Evelina

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Parte Primera » Carta XXI

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CARTA XXI

Evelina continúa

Necesitaría un volumen entero para relatar todas las aventuras de ayer. Por la tarde —en Berry Hill habría dicho por la noche porque eran casi las seis—, mientras la señorita Mirvan y yo estábamos arreglándonos para la ópera y estábamos muy alegres gozando con la excelente noche que nos prometíamos, oímos que un carruaje se detenía ante la puerta y dedujimos que era sir Clement Willoughby, que con su diligencia habitual había venido para acompañarnos a Haymarket. Pero tras algunos instantes y para nuestra sorpresa vimos abrirse la puerta de nuestro dormitorio y a las dos señoritas Branghton entrar en la habitación. Se acercaron con gran familiaridad diciendo:

—¿Cómo estás, prima?… ¡Así que te hemos pillado delante del espejo!… ¡Esto tenemos que contárselo a nuestro hermano!

La señorita Mirvan, que no las había visto en su vida y, al principio, no se imaginaba quiénes eran, parecía tan aturdida que casi me hizo reír cuando la mayor dijo:

—Hemos venido para llevarla a la ópera, señorita. Mi padre y mi hermano esperan abajo y, de camino, tenemos que recoger a nuestra abuela.

—Lamento mucho —respondí— que se hayan tomado tantas molestias, pero ya estoy comprometida.

—¡Comprometida! ¡Jesús, señorita, no se preocupe! —exclamó la menor—, seguramente esta joven dama pedirá las oportunas disculpas en su nombre. Es muy simple, uno debe comportarse como le gustaría que se comportaran con uno mismo.

—En realidad, señora —dijo la señorita Mirvan—, también a mí me disgusta que se me prive esta noche de la compañía de la señorita Anville.

—Bueno, señorita, esto no es muy generoso por su parte —respondió la señorita Branghton—, considerando que únicamente lo hacemos para complacer a nuestra prima. Nosotras no obtenemos ningún provecho; es sólo por ella y usted no se imagina cuántas vueltas hemos dado para venir a buscarla.

—Se lo agradezco mucho —respondí— y lamento que hayan perdido tanto tiempo, pero no puedo hacer nada, porque me comprometí antes de saber que ustedes vendrían.

—Jesús, ¿qué quiere decir? —insistió la señorita Polly—. No es usted una vieja solterona para andarse con tantas formalidades: además, estoy segura de que las personas con las cuales se ha comprometido no tienen un parentesco tan estrecho como el nuestro.

—Le ruego no continúe apremiándome porque no está en mi mano el poder acompañarles.

—Vamos, hemos venido para eso desde la otra punta de la ciudad; además, su abuela la espera… y, dígame, ¿qué quiere que le digamos?

—Pueden decirle que lo lamento mucho…, pero que ya tengo un compromiso anterior.

—Y ¿con quién? —quiso saber la insolente señorita Branghton.

—Con la señora Mirvan… y varias personas más.

—Y dígame, por favor, ¿qué es eso tan importante que tiene que hacer con ellos para negarse a venir con nosotros?

—Vamos a… a la ópera.

—Oh, pobre de mí, ¿eso es todo? ¿Por qué no podemos ir todos juntos?

Me quedé totalmente desconcertada ante semejante descaro e ignorancia, aunque su mala educación hizo que me resultase menos penoso rechazar su propuesta. En efecto, iban vestidas de tal modo que resultaba imposible su plan de acompañarnos aun en el caso de que ése fuera mi deseo y, dado que no eran capaces de darse cuenta por sí mismas, me vi obligada a decírselo del modo menos humillante que encontré.

Se mostraron muy disgustadas y me preguntaron qué localidades habíamos reservado.

—En la platea —respondí.

—¡En la platea! —repitió la señorita Branghton—. Bueno, realmente debo admitir que jamás habría pensado que mi vestido no fuera el adecuado para una platea, pero ven, Polly, vámonos. Si la señorita no nos considera lo bastante distinguidas para ella, definitivamente puede elegir.

Sorprendida por su ignorancia, me habría gustado explicarles que la platea de la ópera exige el mismo protocolo que los palcos; pero estaban tan ofendidas que no quisieron escucharme y, muy enojadas, salieron de la habitación diciendo que sentían haberme molestado pero que no debería haberme comportado con tanta soberbia con mis propios parientes y que ellos tenían el mismo derecho a disfrutar de mi compañía tanto o más que un extraño.

Traté de disculparme e incluso intenté que le dieran un mensaje a madame Duval, pero se marcharon apresuradamente sin escucharme y yo no pude seguirlas porque no estaba vestida. Las últimas palabras que les escuché pronunciar fueron éstas:

—Bah, le provocará a su abuela un acceso de cólera, esto es seguro.

Aunque estaba muy enfadada por aquella visita, me causó tal alegría ver que se marchaban que no me permití pensar más en ello.

Poco después llegó sir Clement y todos bajamos al piso inferior. La señora Mirvan había mandado servir el té y estábamos enfrascados en una vivaz conversación cuando el criado anunció a madame Duval que le había seguido hasta la sala.

Tenía el rostro escarlata y los ojos le brillaban por la furia. Se aproximó a mí con paso veloz diciendo:

—Y entonces, señorita, ¿se niega a venir conmigo, verdad? Y dígame, ¿quién se cree usted que es para osar desobedecerme?

