Eve

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Treinta y uno

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Treinta y uno

El aire que entraba por la ventanilla me azotaba la piel y me alborotaba los cabellos, mientras que un polvo dorado cubría el rostro de Caleb, sus rastas castañas e incluso la delicada piel detrás de las orejas.

—¿Cómo me has encontrado? —quise saber.

Pasamos sobre un socavón, y el coche se balanceó hacia un lado.

—Solo hay una parada en la ruta de Sedona —contestó él.

—Entonces has estado en la casa. ¿Has bajado al sótano? —Hundí los dedos en el asiento roto. En la parte de atrás del coche se amontonaban prendas de ropa, latas oxidadas sin etiqueta y dos mochilas cubiertas de barro.

Asintió, y nuestras miradas se encontraron un instante.

Se me agarrotó la garganta. Había visto al soldado bajar la pistola; había visto cómo apuntaba. Pero necesitaba preguntarlo:

—¿Y Marjorie estaba…?

—Murieron. Los tres. —Me apoyó la mano en el brazo. Las costuras descosidas de la camiseta dejaban al descubierto un hombro tostado por el sol—. Había sangre a cierta distancia de la trampilla y fuera de la casa. Seguí el rastro por el bosque, pero lo perdí dos kilómetros después y me convencí de que te habían capturado. —Hizo una pausa y se ajustó el cinturón de seguridad—. Cuando estaba a punto de regresar, vi algo en el suelo: un zapato de mujer. Encontré el otro un par varios metros más adelante, hacia el norte, y seguí esa dirección registrando sistemáticamente los bordes de la carretera.

—¿Has visto a Arden? —Me puse la mano sobre el pecho para serenar el corazón—. Me salvó la vida. Salió corriendo para distraer a los militares.

Caleb frotó el volante con el dedo, como si quisiese borrar una mancha invisible. Tras una pausa, movió la cabeza negativamente.

—No.

Me sequé las lágrimas.

—Dijo que nos encontraríamos en Califia, pero… ahora está sola y yo. —No pude continuar hablando al pensar que Arden estaría en medio de la nada, llena de ampollas a causa del sol, y a muchos kilómetros de la carretera. O peor, en el asiento trasero de un todoterreno de los soldados, que la devolverían al colegio.

Caleb me apretó el brazo.

—Ella es muy fuerte. Si se esconde, no le ocurrirá nada.

Llegamos a un pueblo en ruinas cuando el sol se ocultaba ya tras las lejanas colinas. El pavimento estaba agrietado, y los desniveles hacían saltar las monedas apiladas en el salpicadero del coche. El vehículo continuó su camino, traqueteando y bamboleándose, pero me sentí más segura a medida que nos acercábamos a Califia.

—En cuanto a Leif… —musité. Caleb tenía el mapa sobre el volante y sujetaba las puntas con las manos para que no se doblasen. Dejábamos atrás tiendas vacías y puñados de arbustos resecos y ennegrecidos—. No fue.

—Lo sé, lo sé —se apresuró a contestar—. No hay nada que explicar. —Apartó el mapa y me miró a los ojos. Tenía los labios enrojecidos por el exceso de sol.

—No sabía si volvería a verte alguna vez. —Se me quebró la voz—. No deberías.

—Ojalá no me hubiese marchado —repuso alzando más la voz. Aminoró la velocidad y se giró hacia mí, lloroso. Se pasó un dedo sobre el entrecejo para limpiarse el polvo—. He pensado mucho en ese día y me he cuestionado qué habría ocurrido si hubiera estado allí cuando apareció ese animal y os metió a ti y a Arden en el camión.

—¿Adónde fuiste? —Encogí las piernas y me acurruqué—. ¿Qué te pasó?

Se restregó las sienes y explicó:

—Fui a las montañas. Quería cabalgar hasta que se me aclarasen las ideas. Cuando volví al campamento, los chicos estaban muy disgustados. Benny. —Aceleró de nuevo esquivando los socavones en los que crecían gruesas raíces—. Benny era el que estaba peor de todos.

—¿Y dónde están ahora? —Imaginé la sonrisa de Benny cuando conseguía leer una palabra correctamente, y a Silas, en medio de su habitación, luciendo el tutú y un sombrero de vaquero en la cabeza.

—Siguen allí… con Leif. —Volvió a sujetar el volante, puesto que piedras y ramas rascaban los bajos del vehículo. El significado de sus palabras estaba claro: había dejado atrás su casa, su vida, sus amigos… por mí. Tras una larga pausa, dijo—: Voy contigo a Califia. Viviremos los dos allí.

Había algo en el plural, «los dos», que me consoló. Ya no éramos solo él o solo yo, sino nosotros dos.

