Eve

Eve


Diez

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Diez

La manta resbaló por mi cara, y no me atreví a recogerla ni a moverme por miedo a ser vista. En el otro extremo de la cabina, Caleb se dio la vuelta, y la gigantesca cáscara metálica se balanceó. La silueta dio un paso y apoyó la mano en la puerta rota. Cerré los ojos, temiendo lo que se avecinaba: una fría pistola desenfundada, unas esposas que me atenazarían las muñecas.

—Eve —susurró por fin una voz familiar.

Miré por la destrozada ventanilla: Arden llevaba la ropa empapada y los cabellos se le pegaban a la cabeza. Bajo la tenue luz, le distinguí el rostro, crispado por la preocupación.

—¿Estás ahí? ¿Te encuentras bien?

—Sí, soy yo. —Me puse en lugar visible a la luz de la luna—. Estoy bien.

Subió de un salto al helicóptero, hundiendo las botas en la hojarasca. Me dio una ojeada y enseguida reparó en el dormido Caleb, como si una pregunta que tenía en mente hubiese recibido al fin respuesta. Por último se instaló en un asiento.

—Has vuelto. —Manipulé la linterna de plástico, sin apartar la vista de Arden, que temblaba de frío y chorreaba como si acabase de salir del río. Le di mi manta.

Ella se abalanzó sobre la caja y abrió un paquete de comida seca.

—En fin. —Se encogió de hombros—. Me muero de hambre. —Mordisqueó una zanahoria deshidratada, sin hacerme mucho caso.

—¿De verdad estabas preocupada por mí? —le pregunté inclinándome hacia ella.

Dejó de comer y giró la cabeza para observar a Caleb.

—No —se apresuró a decir—. Pero no sabía si te hallarías a salvo con él.

Quise decirle que le importaba mi seguridad, y que por lo tanto la respuesta correcta era sí, ¡claro que estaba preocupada por mí!, pero me contuve. Al ver su ropa empapada, me planteé si no la habría juzgado mal. Tal vez era algo más que la chica que llevaba años insistiendo en que prefería comer sola a perder el tiempo con las demás.

Tiró las bolsas de papel de aluminio vacías y soltó un breve eructo.

—¿Quieres la manta? —preguntó ofreciéndomela, y momentáneamente quedó colgando a modo de cortina entre ambas. Negué con la cabeza y le dije:

—Quédatela.

La luz de la linterna se atenuó porque quedaba poca batería; antes de que se apagase del todo y me venciese el sueño, lo último que vi fue la pálida cara de mi compañera.

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La mañana siguiente Caleb se adelantó y fue apartando la hierba con un palo para abrirnos paso. Esperamos a que su caballo regresase a la orilla, pero cuando salió el sol tuvimos que partir.

—Nos llevará todo el día llegar hasta el campamento —informó—. Con un poco de suerte estaremos ahí antes de la noche.

Caminamos por una calle cubierta de musgo. El sol había salido componiendo un amanecer rosáceo-amarillento, pero en ese momento el cielo se había vuelto blanquecino.

—No podemos quedarnos mucho tiempo en el campamento —dije dignándome a conversar con Arden—. Nos servirá para abastecernos, pero debemos seguir camino a Califia.

Seguía obsesionándome el encuentro con los soldados del rey. Aunque era muy temprano y no había ni rastro del todoterreno, miraba con frecuencia hacia atrás y me estremecía al oír los chirriantes trinos de los pájaros en las copas de los árboles.

Arden dio un manotazo a una molesta mosca.

—No hace falta que me lo digas —murmuró, y rompió a toser y a expectorar—. ¿Este camino no tiene partes más fáciles? —preguntó al tiempo que apartaba una rama espinosa de su cara.

—No tardaremos en encontrar un pueblo. —Caleb se agachó bajo una rama—. Cuidado. —Y miró el cielo, cosa que hacía continuamente.

Antes de ponernos en marcha, Arden y yo hubimos de aguardar, mientras él jugueteaba con unos palitos en la tierra y observaba durante varios minutos las sombras que proyectaban. A continuación decidió el lugar por dónde teníamos que ir, como si se hubiese estado comunicando con la tierra en un idioma extraño que nosotras ignorábamos.