Me asusté mucho. No respondí; intenté levantarme sin conseguirlo, así que permanecí sentada inmóvil y en silencio.

Todos, excepto la señorita Mirvan, parecían completamente estupefactos y el capitán, alzándose y acercándose a madame Duval, dijo con voz autoritaria:

—Y dígame, señora Fanfarrona, ¿quién la ha puesto tan furiosa?

—No le incumbe —respondió ella—, así que ya puede mantener la lengua quieta, porque le aseguro que no tengo que darle ninguna explicación.

—Entonces, fuera de aquí, señora Cólera —rebatió él—, porque debe usted saber que en mi casa no permito que nadie se exalte, salvo yo.

—Y sin embargo lo hará —exclamó ella con rabia—, porque me enojaré cuanto quiera sin pedirle a usted permiso para ello, de modo que deje de vanagloriarse. En cuanto a usted, señorita —avanzando de nuevo hacia mí—, le ordeno que me siga inmediatamente, de lo contrario se arrepentirá toda su vida.

Y con estas palabras abandonó precipitadamente la estancia.

Estaba tan aterrorizada por sus palabras y amenazas, a las que no estoy acostumbrada en absoluto, que me habría desmayado.

—No se alarme, tesoro mío —dijo la señora Mirvan—. Quédese aquí; yo iré a hablar con madame Duval e intentaré hacerla entrar en razón.

La señorita Mirvan cogió mi mano tiernamente e intentó animarme. Incluso sir Clement se acercó con tal aire de preocupación por mi angustia que no pude hacer menos que agradecérselo. Tomándome la otra mano, dijo:

—Por amor de Dios, mi querida señora, procure serenarse; la violencia de esa miserable solamente debe provocar su desprecio; no tiene derecho alguno, imagino, de imponerle sus órdenes y me gustaría que me diera permiso para hablar con ella.

—¡Oh no! ¡Por nada del mundo! En efecto, creo…, temo… que será mejor que la siga.

—¡Seguirla! Por Dios, mi querida señorita Anville, ¿se encomendaría a una loca? Porque ¿de qué otro modo puede definirse a una criatura cuyas pasiones son así de insolentes? No, no; mande inmediatamente que le digan que abandone esta casa y que no desea volver a verla nunca más.

—¡Oh, señor! ¡No sabe lo que dice! Sería muy contraproducente para mí enviarle semejante mensaje a madame Duval.

—Pero ¿por qué? —exclamó él mirándome con curiosidad—. ¿Por qué tiene tantos escrúpulos de tratarla como realmente se merece?

Entonces descubrí que su objetivo era averiguar la naturaleza de mi vínculo con aquella mujer; pero me daba tanta vergüenza reconocer el estrecho parentesco que me unía a ella que no pude responderle y simplemente me limité a suplicarle que lo dejara en manos de la señora Mirvan, que regresaba justo en ese momento.

Antes de que pudiera hablarme, el capitán dijo en voz alta:

—Y bien, comadre, ¿qué ha pasado con madame Duval? ¿Se ha calmado ya? Porque, de lo contrario, se me acaba de ocurrir un modo excelente de convencerla.

—Mi querida Evelina —respondió la señora Mirvan—. He intentado en vano serenarla; he aludido a tu compromiso anterior y le he prometido una futura visita, pero lamento tener que decirte, tesoro, que temo que su cólera terminará con una total ruptura (que pienso que es mejor evitar) si continuamos oponiéndonos.

—Entonces iré con ella, señora —exclamé—. Y de cualquier modo ahora ya no me importa, porque por lo que se refiere a esta noche, no conseguiría encontrar el ánimo suficiente para divertirme en ninguna parte.

Sir Clement comenzó a lamentarse con vehemencia y a suplicarme que no fuera con ella, pero yo le imploré que desistiera y le dije, honestamente, que si mi presencia no era absolutamente indispensable, no quería que intentara persuadirme para que me quedara. Entonces tomó mi mano para acompañarme al piso inferior, pero el capitán le ordenó que se quedara tranquilo, y le dijo que me escoltaría él mismo, porque —añadió frotándose las manos— tengo un golpe bajo para la vieja que la tendrá en vilo todo el camino.

La encontramos en el salón.

—Por fin se digna a venir la señorita. ¡Vaya aires que se da usted!… Ma foi, si se hubiera negado a venir, podía haberse quedado ahí para siempre, se lo aseguro, mendigando por su error.

—¡Hey, señora! —exclamó el capitán (avanzando enérgicamente y de un modo hilarante)—. ¿Qué? ¿Aún no se ha apagado su furia? Entonces le diré yo lo que tiene que hacer para calmarse; llame a su viejo amigo, monsieur Resbalón, aquel que estaba con usted en Ranelagh, preséntele mis respetos y dígale que si algo le importa la salud de usted, que le dé una buena zambullida como la de aquella noche; él sabrá a qué me refiero y le garantizo que lo hará por mi amor.

—¡Que lo haga si se atreve! —exclamó madame Duval—. Pero no perderé ni un minuto más en contestarle; es usted un tipo muy vulgar… Vamos, niña, dejémosle solo.

—Escuche esto, señora —respondió el capitán—. Es mejor que no me insulte porque, de lo contrario, no tendré inconveniente en mostrarle la puerta.

