Eve

Eve


Quince

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Quince

Esa noche, cuando las sofocadas toses de Arden dejaron paso a la rítmica respiración del sueño, cogí la linterna del suelo y me adentré en los túneles. En el campamento reinaba la tranquilidad y el tortuoso pasillo estaba vacío. Tras unos días de vivir allí, entendía la distribución subterránea básica: las cinco sendas que salían de la estancia circular principal creaban una formación semejante a una estrella bajo la montaña. Giré y recorrí el segundo túnel, contando puertas en la oscuridad.

No dejaba de pensar en el hermano de Benny, Paul, que había hecho caligrafía en su mesa del rincón del cuarto y había dormido en el mismo colchón que yo, contemplando las grietas del techo de barro. Tal vez había presentido el día de su muerte, como si se avecinase una tormenta, o tal vez se había echado el arco y las flechas al hombro, como todas las mañanas, y había salido a cazar. Seguramente, había pasado ante la habitación de Benny y no había querido despertarlo, sin saber que era la última vez que lo veía: el tumulto de la ola lo habría arrastrado, hundiéndolo en las blancas aguas, y el agua le habría anegado los pulmones.

Los ronquidos resonaban en el pasillo en penumbra, mientras lo recorría, palpando las piedras de la pared para guiarme. Todavía me rondaban muchas preguntas: ¿Qué ocurría en los campamentos, aparte del trabajo de transportar ladrillos y piedras? ¿Cómo habían ido a parar al campamento unos niños tan pequeños como Benny y Silas? No me bastaba con detalles sueltos. Me desvelaba el mismo deseo que tantas veces había sentido en el colegio y que la directora denominaba «sed de conocimientos».

Doblé una esquina a la altura de la sexta puerta, y di con él; ahí estaba con la camisa arrugada y los pantalones cortos rajados. Sus piernas descansaban sobre el brazo de un mullido sillón, y la cabeza sobre el otro brazo.

—¿Caleb, duermes? —pregunté.

Se despertó, sobresaltado, echando una rápida ojeada alrededor como si quisiese recordar dónde se encontraba. Se frotó el rostro, se retiró los mechones de la cara y sonrió.

—Bienvenida a mi humilde morada. —Señaló un colchón en el suelo, cubierto con un edredón cuyas plumas sobresalían por las costuras. Sobre una mesa había una radio metálica provista de auriculares, como los que había visto en el colegio. Me fijé en que los mapas clavados en la pared tenían los bordes doblados a causa de la humedad.

—¿Qué haces con todos esos libros? —quise saber, y me acerqué a un montón de volúmenes que había en el suelo. Deslicé los dedos sobre los lomos y reconocí varios títulos que me sonaban del colegio: El corazón de las tinieblas, El gran Gatsby y Al faro.

Caleb se acercó a mí y su cálido hombro rozó el mío.

—A veces hago cosas raras —confesó esbozando una sonrisa burlona—. Abro un libro y miro las páginas. Eso se llama leer.

—¡Sé lo que es leer! —exclamé riéndome. Un rubor ascendió por mi cuello hasta la cara y me cubrió las mejillas. Me pasé la mano por el cabello. No había visto un espejo desde que me marché del colegio—. Pero ¿cómo?, Benny dijo que aquí nadie sabía leer.

—¿Conoces a Benny? —Me escudriñó el rostro, deteniéndose en los labios, las cejas y las mejillas.

—Sí, lo he conocido hoy. Y a Silas y a otros chicos. Silas era la niñita que vi; llevaba puesto el dichoso tutú.

—Lo encontró en unas cajas que robamos en un almacén —aclaró riendo—. Leif y los chicos mayores sabían lo que era, pero ¿cómo se lo íbamos a explicar? Le encanta.

Sonreí; notaba los nervios a flor de piel. Cogí El corazón de las tinieblas, contenta de que su peso disimulase el temblor de mis manos.

—He empezado a enseñarles a leer. ¿Nunca has intentado que aprendan el alfabeto o a escribir sus nombres?

—Me enviaron a los campos de trabajo a los siete años, así que tuve tiempo de aprender algo antes de la epidemia. Mi madre me enseñó lo básico antes de morir: las palabras y los sonidos más breves. Y después de todo eso, leo aquí de noche para. —Miró el techo. Le había crecido un asomo de barba, formándole oscuros sombreados en el mentón y el cuello—. Bueno, para evadirme, supongo. Nunca hubo ocasión de enseñar a los niños, sobre todo estando Leif al mando. Además, todos los días y a lo largo de la jornada, los mayores tenemos que cazar, pescar, vigilar el terreno y que no haya soldados en la zona. Necesitan más la comida que los libros, por desgracia. —Suspiró y me miró a los ojos—. Pero me alegro de que tú les enseñes.

Sostuvo mi mirada hasta que desvié la vista.

—¿Has leído todo esto? —Me fijé en Ana Karenina y En el camino, que sobresalían entre una Historia del Arte para tontos y El gran libro de la natación.

—Hasta la última palabra. No soy tan cavernícola, ¿verdad?

Llevaba desabrochada la larga y sucia camisa gris, lo que permitía verle alguna parte del pecho tostado por el sol.

