—, le aconsejo que se case inmediatamente; nada es más precario que nuestro éxito con

sir John, y a los jóvenes de esta edad no se les debe dejar reflexionar demasiado tiempo cuando sus intereses están afectados.

—¡Dios mío, señora! —dije yo—, ¿me cree capaz de apresurar a

lord Orville?

—Bueno, haga lo que quiera —dijo ella—, hay tema para una escena quijotesca; de otra manera, este retraso podría significar su ruina, pero afortunadamente

lord Orville es casi tan romántico como si hubiera nacido y crecido en Berry Hill.

Entonces propuso, como lo más razonable, que la acompañara al día siguiente en su visita al balneario La sola idea me hizo temblar, pero demostró tanto empeño en continuar este desafortunado asunto con ánimo o abandonarlo por completo que, con la falta de fuerza de mis argumentos, fui casi obligada a dejarme vencer por su propuesta.

Por la noche todos paseamos por el jardín y

lord Orville, que nunca se separa de mí, me dijo que había escuchado una historia que, aunque había desvanecido las dudas que por mucho tiempo le habían atormentado, le había provocado pesar y compasión. Le conté el plan de la señora Selwyn para mañana y le confesé el terror que me causaba. Entonces, de una forma en cierto modo incontestable, me suplicó que le cediera el manejo del asunto, consintiendo en unirme a él antes de que la entrevista tuviera lugar.

No pude menos que agradecerle su generosidad, y le dije que dependía enteramente de usted y que, aunque estaba segura de que su opinión coincidiría con la mía, consideraba muy impropio obrar por mi cuenta estando tan próximo el momento en que finalmente se decidiera la autoridad por la que debía guiarme. El asunto de mi temida entrevista, con las mil conjeturas y aprensiones a que dio lugar, ocuparon nuestra conversación y ocupa también todos mis pensamientos desde entonces.

Sólo Dios sabe si podré sostenerme cuando llegue el terrible y esperado momento en que me postre a los pies de quien, por ser el más cercano de los afectos, mi corazón aspira a conocer y desea amar.

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