A ella le cambió el color y dijo:

Pardie, ya la encuentro yo sola.

Entonces se precipitó fuera de la habitación; yo la seguí y me subí en un carruaje de alquiler. Pero antes de partir, el capitán, mirando por la ventana del salón, gritó:

—¿Me escucha, señora?… No se olvide de mi mensaje para el monsieur.

Entenderá usted que el trayecto no fue muy agradable; en verdad, sería muy difícil juzgar cuál de las dos se mostraba menos contenta, madame Duval o yo, si bien los motivos de nuestro disgusto eran totalmente diferentes. Madame Duval me asustó porque apenas acabábamos de salir de Queen Ann Street cuando un hombre, corriendo velozmente, detuvo el coche. Se acercó a la ventanilla y entonces comprobé que se trataba del criado del capitán. Tenía una gran sonrisa dibujada en el rostro y jadeaba para recuperar el aliento. Madame Duval le preguntó qué quería.

—Señora —respondió él—. Mi patrón le manda sus respetos y… y… y dice que espera no tener más nada que ver con usted. ¡Je! ¡Je! ¡Je!…

Madame Duval se abalanzó hacia él propinándole un fuerte golpe en el rostro.

—Llévale esto como respuesta —gritó—. Y para otra vez, aprende a reírte de tus superiores. ¡Adelante, cochero!

El criado estaba enfurecido e imprecaba terriblemente, pero pronto estuvo fuera del alcance de nuestros oídos.

La cólera de madame Duval era más aterradora que nunca e insultaba al capitán con tanta ira que temí que regresara a la casa con el único propósito de reconvenirlo, ya que amenazó con ello repetidas veces, y creo que lo hubiera hecho si, a pesar de la violencia de su rabia, no estuviera realmente asustada.

Cuando llegamos a su apartamento encontramos a todos los Branghton en el vestíbulo, esperando impacientes con la puerta abierta.

—¡Miren, aquí está la señorita! —exclamó el hermano.

—Está bien, debo admitir que no me lo esperaba —declaró la hermana menor.

—¡Vamos, señorita! —dijo el señor Branghton—. Pienso que podría usted haber venido con sus primas; pagar dos carruajes por un mismo trayecto es tirar el dinero por la ventana.

—Por Dios, padre —exclamó el hijo—. No diga eso; yo mismo pagaré el carruaje de la señorita.

—Sí, cómo no —respondió el señor Branghton—. Tú siempre dispuesto a gastar más que a ganar.

En ese momento intervine implorando que se me permitiera a mí pagar el trayecto, dado que el gasto lo había ocasionado yo; todos se negaron y se decidió que el mismo carruaje nos llevara a la ópera.

Mientras se desarrollaba esta escena, las dos señoritas Branghton examinaban mi vestido que, en realidad, era totalmente inadecuado para aquella compañía y, ya que prefería pasar desapercibida en medio de aquella comitiva, le pregunté a madame Duval si podía procurarme un sombrero o una capota de alguna persona de la casa. Pero como ella nunca lleva ni lo uno ni lo otro y los considera accesorios muy ingleses y bárbaros, insistió en que fuera con aquella pomposidad, propia de la platea para la que realmente me había preparado, a pesar de mis objeciones.

Después nos apretujamos todos en el mismo carruaje, pero cuando llegamos a la ópera, me las ingenié para pagar al cochero. Protestaron, pero el comentario del señor Branghton me había convencido de que era mejor no estar en deuda con él.

Si no hubiera estado tan enojada, me habría reído mucho con su ignorancia ante todo lo que concierne a la ópera. En primer lugar, ni siquiera sabían por qué puerta debíamos entrar, así que estuvimos merodeando un buen rato sin saber a dónde ir; no quisieron preguntármelo a mí, aunque era la única persona del grupo que ya había asistido a una ópera lírica, porque se negaban a aceptar que la prima del campo, como se complacían en llamarme, conociera un lugar público londinense mejor que ellos. Todo aquello me resultaba indiferente si no fuera porque mi vestido, tan diferente de las personas que me acompañaban, llamaba la atención y provocaba los comentarios de la gente.

Poco después llegamos a una puerta con vigilantes. El señor Branghton preguntó dónde se pagaba. Aquéllos respondieron que en la platea, mirándonos con gran seriedad. Entonces, el hijo se adelantó y dijo:

—Señor, si no le molesta, me gustaría pagárselo a la señorita.

—Déjalo para otra ocasión —respondió el señor Branghton mientras sacaba una guinea.

Le dieron dos billetes de ingreso.

Entonces el señor Branghton se dirigió al vigilante preguntándole por qué le daba sólo dos billetes.

—¡Sólo dos, señor! —contestó el hombre—. ¡Vamos!, ¿no sabe usted que cada billete cuesta media guinea?

—¡Media guinea cada uno! —repitió el señor Branghton—. ¡No he escuchado nada igual en toda mi vida! Y, por favor, señor, dígame, ¿cuántas personas pueden entrar?

—Lo habitual señor, una persona por billete.

—¡Una persona media guinea!… Vamos, yo sólo quiero sentarme en la platea, amigo.

—¿No sería mejor que las señoras se sentaran en el gallinero, señor? Porque me parece complicado que quieran sentarse en la platea con esos sombreros.