—Parece que consultes un reloj. —Y señalé el sol.

—Claro, es mi reloj, mi brújula y mi calendario. —Se llevó el dedo a la barbilla en un gesto de sorpresa fingida—. Por lo visto hay cosas que no sabes.

Me di la vuelta para observar a Arden, que se limpiaba la suciedad de las uñas, sin enterarse de nada. Me daba cuenta de que Caleb era lo mejor para nuestra seguridad: se había quedado conmigo en el río y me había escondido en el helicóptero, aunque no acababa de entender por qué. No comprendía sus motivaciones ni creía que pudiésemos confiar ciegamente en él. Tampoco me gustaba su forma de burlarse de mí, ni su insistencia la noche anterior al formular preguntas que no me apetecía responder.

—Escucha, Caleb —comenté llamándolo por su nombre—. Agradecemos tu ayuda, pero no te hemos pedido nada.

—Sí, ya me lo has dicho antes: hace una hora… esta mañana… y cuando aceptaste ir al campamento —repuso él—. Os quedaréis una noche, os aprovisionaréis de nuestra comida, y luego yo os acompañaré hasta la ruta ochenta para que continuéis hacia Califia. Lo he entendido perfectamente.

Nos condujo hasta otra carretera que desembocaba en una fila de casas ruinosas. La riada las había inundado, dejando una marca marrón en la ripia de los tejados a treinta centímetros por encima de las puertas. Sobre una fachada de ladrillos había un mensaje escrito con espray: «ME MUERO. ¡SOCORRO!».

—¿Tenéis hambre? —preguntó Caleb.

Sin darnos tiempo a responder, subió unos peldaños rotos y entró en la casa.

—Supongo que es hora de comer… —murmuró Arden, y lo siguió.

El suelo de madera del interior estaba combado y partido, y en las paredes crecía un moho negruzco. Me tapé la nariz con la camiseta para protegerme del olor. En un rincón de la estancia había un gigantesco armazón de no se sabía qué, cuyo desvencijado panel delantero tenía forma de estrella.

—¿Qué es eso? —quise saber, señalándolo.

Caleb recorrió la sala, pisoteando libros empapados y montoncitos de porquería podrida, y Arden y yo lo seguimos con cierta prevención.

—Un televisor —respondió cuando llegamos a la puerta de la cocina.

Asentí, aunque conocía el término difusamente. Tenía aspecto de haber contenido algo valioso. El desvencijado sofá estaba frente a él, como si la familia se sentase allí a mirarlo.

Todos los armarios de la cocina estaban abiertos y los estantes sembrados de cubiertos de plástico sucios y latas vacías. Había varias sillas en el suelo, cuyos desgarrados asientos dejaban a la vista sus grisáceas y enmohecidas entrañas; el techo se caía a trozos.

—Vete con cuidado —susurró Arden, tirando de mí y señalando un agujero en el suelo por el que había estado a punto de colarme.

Caleb saltó sobre el hueco y se dirigió a una escalera que conducía a un oscuro sótano.

—Voy a ver si hay algo abajo.

Mientras Arden fisgoneaba por la sala, me acerqué a un frigorífico que se hallaba en un rincón, sobre el que había fotografías y retratos antiguos. En una de las fotos se veía a una pareja joven con un bebé en brazos; la mujer tenía el flequillo pegado a la sudorosa frente, pero la cámara había captado sus grandes y brillantes ojos. Debajo había un dibujo infantil de una familia: los tres, el padre, la madre y la niña estaban rodeados por perversos fantasmas, de negros contornos pintados a lápiz.