Todavía parecía posible compartir una vida, una vida en Califia, aquel lugar que se encontraba una vez atravesado el puente rojo, escondido entre montañas junto al mar. La comunidad de huérfanos escapados nos aceptaría. Yo podría dar clases, y él cazaría y enviaría mensajes a los chicos de los campos de trabajo, e incluso volveríamos al colegio en cuanto pudiésemos afrontar el viaje, y rescataría a Ruby y a Pip, como había prometido.

Bajé la vista hasta su mano y entrelacé los dedos con los suyos. Y así, dándome el sol en un lado de la cara, en el hombro y en las desnudas piernas, permanecimos unidos: una visión reconfortante.

Cuando volví la vista hacia la carretera, clavé los pies en el suelo y me aferré a la ventanilla.

—¡Caleb, frena! —grité. Detuvo el coche, y yo reboté contra el salpicadero.

El coche chirrió.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó. Asentí y me acomodé en el asiento, frotándome la zona del brazo donde había impactado contra el duro salpicadero de plástico.

—¿Y ahora qué? —cuestioné señalando delante de nosotros.

Había una furgoneta en la carretera, bien visible bajo las últimas luces del día; tenía los neumáticos reventados y las ventanillas rotas. Un poco más lejos había otro coche y otro más, una larga fila de vehículos, cuyos herrumbrosos parachoques casi se tocaban, que ocupaban la carretera a lo largo de kilómetros frente a nosotros. La carretera estaba atestada; no se podía circular.

Caleb cogió el mapa y, señalando la fina línea azul que habíamos seguido desde Arizona, aseguró:

—Éste era el mejor trayecto.

Eché una ojeada por la polvorienta ventanilla hasta una curva que describía la carretera: a unos cientos de metros más adelante, había un montón de huesos descoloridos por el sol.

—¿Cómo te trajo Fletcher hasta aquí?

—No lo sé. Era de noche. En varias ocasiones circuló por caminos de tierra. —Salimos del coche y observamos la fila de vehículos que habían intentado salir. Siempre que se hacía referencia a la epidemia, surgía, como inevitable consecuencia, el caos.

Caleb se dirigió a la parte de atrás del coche y abrió el maletero. Sacó latas de comida, un gran cilindro de lona con postes metálicos y una tela, y cerró el maletero de golpe.

—Pasaremos aquí la noche —indicó abriendo una lata con un cuchillo—. Los soldados no nos encontrarán. Saben que esta carretera está bloqueada. Mañana retrocederemos y seguiremos el camino que yo cogí, a través de las montañas.

Casi se había puesto el sol, y en el cielo ya se veían los puntitos brillantes y blancos de las estrellas. En la carretera, con los faros encendidos, los soldados nos localizarían fácilmente. No nos quedaba otra opción que pasar allí la noche.

Caleb puso una lona junto a la calzada, sobre un trozo de tierra medio oculto por unos resecos arbustos. Observé cómo trabajaba en silencio, con agilidad, repartiendo varillas por el suelo. Cuando la improvisada tienda de campaña estuvo armada, el cielo había adquirido una tonalidad grisácea y la luna proyectaba una luz fría sobre nosotros.

—Tú primero —dijo señalando la portezuela de tela verde oscuro.

El interior de la tienda tenía el espacio justo para dos cuerpos acostados. Él entró detrás de mí, rozando mi brazo con el suave tejido de su camiseta. Tras días de separación, la repentina intimidad me puso nerviosa.

—Bueno, supongo que ha llegado la hora de dormir —dije en voz bastante alta, alerta hasta el último rincón de mi piel. Cogí una gastada manta gris y me cubrí el regazo con ella.

—Sí, supongo que sí. —Se rio, y yo distinguí su sonrisa a la tenue luz que se filtraba por el fino tejido de la tienda—. Pero primero tengo que darte una cosa.

Sacó una bolsita de seda del bolsillo, tan sucia que parecía un desperdicio. Pero enseguida supe qué contenía.

—Dejaste esto en tu habitación del refugio —dijo entregándomela—. Me pareció importante.

Agradecida, apreté la bolsita entre mis manos, palpando el pajarito de plástico, la pulsera de plata empañada y los desgastados bordes de la carta de mi madre.

—Gracias —dije con lágrimas en los ojos. No podía saber lo importante que era para mí—. No sé cómo.

—Chisss. No importa.

Me cogió la mano y se tendió, pasando un brazo por debajo de mí y encajándolo detrás de mi nuca. Me atrajo hacia sí, y sentí el calor de su cuerpo y la incipiente barba de su mentón rascándome la frente.

—Buenas noches, Eve.

—Buenas noches, Caleb. —Mientras su respiración se serenaba, apoyé la mano en su pecho, y percibí la sangre bullendo en mis dedos, en mis piernas y en mi corazón. Tras días de dudas, deseos y añoranzas, estaba a mi lado. Tres pensamientos acudieron a mi mente segundos antes de que me rindiese al sueño:

«Voy a Califia».

«Estoy con Caleb».

«Soy feliz».

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