—Oh, eso es lo de menos —exclamó la señorita Branghton—. Si nuestros sombreros son muy grandes, nos los quitaremos a la entrada. No me importa, porque me he peinado para la ocasión.

Dado que se acercaba otro grupo, el vigilante no podía seguir atendiendo al señor Branghton quien, recogiendo la guinea, le dijo que pasaría mucho tiempo antes de que volvieran a verle y se marchó. Las muchachas, con cierto embarazo, expresaron su sorpresa de que el padre no conociera el precio de la ópera, porque ellas lo habían leído en el periódico un millón de veces.

—Me basta con estar al tanto del precio de los fondos públicos; había dado por descontado que la ópera costaría lo mismo que el teatro.

—Yo sabía muy bien el precio —dijo el hijo—, pero no hablé porque pensaba que quizá nos harían un precio especial por venir en grupo.

Las hermanas comenzaron a reír con gran desprecio ante la ocurrencia del hermano y le preguntaron si acaso alguna vez había escuchado que hicieran descuento en un local público.

—No recuerdo si lo escuché —respondió él—. De lo que sí estoy seguro es de que si lo hicieran, no os gustaría tanto.

—Muy cierto, Tom —exclamó el señor Branghton—. Dile a una mujer que algo es razonable y entonces seguramente lo detestará.

—Bien —dijo la señora Polly—. Espero que la tía y la señorita estén de nuestra parte, porque padre siempre toma partido por Tom.

—Vamos —exclamó madame Duval—. Si os quedáis aquí hablando, no encontraremos sitio.

Entonces el señor Branghton se informó de cómo acceder al gallinero y, cuando llegamos ante el vigilante, preguntó el precio.

—El precio habitual, señor —respondió el hombre.

—Entonces deme el cambio —contestó el señor Branghton entregando de nuevo su guinea.

—¿Para cuántos, señor?

—Pues…, veamos…, para seis.

—¿Para seis? Pero sólo me ha dado usted una guinea.

—¡Sólo una guinea! ¿Por qué? ¿Cuánto quiere usted? Espero que no sea también aquí media guinea por cabeza.

—No señor, sólo cinco chelines.

El señor Branghton recogió de nuevo su pobrecita guinea mientras declaraba que no se sometería a semejante imposición. Entonces yo propuse que regresáramos a casa, pero madame Duval no consintió y una mujer que vendía programas para la ópera nos guió hacia otra entrada del gallinero donde, tras alguna que otra discusión, el señor Branghton finalmente pagó y todos pudimos subir.

Madame Duval se lamentaba de que las localidades estuvieran tan arriba, pero el señor Branghton le rogó que no pensara que éstas habían resultado tan económicas porque «a pesar de lo que usted crea», le dijo «le aseguro que he pagado el precio de la platea; así que no piense que estamos aquí por ahorrar dinero».

—Bah —intervino la señorita Branghton—. No se debe juzgar un puesto sin verlo; si así fuera yo podría decir que las escaleras no tienen nada de extraordinario.

Pero cuando entramos en el gallinero, el estupor y la desilusión nos embargaron a todos. Durante algunos instantes se miraron unos a otros enmudecidos, para después romper a hablar todos a la vez.

—¡Por Dios, papá! —exclamó la señorita Polly—. ¡Nos ha traído al gallinero de un chelín!

—Pero me sentiré feliz de daros dos chelines —respondió— para pagar. No he permitido que me estafen en toda mi vida. O el portero es un canalla o éste es el más grande abuso jamás impuesto al público.

Ma foi —exclamó madame Duval—. En mi vida me había sentado en un sido tan repulsivo… ¡Caramba, sí que está alto!… No veremos nada.

—Antes —continuó el señor Branghton—, pensé que tres chelines eran un precio desorbitado para una localidad en el gallinero, pero como me habían pedido mucho más en las otras puertas, bah, pagué sin protestar; además pensé que seguramente no sería como otras zonas del gallinero… que estaría un poco sucio… y sin embargo me encuentro con que me han estafado como nunca antes.

—Parece el gallinero de doce peniques del Drury Lane —exclamó el hijo—; igual que dos gotas de agua. Que yo sepa, jamás habían timado a padre de este modo.

—Jesús —dijo la señorita Branghton— pensé que sería un lugar bonito…, no sé cómo…, y decorado con gusto.

Continuaron expresando su gran decepción hasta que se abrió el telón, tras lo cual sus comentarios pasaron a ser muy extravagantes. No tomaban en consideración las usanzas ni tan siquiera la lengua de otro país, sino que basaban sus críticas en compararlo todo con el teatro inglés.

A pesar de mi irritación por haber sido obligada a acompañar a un grupo tan desagradable, renunciando además a algo mucho mejor…, a algo completamente diferente…, me habría concedido el placer de escuchar, de olvidar todos los detalles desagradables, de deleitarme con la melodiosa voz del señor Millico[33], el primer tenor; pero ellos no me lo permitieron ya que no paraban de cuchichear constantemente.

—¿Pero qué jerigonza hablan? —exclamó el señor Branghton—. No consigo entender una sola palabra de lo que dicen. Díganme, por favor, ¿por qué motivo no pueden cantar en inglés?… Aunque imagino que, si pudieran entenderles, a toda esta gente tan distinguida ya no les gustaría.

