Eve

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Treinta y tres

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Treinta y tres

Cuando abrí los ojos, todo era blanco, y durante un segundo me pregunté si habría muerto y estaría en el cielo. Al levantar el trozo de tela que me tapaba en parte la cara, comprobé que la nieve seguía allí. El suelo estaba helado, pero la tormenta había pasado y brillaba el sol.

Salí de la improvisada tienda. Descansando un brazo sobre un costado, Caleb empezaba a despertarse. A lo lejos, allá abajo, había un mundo silencioso y pequeño, fascinante, sin armas, sin soldados ni colegios. Mi cuerpo se contagió de la energía de las piedras, la vegetación y el cielo; me sentía increíblemente libre.

Alcé los brazos, y la brisa se me coló entre los dedos. De pronto algo me golpeó la espalda. Me volví. Caleb estaba arrodillado junto a la tienda, con una bola de nieve en la mano, esbozando una sonrisa traviesa. Me lanzó el proyectil, que me impactó en el cuello.

Chillé, me agaché y, cogiendo puñados de nieve, los compacté.

—¡Me las vas a pagar! —Lo perseguí entre los pequeños árboles, sobre las piedras, dando tumbos mientras lo acribillaba por la espalda una vez, dos, tres veces, llena de entusiasmo.

Él me lanzó otra bola de nieve que acertó, pero yo aproveché para sujetarle el brazo y tumbarlo en el suelo.

—¡Tiro la toalla! ¡Tiro la toalla! —gritó riéndose.

—¿Qué toalla? —pregunté. Cogí un puñado de nieve y se la restregué por la cara. Se retorció para evitar la frialdad.

De pronto, realizando un rápido movimiento, se puso sobre mí, me rodeó con los brazos y pegó su cara a la mía.

—¡Significa piedad! ¿No tienes piedad? —Me besó lentamente, como en un juego, mientras me caía de espaldas sobre la nieve.

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Tal vez se debiera a que ya había pasado la tormenta, a la ilusión del descenso o a la borrachera de felicidad, pero bajamos la montaña en menos de un día. Cuando se puso el sol, llegamos por fin a una carretera llana, cuya musgosa calzada fue un verdadero alivio para nuestros pies.

—Podemos detenernos ahí —sugirió Caleb, señalando un grupito de edificios a kilómetro y medio de distancia—. Con un poco de suerte, encontraremos algo útil para la última parte del trayecto: bicicletas, un coche, cualquier cosa.

—A todo esto, ¿cómo conseguiste el coche, el Volvo? —pregunté. Había sentido tal felicidad al verlo en la carretera y percibir su cuerpo junto al mío, que ni siquiera se me ocurrió pensar cómo había llegado hasta allí.

Una mosca revoloteó alrededor de su cabeza, y la ahuyentó. Al fin respondió:

—Vendí a Lila a un bandido. —Sonrió tímidamente—. No son malas personas, sino simples egoístas. Ella estará bien.

Sabía que adoraba a su yegua; lo había notado por la forma en que le peinaba las crines o la tranquilizaba susurrándole cosas. Por eso escudriñaba el horizonte después de nuestro encuentro con los soldados, y seguía buscando rastros de ella. Le cogí la mano y se la estreché; no bastaba con un simple agradecimiento. Nada de lo que le dijera sería suficiente.

Caminamos en silencio unos minutos, hasta que Caleb se detuvo de repente, escudriñando algo que había a un lado de la carretera.

—¿Qué ocurre? —pregunté cuando me obligó a retroceder—. ¿Qué es eso?

—Debemos escondernos. —Señaló la maleza junto a la carretera: la vegetación estaba aplanada, formando dos líneas rectas, como si la hubiesen aplastado unas ruedas—. Es una trampa.

Me volví. Las montañas se alzaban entre ellos y nosotros, no había nada más que terreno herboso.

—No hay ningún escondite.

Nos percatamos de cierto movimiento a unos doscientos metros, cerca del grupo de edificios. Una figura, y después una segunda silueta, se recortaron contra el crepúsculo.

—Estáis en un control de carretera. En nombre de la ley, identificaos. —Una de aquellas personas alzó un brazo, haciéndonos señas para que nos acercásemos.

Caleb me soltó la mano y me miró. Después observó la montaña.

—Sígueme y cúbrete la cara con el pelo.

Eché a andar, sintiendo el peso de la mochila a la espalda, y me desenredé la maraña de pelo que llevaba bajo la capucha para ocultarme el rostro.

Había tres guardias delante de un antiguo establecimiento en cuyo desvencijado letrero ponía TALLER DE REPARACIÓN DE COCHES. Vimos un todoterreno del gobierno aparcado en el local, así como barras oxidadas, herramientas y montones de ruedas rajadas sobre las mesas de trabajo.

—Disculpen —dijo Caleb, desviando la vista—. Solo somos mi hermana y yo. Necesitamos comida.

Se acercó un soldado pelirrojo, de pestañas y cejas tan claras que tenía el aspecto lampiño de una salamandra, y yo clavé los ojos en sus botas, negras y relucientes. Nunca había visto unas botas tan brillantes.

—¿Buscáis comida en las montañas? —preguntó acariciando la pistola que llevaba sobre la cadera.

—La buscamos a través de ellas —replicó Caleb—. Venimos del otro lado. Una banda de rebeldes incendió nuestra casa.