Durante aquellos últimos días junto a mi madre, yo dibujaba todo lo que se me ocurría. Me sentaba en el piso de abajo, ante mi mesa de plástico azul, cogía un montón de papel y pintaba cosas para ella: dibujos en las que estábamos las dos en el parque infantil próximo a casa, como el del carrusel en el que me hacía dar vueltas y vueltas sin parar. También la dibujaba en la cama y le ponía al médico una varita mágica en la mano para que la curara; otras veces la representaba fuera de casa, rodeando el edificio con una verja para que el virus no entrase. Una vez hechos, deslizaba los dibujos por debajo de la puerta de su habitación para que los viese: sus regalos especiales. «Besos —decía ella, dando golpecitos al otro lado de la puerta—. Te daría un millón de besos si pudiese».

Contemplé la cara de la mujer por última vez y regresé a la sala vacía. Oí un chasquido encima de mí y sentí curiosidad.

—Arden… —la llamé, y salí al silencioso pasillo. El suelo crujía a cada paso, y una brisa helada entraba por las ventanas abiertas—. ¿Dónde estás?

Me asomé a un minúsculo cuarto de baño sin baldosas en el suelo.

—¡Arden! —insistí, y el eco repitió la pregunta.

Al fondo del pasillo había una puerta entreabierta. Me encaminé hacia allí y, por el camino, pasé por un dormitorio en el que había una cama rota y los muelles del somier al descubierto.

Me acerqué, pegada a la pared. El empapelado se había desprendido en algunas partes y me rascaba los desnudos hombros. Se me aceleró el pulso y rompí a sudar. Habíamos entrado en la casa a toda prisa, pero deberíamos haberlo pensado dos veces antes de irrumpir en ella. Siempre cabía la posibilidad de que nos vigilasen.

La puerta entreabierta estaba agrietada. Miré qué había dentro: era una habitación infantil con un arcón lleno de juguetes polvorientos y las paredes pintadas de un azul brillante. Había varios animalitos raídos sobre la minúscula cama. Entré y cogí un osito manco que debía de haber sido muy viejo ya antes de la epidemia.

Todo sucedió muy rápido: oí pasos a mi espalda y caí al suelo con un golpe sordo. Grité cuando alguien oculto tras una máscara de payaso se echó encima de mí, aterrorizándome con su desfigurada sonrisa carmesí.

—¡No me mate, por favor! —imploré—. ¡No me mate!

El payaso se detuvo un instante, presionando mis hombros contra el cuarteado suelo. Luego oí risas sofocadas. Arden se quitó la máscara y cayó sobre mí, retorciéndose de risa.

—¿Acaso estás mal de la cabeza? —chillé, y me levanté de un salto—. ¿Por qué has hecho eso?

Caleb apareció en la puerta, demudado.

—¿Qué ha sucedido? Te he oído gritar. —Llevaba una lata oxidada en cada mano.

Señalé a Arden, que rodó hacia un lado, entre profundas carcajadas. Acabó llorando de risa y secándose las lágrimas con el dobladillo de la camisa.

—Arden me ha dado un susto a propósito. Eso es lo que ha sucedido.

Caleb nos miró a las dos. Intentó decir algo, pero no fue capaz de articular palabra. A mí se me salía el corazón del pecho.

—No tiene gracia —exclamé por fin—. ¡Si hubiese tenido un cuchillo, podría haberte matado! —Caminé de un lado a otro, golpeando una mano contra la otra para subrayar las palabras. Arden se arrodilló e inclinó la espalda y el rostro hacia el suelo—. Arden, mírame. ¿Te importaría levantarte y mirarme? —grité.

Caleb me sujetó por el brazo y me obligó a retroceder.

Pero ella siguió cabizbaja; sus cabellos eran una maraña de enredos. Retorciéndose, golpeó el suelo con la palma de la mano.

—Arden… —repetí con más amabilidad. Tenía los ojos cerrados y las mejillas enrojecidas y contraídas.

Se alzó al fin, respirando con dificultad. Le tendí una mano, pero no la cogió, sino que, haciendo un gran esfuerzo, se acurrucó hasta convertirse en un ovillo perfecto. Tosió muy fuerte; no se oía más que sus estertores. Me agaché y le apoyé la mano en la espalda, mientras ella se convulsionaba, tratando de liberar los pulmones del peso que los agobiaba. Cuando se calmó, ambas bajamos la vista.

Ella tenía las manos ensangrentadas.

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