—¡Qué movimientos tan artificiales! —dijo el hijo—. ¿Cuándo se ha visto a un inglés adoptar posturas tan antinaturales?

—Yo —comentó la señorita Polly— creo que es muy bonito, aunque no sé lo que significa.

—¡Jesús, no sabes lo que significa! —exclamó la hermana—. A uno le puede gustar una cosa sin necesidad de ser tan puntilloso… Mira cómo le gusta a la señorita, y no creo que ella les entienda mejor que nosotros.

Poco después, un caballero tuvo la amabilidad de hacernos un hueco en la primera fila a la señorita Branghton y a mí. Apenas nos habíamos sentado cuando la señorita Branghton exclamó:

—¡Por Dios! ¡Mire eso! ¡Caramba, Polly, todas esas personas de la platea van sin sombrero y con sus mejores galas!

—¡Jesús, es cierto! —respondió la señorita Polly—. ¡Bah, jamás he visto nada igual!… Vale la pena venir a la ópera, aunque sólo sea por verlas.

Entonces conseguí divisar la agradable compañía que había abandonado y vi que lord Orville estaba sentado junto a la señora Mirvan. Sir Clement tenía la mirada perennemente fija en el gallinero de cinco chelines donde pienso que imaginaba que estábamos sentados. Sin embargo, tengo razones para creer que me vio antes de que terminara el espectáculo, a pesar de estar en lo alto y a mucha distancia de él. Probablemente me reconoció por mi peinado.

Al finalizar el primer acto, cuando el telón verde cayó para permitir los preparativos del ballet, pensaron que el espectáculo había terminado y el señor Branghton expresó su gran indignación por haber sido estafado a cambio de tan poco.

—Vamos, si un inglés cometiera una imprudencia como ésta —dijo— sería lapidado; pero claro, uno de estos señoritingos extranjeros puede actuar a sus anchas, venir aquí, aullar una o dos canciones y luego llevarse nuestro dinero sin tanta ceremonia.

Estaba tan decidido a quedar descontento que antes de la conclusión del tercer acto, encontró aún más defectos en la ópera lírica porque era demasiado larga y se preguntaba si pensaban que sus canciones eran tan buenas como para alargarlas hasta la cena.

Durante la obertura de un aria del señor Millico, en el segundo acto, el joven señor Branghton dijo:

—¿Es cosa mía o ese tipo pretende cantar otra canción?… Pero ¿es que no saben hacer otra cosa que cantar?… Me pregunto cuándo hablarán.

Esta aria, lenta y dramática, concentró toda mi atención, así que me incliné hacia adelante para evitar oír sus comentarios y poder escuchar sin que me interrumpieran, pero, al girarme cuando el aria terminó, descubrí que estaba siendo el objeto de burla de todo el grupo. Las señoritas Branghton, en efecto, estaban desternillándose y los dos caballeros hacían muecas y aspavientos en mi dirección, dando a entender que despreciaban mi petulancia. Dicho descubrimiento hizo que fingiera su misma indiferencia, no sin gran fastidio por mi parte, ya que estaban impidiendo que gozara del único placer que, con aquella compañía, me estaba permitido.

—Por lo que veo, señorita —dijo el señor Branghton—, sigue usted la moda. ¿Así que le gusta la ópera, eh? Bueno, pues yo no soy tan refinado; no me gustan las tonterías, aunque estén de moda.

—Por favor, señorita —insistió el hijo—. ¿Qué es lo que hace que este tipo esté tan compungido mientras canta?

—Probablemente porque el personaje que interpreta está muy afligido.

—Entonces creo que podría también dejar de cantar hasta que no se encuentre de mejor humor; no resulta natural que alguien cante si es infeliz. Yo no canto más que cuando estoy alegre, y sin embargo la música me gusta tanto como a cualquier otra persona.

Cuando se cerró el telón, se pusieron todos muy contentos.

—¿Le ha gustado?…, ¿y a usted? —se preguntaban los unos a los otros mirándose con gran desprecio.

—Por mi parte —exclamó el señor Branghton— me han engañado una vez, y si se me ocurriera volver en el futuro, como castigo, doy permiso para que me hagan perder el juicio al son de las canciones, porque en mi vida he escuchado tal cúmulo de despropósitos: no he encontrado ni un gramo de sentido común en toda la ópera, simplemente un continuo chirrido y alboroto, de principio a fin.

—Si hubiera estado en la platea —comentó madame Duval— me habría gustado muchísimo, porque la música es mi pasión, pero habernos sentado en un sitio como éste es absolutamente intolerable.

La señorita Branghton, mirándome, declaró que era lo bastante distinguida como para apreciarlo.

La señorita Polly confesó que, si hubieran cantado en inglés, le habría gustado muchísimo.

Al hermano le hubiera encantado comenzar una pelea en el teatro porque así les habrían devuelto su dinero.

Y finalmente se pusieron todos de acuerdo en que era monstruosamente caro.

Durante el último ballet pude ver a sir Clement Willoughby que estaba de pie junto a la entrada del gallinero, lo cual me irritó bastante pues habría dado lo que fuera por evitar que me viera; mi principal objeción derivaba del temor de que escuchara a la señorita Branghton llamarme prima. Me preocupa que piense usted que este viaje a Londres me haya vuelto muy soberbia, pero esta familia es tan maleducada y vulgar que me avergonzaría igualmente de este parentesco tanto en el campo como en cualquier otro lugar. Y ya estaba tan enfadada de que sir Clement hubiera sido testigo del poder que madame Duval ejerce sobre mí que no podía soportar exponerme a ulteriores mortificaciones.

