Evelina

Evelina


Parte Tercera » Carta XVIII

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Evelina continúa

9 de octubre

Qué vida tan agitada lleva actualmente su Evelina, mi querido señor! Cada día trae algo importante y los acontecimientos se suceden.

La señora Selwyn regresó esta mañana del balneario y entró en mi cuarto, diciendo:

—¡Oh, querida, tengo noticias terribles para usted!

—¿Para mí, señora? ¡Dios mío!, ¿qué ocurre ahora?

—¡Prepárese —dijo ella— con toda su filosofía aprendida en Berry Hill, con toda la fortaleza y la resignación que aprendió en su vida, pues ha de saber que la semana que viene se va a casar con

lord Orville!

Duda, asombro y una turbación indescriptible me hizo sentir esta repentina afirmación que me sorprendió en grado sumo, y casi sin aliento, sólo pude exclamar:

—¡Dios mío, señora! ¿Qué me dice usted?

—Comprendo el temor que demuestra —dijo ella irónicamente—, pues es realmente terrorífico convertirse de repente en la esposa del hombre que adora…, y al mismo tiempo en condesa.

Le rogué que me ahorrara sus ironías y me dijera claramente las cosas, pero me lo hizo repetir dos veces antes de complacerme.

Me dijo que mi pobre padre continuaba en gran desasosiego y le había hablado de sus asuntos con mucha franqueza, indicándole que estaba muy atormentado por no saber qué hacer respecto a la hija verdadera que había descubierto y la que le había sido entregada. Con respecto a la primera temía volver a verla y respecto a la segunda no sabía cómo comunicarle su desgracia.

Entonces la señora Selwyn le informó sobre mi situación en relación con

lord Orville, lo cual le complació sumamente; y cuando supo del ansia de

lord Orville dijo que era de la misma opinión y que la boda debía celebrarse lo más pronto posible; después le informó del asunto del señor Macartney.

—Después de una larguísima conversación —continuó la señora Selwyn—, convinimos que la mejor solución para las partes sería que ambas hijas se casaran sin demora. Por tanto, si aspira usted al título de señorita Belmont, lo debe agilizar a toda prisa, pues la semana que viene habrá cambiado todo y finalizado el plazo para esas pretensiones.

—¡La semana que viene! ¡Mi querida amiga, qué plan tan extraño! ¡Sin contar con el señor Villars, ni conmigo…, ni siquiera con

lord Orville!

—En cuanto a consultarle a usted, querida, estaba fuera de toda duda, pues ya sabe que las señoritas dan siempre su corazón y su mano con cierta renuencia. En lo que respecta al señor Villars, es suficiente que sea amigo suyo, y en cuanto a

lord Orville… es parte interesada.

—¿Parte interesada? ¡Me asusta usted!

—¿Por qué? Cuando comprendí que nuestra consulta probablemente redundaría en beneficio suyo, persuadí a

sir John para enviar a buscarle.

—¿Enviar a buscarle? ¡Dios mío!

—Sí, y

sir John estuvo de acuerdo. Le dije al criado que si no estaba en la casa, le encontraría en el cenador… ¿Por qué se ruboriza, querida? Pues enseguida acudió y nos pusimos de acuerdo.

—¡Lo siento muchísimo! ¡Lord Orville pensará que todo es demasiado precipitado!

—No, querida, está equivocada. Lord Orville tiene mucho sentido común, y todo se discutió de manera racional. Se casarán en privado, aunque no en secreto, y luego se irán a una de las casas solariegas de su señoría, y la pobre señorita Green y su hermano, que no tienen casa propia, irán a una de

sir John.

—Pero ¿por qué, querida señora? ¿Por qué toda esta prisa? ¿Por qué no pueden concedernos un poco más de tiempo?

—Podría darle mil razones —contestó—, pero creo que con dos o tres será suficiente aun con toda la lógica de genuina coquetería. En primer lugar, usted, indudablemente, desea dejar la casa de la señora Beaumont. ¿A cuál, entonces, se puede trasladar que sea más conveniente que la de

lord Orville?

—Espero, señora —dije yo—, no estar ahora más desposeída que cuando era huérfana.