Los soldados nos observaron y se fijaron en la destrozada ropa, en la tierra incrustada bajo nuestras uñas y en la fina capa de polvo que oscurecía nuestra piel.

—¿Y tenéis permiso para vivir fuera de la ciudad? —preguntó otro de ellos, más bajo y grueso, cuya barriga colgaba sobre su cinturón. Apoyaba una mano en el todoterreno verde.

—Sí —respondió Caleb, que se había quitado el chaquetón poco antes y tenía el cuello de la camiseta empapado en sudor—. Pero todo se perdió en el incendio.

El tercer soldado nos quitó las mochilas, se sentó en la carretera y rebuscó en ellas, tomando nota de las latas sin etiqueta, del mapa arrugado y de la tienda. Se volvió hacia los demás e hizo un gesto negativo con la cabeza. Llevaba el pelo cortado casi al cero.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó el gordo. Se dirigía a Caleb, pero al mismo tiempo escudriñaba mis cabellos, la parte visible de mi cara y mis delgadas piernas llenas de rasguños.

Caleb se me acercó.

—Yo me llamo Jacob y ella es Leah. —Habló con voz clara y firme, pero el soldado pelirrojo no dejaba de mirarme.

El sudor resbalaba por mi piel.

«Que nos dejen pasar —pensé sin apartar los ojos de las relucientes botas del soldado—. Por favor, que nos dejen pasar».

Oí un suspiro y, de pronto, el pelirrojo hizo crujir los nudillos como si fuesen ramitas partidas.

—Quítate la camisa —ordenó. Se me pusieron los pelos de punta hasta que me di cuenta de que se lo decía a Caleb, que mantenía los brazos quietos a ambos lados del cuerpo.

—Señor, yo. Yo no. —Intentó decir algo, pero se atragantó.

—Déjennos en paz, por favor —pedí levantando la cabeza por primera vez—. Lo único que queremos es comida y descansar una noche.

Pero el de la cabeza afeitada sacó un cuchillo mientras esbozaba poco a poco una sonrisa. Con un movimiento veloz desgarró la manga de la camisa de Caleb, y dejó su tatuaje al descubierto.

—¿Qué tenemos aquí? —se burló el pelirrojo sin apartar la mano de la pistola—. ¿Un fugitivo? ¿De dónde has sacado a la chica, maldito cabrón?

El del pelo al rape me miró fijamente. Era joven, y lucía un fino bigote que apenas se percibía sobre el labio superior. Por fin dijo:

—Es ella. Es la chica.

Caleb embistió al pelirrojo, haciéndole perder el equilibrio. El soldado más joven contempló la escena e hizo ademán de sacar la pistola. El gordo me cogió por el cuello y me amenazó con el cuchillo, presionando mi piel con el frío metal; respiraba en mi oído y yo percibía el olor acre del alcohol en su aliento.

El pelirrojo se tambaleó hacia atrás, arrastrando a Caleb hacia el garaje, donde estaba el vehículo. Se golpeó la cabeza contra el parachoques, mientras mi amigo buscaba desesperadamente su pistola, y el soldado lo repelía a codazos.

—Haced algo, imbéciles. Ayudadme —gritó al abalanzarse Caleb encima de él, pero el pelirrojo era de mayor estatura, y con su peso, lo inmovilizó momentáneamente en el suelo.

—Sujétala —ordenó el gordo, empujándome hacia el joven, que me rodeó el cuello con el brazo y me apretó contra su pecho. Notaba en mi espalda que el corazón le latía desaforadamente, mientras me apartaba de los tres hombres, enzarzados junto a las ruedas delanteras del todoterreno.

El gordo incrustó la mole de sus nudillos en la nuca de Caleb, que cayó sobre el pelirrojo, y este se conmocionó.

—¡Basta, basta! —grité cuando el gordo alzó el cuchillo, levantó el brazo con saña y hundió la hoja en la pierna de Caleb.

El soldado levantó el arma de nuevo y la dirigió más arriba: al cuello. Iba a matarlo.

Palpé con la mano la cadera del soldado joven, buscando la pistola. Sin pensarlo dos veces, la saqué de la funda y apunté al gordo que tenía el cuchillo contra el cuello de Caleb.

Apreté el gatillo, y una repentina nube de humo se extendió ante mí. El gordo gritó cuando la bala le desgarró un costado. Caleb rodó hacia un lado, desprendiéndose del pelirrojo, y yo disparé de nuevo e hice una mueca cuando la bala penetró en el pecho del hombre.

Caleb cogió las pistolas de los soldados y las arrojó entre la hierba. El pelirrojo soltó un quejido y brotó sangre de su garganta; luego, silencio.

Caleb intentó caminar, pero soltó un grito terrible; tenía la pernera de los pantalones empapada de sangre.

—Tenemos que salir de aquí —me dijo, dio unos pasos y cayó; la cara estaba desfiguraba a causa del dolor.

Junto a mí, el soldado más joven levantó las manos, sin moverse.

—Tú. —Oí mi propia voz—. Tú nos llevarás.

—¿Hablas en serio? —repuso. Parecía más delgado, más pequeño; su boca era una línea temblorosa.

—Ahora mismo. —Lo apunté con la pistola hasta que se dirigió al coche—. ¡Ahora! —grité, y se apresuró a encender el motor.

Sacó el coche del estrecho garaje y a punto estuvo de pasar por encima de las piernas del pelirrojo. Ayudé a Caleb a subir al vehículo sin bajar la pistola y cerré la puerta de golpe.

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