Cuando los asientos empezaron a vaciarse porque las personas se marchaban, sir Clement se acercó aún más; las dos señoritas Branghton miraron con sorpresa al elegante caballero que entraba en el gallinero y me dieron motivos para suponer que de haberse unido a nosotros, habrían intentado atraer su atención ostentando gran familiaridad conmigo, así que discurrí un plan para impedir cualquier conversación. Temo que usted lo considere erróneo, y ahora lo pienso yo también…, pero en ese momento pensé que era el único modo de evitar una momentánea humillación.

Apenas se encontró a dos asientos de distancia de nosotros, se dirigió a mí:

—Estoy muy contento, señorita Anville, de haberla encontrado porque las señoras de abajo ya tienen a su humilde acompañante, así que he venido aquí para ofrecer mis servicios.

—Está bien, entonces —exclamé (no sin dudar)—, si le parece… me reuniré con ellas.

—¿Me concede usted el honor de acompañarla? —preguntó con fervor y, tomándome precipitadamente la mano, se disponía a salir conmigo, pero yo me volví hacia madame Duval y le dije:

—Dado que somos tantos, señora, si me da usted permiso, bajaré con la señora Mirvan para no saturar su carruaje.

Y sin esperar su respuesta, dejé que sir Clement me acompañase fuera del gallinero.

Madame Duval, no tengo dudas, estará muy enojada y también ahora lo estoy yo conmigo misma, así que no debo sorprenderme: pero el señor Branghton, estoy segura, tendrá fácil consuelo al haberse ahorrado el coste añadido de acompañarme hasta Queen Ann Street: en cuanto a las hijas, no tuvieron tiempo de hablar, pero me percaté de que se quedaron absolutamente atónitas.

Mi intención era la de reunirme con la señora Mirvan y regresar a casa con ella. Sir Clement se mostró vivaracho y de muy buen humor y, durante el trayecto, confieso que fui lo suficientemente estúpida como para alegrarme en secreto de que mi plan hubiera funcionado y sólo cuando llegamos al final de la escalera y me vi rodeada de tantos criados comprendí que era muy difícil que pudiera encontrar a mis amigos.

Entonces le pregunté a sir Clement qué podía hacer para informar a la señora Mirvan que había dejado a madame Duval.

—Me temo que resultará casi imposible encontrarla —respondió—. Pero no puede tener objeción alguna en permitirme que yo la acompañe sana y salva a casa.

Luego ordenó a su lacayo, que estaba esperando, que acercara el coche.

Esto me asustó; me giré precipitadamente hacia él y le dije que no tenía intención alguna de marcharme sin la señora Mirvan.

—¿Pero cómo la vamos a encontrar? —exclamó él—. ¿No pretenderá ir usted misma hasta la platea? Y no es posible mandar allí a un criado o que vaya yo dejándola aquí sola.

La verdad de esta afirmación era indiscutible y me hizo enmudecer. Sin embargo, apenas me recuperé, decidí no subir al carruaje y le dije que era mejor reunirme de nuevo con el grupo que estaba en lo alto de las escaleras.

Sir Clement no quiso escucharme y me suplicó ansiosamente que no le arrebatara la confianza que había depositado en él.

Mientras hablaba, divisé a lord Orville que, acompañado de varias damas y caballeros, salía del vestíbulo de la platea; por desgracia, también él me vio; dejó plantados a sus amigos, vino inmediatamente a mi encuentro y, con una expresión y una voz que manifestaban gran sorpresa dijo:

—¡Por Dios, pero si está aquí la señorita Anville!

En aquel momento comprendí la locura de mi plan y lo insólito de mi situación, pero me apresuré a decirle, aunque vacilando, que estaba esperando a la señora Mirvan; ¡pero cuál fue mi contrariedad cuando me comunicó que ya se había marchado a casa! Se apoderó de mí una angustia indescriptible: no toleraba que lord Orville pudiera pensar que estaba encantada bajo la exclusiva protección de sir Clement Willoughby, y sin embargo, estaba más reacia que nunca a regresar en compañía de personas que no quería que conociera. Me quedé por un momento desconcertada y no pude por menos que exclamar:

—¡Oh, Dios mío!, ¿qué puedo hacer?

—¿Por qué, mi querida señora —preguntó sir Clement— está usted tan disgustada…? Llegará a Queen Ann Street casi al mismo tiempo que la señora Mirvan y supongo que no tendrá duda de que lo hará sana y salva.

No respondí y entonces lord Orville dijo:

—Mi carruaje está aquí mismo y mis criados dispuestos a recibir cualquier orden que tenga el honor de recibir de la señorita Anville. Yo regresaré a casa con un palanquín y así…

¡Cuán agradecida le estoy por haber hecho una propuesta tan prudente y con tanta delicadeza! La habría aceptado encantada, pero sir Clement ni siquiera permitió que finalizara su discurso; le interrumpió con evidente irritación y dijo:

—Muy señor mío, mi carruaje se encuentra esperando en la puerta.