—Su padre, querida —me contestó—, está dispuesto a salvar a la pequeña impostora de la mortificación de la deshonra hasta donde pueda. Si tomara usted inmediatamente el lugar que le corresponde como señorita Belmont, como está en su derecho, podría ocasionar un estigma eterno en la pobre muchacha y todo el mundo sabría que es la chiquilla de la señora Green, lavandera y nodriza de Berry Hill, en Dorsetshire. Y esta genealogía no será muy halagadora ni siquiera para el señor Macartney que, por muy sentimental que sea, no dejará de tener orgullo y amor propio.

—¡Por todo el universo! —interrumpí—. No sería cómplice de la degradación que menciona; por eso, señora, debería regresar a Berry Hill.

—¡De ninguna manera! —dijo ella—, porque aunque la compasión nos haga tener el deseo de salvar a la pobre muchacha de la degradación pública, la justicia exige que de ahora en adelante aparezca usted en su lugar como la hija de

sir John Belmont. Además, entre nosotras, yo, que tengo experiencia, puedo ver que la mitad de esta maravillosa delicadeza para con esta pequeña usurpadora es el resultado de un mero interés propio; pues, mientras sus asuntos estén encubiertos,

sir John está eximido de tener que hacerlo todo público. Y entonces, el doble matrimonio que hemos proyectado evita todo comentario.

Sir John le entregará inmediatamente treinta mil libras, las fincas y demás, todo ello a nombre de Evelina Belmont. El señor Macartney se casará al mismo tiempo con la pobre Polly Green, aunque en un principio sólo será de conocimiento general que se casa

una hija de sir John Belmont.

De esta forma, y aunque no me convenció, con la rapidez de sus argumentos me dejó perpleja y sin saber cómo rebatirla. Pregunté, no obstante, si me sería permitido ver de nuevo a mi padre, o tendría prohibido verlo para siempre.

—Querida —dijo ella—, él no la conoce, y piensa que ha sido usted criada detestándole, por lo que teme llegar a amarla demasiado.

Esta respuesta me entristeció, pues deseaba ardientemente sustraerle de sus prejuicios y su empeño consiguiendo sus simpatías con mi asidua obediencia. Pero no supo cómo proponer verle, pues era su deseo evitarme.

Esta tarde, tan pronto como los demás se pusieron a jugar,

lord Orville apuró toda su elocuencia para reconciliarme con este apresurado plan; pero cómo me sobresaltó cuando me dijo que el próximo martes era el día señalado por mi padre para la celebración más importante de mi vida.

—¡El martes próximo…! —repetía yo sin aliento apenas—. ¡Oh, su señoría!

—Mi dulce Evelina —dijo él—, el día en que me hará el más feliz de los hombres le parecería horrible aunque se retrasara un año. La señora Selwyn la habrá informado de los muchos motivos que, ajenos a mi anhelo, exigen esa rapidez; soporte pacientemente esa precipitación, y complete generosamente mi felicidad, ocultando a mis ojos la repugnancia de sufrirla.

—Verdaderamente, su señoría, no es que yo quisiera intencionadamente hacer objeciones ni aparecer insensible al honor que me hace, pero es que en este apresurado plan hay una irrazonable precipitación… Además, no tengo tiempo de recibir noticias de Berry Hill, y créame su señoría, sería una desagradecida y la más miserable de las criaturas si en un asunto tan importante actuara sin la aprobación del señor Villars.

Se ofreció a ir él mismo a Berry Hill, pero yo le dije que ya le había escrito a usted. Entonces propuso que en lugar de acompañarle inmediatamente a Lincolnshire podíamos primero pasar un mes

en mi Berry Hill.

Agradecí muchísimo la proposición y me produjo una franca alegría, y, en resumen, me sentí obligada a consentir en todo, rogando que, al menos, se retrasara al jueves. Él se comprometió a solicitar de mi padre el consentimiento para ese pequeño retraso, y le supliqué, al mismo tiempo, que hiciera uso de su influencia para conseguirme una segunda entrevista y así poder manifestarle la profunda preocupación que sentí por verme desterrada de su vista.

Quiso hablar de las fincas, pero yo le aseguré que lo ignoraba todo.

Y ahora, mi querido señor, ¿cuál es su opinión sobre estos apresurados acontecimientos? Créame que casi lamento haber accedido con tanta facilidad y dar mi conformidad a planes tan precipitados, y si usted tiene la menor objeción, insistiría en que se me concediera más tiempo.

Ahora debo escribir dando cuenta sucintamente de mis asuntos a Howard Grove y a

madame Duval.

Adieu, mi honorable y queridísimo señor. Todo depende ahora de usted, y aunque temerosa, me someto a su decisión.

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