—Yo no he dicho tal cosa, ¿o sí?

—No tenías por qué saberlo.

Me acerqué a otro montón de libros, y él me siguió, pisándome los talones, como si me hiciese sombra en una especie de baile.

—Me he equivocado —reconocí. Estaba tan cerca de él que distinguí las motitas castañas en los iris verde claro de sus ojos.

Caleb describió un círculo a mi alrededor, riéndose, como si yo fuese una criatura encantadora que había encontrado entre la hierba.

—¿En serio? —ironizó.

—Oh, éste. —Cogí Al faro. Tenía las páginas dobladas en las puntas—. ¡Charles Tansley! ¡Qué pelmazo! ¿Quién se cree que es para decir que las mujeres no saben pintar ni escribir? Y el señor Ramsay, que olvida a su esposa en cuanto la pobre muere, ¡y al final se derrite por Lily!

—Suponía que tu educación era parcial, pero no imaginaba hasta qué punto.

—¿A qué te refieres?

Caleb se acercó aún más, y percibí el olor a humo que desprendía su piel.

—El señor Ramsay está muy triste, destrozado. Por eso lleva a James al faro; le obsesiona la discusión que había tenido con su mujer años antes. —Fruncí el entrecejo, intentando procesar lo que me explicaba—. El libro muestra lo que ocurre al faltar la señora Ramsay, lo importante que es una madre, lo rápido que se deshace todo sin ella. Todos la querían.

Me acordé de las clases del colegio, en las que la profesora Agnes nos hablaba del deseo que sentían los hombres por mujeres más jóvenes o de la incapacidad de ellos para satisfacer las necesidades emocionales de sus semejantes. Entonces todo parecía muy claro.

—Es tu opinión —dije negando con la cabeza.

Pero Caleb no cedió. El resplandor de una linterna le iluminaba parte del rostro, dulcificándole los rasgos.

—Es lo que ocurre en esa historia, Eve. —Dio unos golpecitos en la tapa dura.

Dejé el libro y me senté en el sillón, sin importarme por primera vez el olor a almizcle que parecía omnipresente en el campamento.

—Es que… —dije, abrumada de vergüenza. Recordé la noche en la consulta de la doctora, antes de abandonar el colegio. La profesora Florence me había explicado que el rey quería repoblar la tierra de forma eficaz, sin las complicaciones de las familias, los matrimonios y el amor. Según ella, las chicas lo habían hecho de buena gana al principio. Tenía cierta lógica tortuosa. Seguramente pensaron que, si temíamos a los hombres, nunca los desearíamos y jamás necesitaríamos amor ni tener familias propias. Y así haríamos de mejor grado cualquier cosa que nos pidiesen—. Resulta que me lo enseñaron así.

Desvié la mirada para que él no me viese los ojos, anegados por la emoción. Había estudiado muchísimo en el colegio, cogiendo apuntes detallados de cada lección, garabateando en los márgenes de los cuadernos hasta que se me entumecían los dedos. ¿Y para qué? ¿Para llenarme la cabeza de mentiras?

—A veces me parece que no sé las cosas que debería saber, y que, por el contrario, todo lo que sé es completamente falso. —Me clavé las uñas en la mano, frustrada, y la furia me desbordó. Me dirigí hacia la puerta, pero Caleb me cogió la mano y me obligó a retroceder.

—Espera. —Entrelazó sus dedos con los míos un instante, antes de soltarme—. ¿A qué te refieres?

—Doce años en el colegio y… ni siquiera sé nadar —comenté, recordando el pánico que había sentido aquella noche en el río. No sé cazar ni pescar; ni siquiera sabía en qué mundo vivía. Era alguien totalmente inútil.

—Eve —dijo cogiendo el ejemplar de Al faro del suelo—. Toma el libro. Puedes volver a leerlo… tú sola.

Permanecimos un instante en el pasillo de barro; la cabeza de Caleb rozaba el techo. Acaricié la tapa rota del libro, pensando en lo que él me había dicho. Tal vez allí, en aquel refugio, lejos de la profesora y de las clases, el libro fuese distinto. Tal vez también yo fuese distinta. Escuché la sincronizada respiración de ambos.

—Esto no soluciona mi problema con la natación —respondí sin reprimir una sonrisa.

—Eso es lo más fácil. —Apoyó la mano en la pared, a unos centímetros de mi cabeza. Una sombra de barba desaliñada le cubría la barbilla y le brillaba a la luz de la linterna—. Puedo enseñarte a nadar en un día.

—¿En un día? —me extrañé, y me pregunté si también él oiría los bandazos de mi corazón—. No lo creo.

—Pues créelo. —Entablamos una lucha para ver quién desviaba primero la vista.

«Uno —conté mentalmente—, dos, tres».

Acabé por ceder, me deslicé bajo su brazo y me dirigí al túnel.

—Vale, quedamos en eso —acepté, y me marché hacia mi habitación. Cuando me di la vuelta, sus ojos seguían clavados en mí—. Buenas noches —susurré sintiendo el calor de su mirada, mientras caminaba por el húmedo y frío pasillo y volvía a mi cama.

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