Y precisamente en ese momento llegó su lacayo anunciando que el carruaje estaba listo. Él me imploró que le concediera el honor de acompañarme al coche e intentó tomar mi mano, pero yo la retiré mientras le decía:

—¡No puedo…, no puedo, de veras! Se lo ruego, vaya usted solo… y deje que yo alquile un palanquín.

—¡Imposible! —exclamó él con vehemencia—. No tengo intención de dejarla en manos de sirvientes desconocidos…, no puedo responder de ello ante la señora Mirvan…, vamos, mi querida señora, estará en casa en sólo cinco minutos.

Me quedé de nuevo indecisa. En ese momento habría sido capaz de hacer un pacto con mi orgullo y regresar con madame Duval y los Branghton, a cambio de no haberme encontrado con lord Orville. Pero me queda el consuelo de que no sólo se percatara sino que además se compadeciera de mi embarazo porque dijo con un tono insólitamente dulce:

—Ofrecerle mis servicios en presencia de sir Clement Willoughby sería superfluo; pero espero que no tenga necesidad de reiterarle a la señorita Anville cuán felicísimo me habría hecho haberle sido mínimamente útil.

Hice una reverencia para expresarle mi aprecio. Sir Clement me apremiaba para que nos fuéramos y, mientras con gran aturdimiento trataba de decidir qué hacer, creo que terminó el ballet porque la gente comenzó a agolparse en las escaleras. Si en aquel momento lord Orville hubiera repetido su oferta la habría aceptado, a pesar de la hostilidad de sir Clement; pero imagino que pensó que habría sido una impertinencia. Tras unos minutos escuché la voz de madame Duval, que bajaba del gallinero.

—Bueno —me apresuré a decir— si tengo que ir…

Me detuve, pero sir Clement me ayudó rápidamente a subir al carruaje mientras decía en voz alta «Queen Ann Street» y subía también. Lord Orville, con una inclinación de cabeza y una media sonrisa, me deseó buenas noches.

Tal era mi preocupación porque lord Orville me hubiera visto y me dejara en esa extraña situación, que habría preferido permanecer en silencio durante el trayecto hasta la casa, pero sir Clement se esmeró en evitarlo.

Comenzó a lamentarse de mi rechazo a confiar en él, interesándose por el motivo. Esta pregunta me confundió hasta el punto de no saber qué contestar, y me limité a decir que no quería causarle ninguna molestia acaparando su tiempo.

—Oh, señorita Anville —exclamó tomando mi mano—. Si usted supiera con cuanto frenesí le dedicaría no sólo el tiempo presente sino también aquel que el futuro me destine, no cometería el error de disculparse de este modo.

No conseguí encontrar las palabras para responder a éste y a otros muchos discursos igualmente encantadores con los que prosiguió, aunque sí habría retirado la mano gustosamente y efectivamente no dejé de intentarlo, pero en vano, porque en realidad la había aferrado con ambas manos haciendo caso omiso de mi oposición.

Luego dijo que le parecía que el cochero había equivocado el camino y le llamó para darle nuevas indicaciones. Después, dirigiéndose nuevamente a mí:

—¡Cuántas veces, con qué perseverancia he buscado una oportunidad como ésta para hablarle sin la presencia de ese bárbaro del capitán! Ahora la fortuna me ha gratificado amablemente con esta ocasión y permítame —aferrándome de nuevo la mano—, ¡permítame que la utilice para decirle que la adoro!

Ante tal imprevista e inesperada declaración quedé totalmente aturdida. Durante algunos instantes permanecí en silencio, pero cuando me recuperé de la sorpresa, dije:

—Señor, si estaba usted decidido a hacer que me arrepintiera de haberme alejado de mi grupo de un modo tan estúpido, claramente lo ha conseguido.

—Vida mía —exclamó—. ¿Es posible que sea tan cruel? ¿Su naturaleza y su rostro pueden ser tan diametralmente opuestos? ¿Puede el dulce rubor de esas cautivadoras mejillas, que obedece tanto a su índole generosa como a su belleza…?

—Oh, señor —le interrumpí— es muy bonito su alegato pero esperaba que este tipo de discurso se hubiera dado por terminado en el ridotto y no me gustaría que lo retomara tan pronto.

—Todo lo que dije entonces, mi dulce acusadora, fue debido al efecto de una errada y profana percepción: que su intelecto no entraba en competición con su hermosura. Pero ahora que la encuentro igualmente incomparable en ambos, cada palabra, cada plática, no podría jamás reflejar la admiración que despierta en mí.

—Efectivamente, si no hablara de un modo y pensara de otro, no tendría duda alguna de que no daría crédito a estos elogios tan por encima de mis méritos.

Estas palabras, pronunciadas con solemne seriedad, provocaron aún más vehemencia en sus protestas y una desaprobación más exaltada por mi parte, hasta que advertí con sorpresa que aún no habíamos llegado a Ann Queen Street y le imploré que ordenara al cochero que acelerara la marcha.

—Y este breve instante —exclamó él—, el más feliz que haya vivido jamás, ¿le parece usted tan eterno?

—Temo que el hombre haya equivocado el camino —respondí—; de lo contrario hace tiempo que habríamos llegado a nuestro destino. Debo implorarle que hable con él.

—¿Me considera tan enemigo de mí mismo?… Si mi buen ingenio ha inspirado en ese hombre el deseo de alargar mi felicidad, ¿de verdad espera que me oponga a su indulgencia?

Entonces, comencé a sospechar que había sido él quien había ordenado a aquel hombre que tomara un camino equivocado. Dicha idea me alarmó hasta el punto de que, en el mismo momento que tomé conciencia de ello, bajé la ventanilla e intenté precipitadamente abrir la puerta del carruaje con la intención de saltar, pero sir Clement me aferró con fuerza mientras gritaba:

—¡Por amor de Dios!, ¿qué hace?

—Yo… no sé —exclamé sin aliento—, pero estoy convencida de que este hombre ha confundido el camino y si usted no quiere hablar con él, estoy decidida a bajarme del coche.

—Me deja usted atónito —respondió (teniéndome siempre sujeta)—. No comprendo su temor. ¿No dudará usted de mi honor, verdad?

—Y mientras hablaba, me abrazaba cada vez con más fuerza. Yo me aterroricé y a duras penas conseguí decir:

—No, señor, no…, absolutamente…, es sólo que la señora Mirvan…, creo que estará preocupada.

—¿Y de dónde proviene esta inquietud, mi queridísimo ángel?… ¿Qué teme realmente?… Mi vida entera está dedicada a adorarla, ¿cómo puede, entonces, dudar de mi protección?

Y tras estas palabras besó apasionadamente mi mano.

Jamás, en toda mi vida, he sentido tanto miedo. Me aparté de él con fuerza y sacando la cabeza por la ventanilla, grité al cochero que se detuviera. En qué lugar nos hallábamos en ese momento, no lo sé, pero no se veía a ningún ser humano, pues de lo contrario habría pedido auxilio.

Sir Clement, con gran ímpetu, intentó serenarme y hacer que volviera en mí.

—¡Si no tiene intención de asesinarme —exclamé—, por misericordia, por piedad, déjeme salir!

—Tranquilícese, mi vida —respondió—. Haré lo que me pida.

Entonces él mismo le gritó al cochero que aligerara la marcha hacia Ann Queen Street.

—Este estúpido —continuó— seguramente ha malinterpretado mis órdenes; pero espero que ahora esté totalmente satisfecha.

No respondí, pero permanecí con la cabeza apoyada en la ventanilla observando el camino que tomaba, aunque sin sentir alivio alguno, dado que para mí todos eran iguales.

Llegados a ese punto, sir Clement se explayó en abundantes declaraciones de honor y respeto, implorando mi perdón por haberme ofendido y suplicándome que no tuviera un mal concepto de él; pero yo permanecí en silencio ya que tenía demasiado miedo como para reprocharle y demasiada rabia para hablarle en un tono calmado.

De este modo recorrimos varios caminos hasta que finalmente, con gran terror por mi parte, ordenó al cochero que se detuviera y dijo:

—Señorita Anville, ahora nos encontramos a una distancia de veinte yardas de su casa, pero no soporto separarme de usted hasta que su noble alma no me haya perdonado generosamente por el disgusto que le he ocasionado, y me prometa que no contará nada de lo sucedido a los Mirvan.

Yo vacilé, combatiendo entre el temor y la indignación.

—Su renuencia a hablar duplica mi contrición por haberla ofendido, porque me hace desconfiar de una promesa que realmente no quiere cumplir.

—Estoy muy, muy confusa —exclamé—. Me pide que le haga una promesa que usted debería comprender que no puedo conceder y que, sin embargo, no me atrevo a rehusar.

—¡Adelante! —gritó al cochero—. Señorita Anville, no quiero apremiarla; no pretendo ninguna promesa, pero me encomiendo enteramente a su generosidad.

Esto cuando menos me ablandó; apenas intuyó esta ventaja, decidió aprovecharla porque se arrodilló y me imploró con tanta sumisión que me vi realmente obligada a perdonarlo porque su humillación me avergonzaba; tras lo cual no me dejó en paz hasta que no le di mi palabra de que no me lamentaría de él a la señora Mirvan.

Mi locura y mi soberbia, que me hicieron caer en su poder, fueron justificaciones que no pude por menos que considerar a su favor.

Pero estaré particularmente atenta a no cometer nuevamente el error de quedarme a solas con él.

Cuando finalmente llegamos a casa me sentí tan alegre que seguramente le habría perdonado en ese momento si no lo hubiera hecho ya. Mientras me ayudaba a subir las escaleras, reprendió con rabia y a voces a su criado por haberse desviado del camino. La señorita Mirvan vino corriendo a mi encuentro, y a quién se imagina que vi detrás de ella, sino a… ¡lord Orville!

Y en ese momento, toda mi felicidad se desvaneció dando paso a la vergüenza y a la confusión porque no podía soportar que supiera cuánto tiempo habíamos estado a solas sir Clement y yo, ya que no era libre para aducir ninguna razón.

Todos expresaron su satisfacción al verme y dijeron que estaban extremadamente preocupados y sorprendidos de que hubiera empleado tanto tiempo en llegar a casa, dado que sabían por lord Orville que ya no me encontraba en compañía de madame Duval. Sir Clement, fingiendo un gran enfado, explicó que el imbécil de su criado había entendido mal sus órdenes y nos había llevado a la otra punta de Piccadilly. Yo por mi parte me limité a sonrojarme pues, si bien no quería incumplir mi palabra, despreciaba avalar una versión que yo misma no creería.

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