Eve

Eve


Dieciséis

Página 19 de 39

Dieciséis

Cuando llegamos a la orilla del lago, Caleb se quitó la camiseta y se lanzó al agua con las piernas juntas, pataleando bajo la reluciente superficie. A continuación se adentró en aguas más profundas hasta que desapareció bajo la intensa negrura.

Esperé. Pasó un minuto. Pasó otro. Escudriñé el agua, pero no lo vi por ningún lado.

—¡Caleb! —lo llamé. Me acerqué a la orilla, buscando señales de él, pero en el lago reinaba una quietud fantasmal.

Por fin emergió, casi a cien metros de mí, rodeándole la cabeza la blanca espuma en que se había convertido el agua. Solté un profundo suspiro, tomando aire al mismo tiempo que él, como si yo también hubiese contenido la respiración.

—¡Presumido! —grité.

Me quité la peluda toalla de los hombros, desvelando el «bañador» que había improvisado para nadar: unos vaqueros cortos debajo de la rozada sudadera del colegio, rota donde antes estaba el emblema. Lo había cortado esa misma mañana con un cuchillo, pensando en Pip.

Metí los pies en el lago y se me aceleró el pulso. El agua estaba fría. El sol no alcanzaba las copas de los árboles, y el aire era más fresco que de costumbre. Me dio vértigo observar el punto en que el lago se volvía más profundo y oscuro. Dejé que las piedras lisas me acariciasen las plantas de los pies y traté de aplacar los nervios. Me sentí más cómoda, más confiada, incluso valiente: Arden estaba mejorando; seguía en cama, pero bebía y comía bien, y su rostro había recuperado el color; ya no me estremecía cuando me cruzaba con Leif en el pasadizo, ni me daba miedo explorar el campamento. Poco a poco me iba adaptando a nuestro hogar provisional.

Caleb nadó hacía mí: su fornido cuerpo se balanceaba mientras, en primer lugar, alzaba los brazos, y luego los sumergía en las profundidades. Cuando llegó a la zona más superficial, echó la cabeza hacia atrás.

—Ahora es un momento tan bueno como cualquier otro —dijo señalando el lago con la mano—. Aquí no hay mucha profundidad.

El agua solo le llegaba a la cintura. Pero me acordé de aquella noche en el colegio, y de la sensación asfixiante cuando la tierra desapareció bajo mis pies. Avancé lentamente y con mucho cuidado; el frío lago me cubría milímetro a milímetro. Caleb se acercó y me tendió una mano.

Se la di instintivamente, sintiendo el mismo rubor que había experimentado en su habitación. La intimidad me erizó la piel.

—¿Lo ves? —Sonrió. El agua chorreaba por su moreno y pecoso pecho—. No es tan horrible.

Tras dar unos pasos, el lago me cubrió a mí también hasta la cintura. Miré hacia abajo, desconcertada por la repentina desaparición de mis pies. Quería dar la vuelta, regresar a la orilla y pisar tierra firme. Pero Caleb me cogió la otra mano y, exigiéndome firmeza con la mirada, nos adentramos en aguas más profundas.

—¿Estás bien? —me preguntó cuando el agua me llegó a los hombros. Asentí, confiando en que mi corazón se serenase—. De acuerdo. Entonces vamos a sumergirnos. Uno, dos.

—¡Espera! —grité—. ¿Quieres que meta la cabeza debajo del agua? —Necesitaba más tiempo para acostumbrarme a la temperatura, para prepararme.

—Sí. Estaremos debajo todo el tiempo que aguantes. A la de tres. —Iba a protestar, pero él empezó a contar otra vez—. Uno, dos, tres —dijo, mientras yo tomaba aire y apretaba los labios antes de deslizarnos bajo la superficie.

Estaba completamente sumergida, y el corazón me estallaba en los oídos. Percibí cómo soltaban aire mis pulmones y cómo ascendían las burbujas, al mismo tiempo que permanecía bajo la superficie. Caleb estaba a medio metro, con los ojos abiertos, y sus manos no soltaban las mías. Su expresión era tan amable, tan firme y dulce que, durante un segundo, olvidé que éramos diferentes, que él pertenecía a otro sexo contra el que me habían prevenido, un sexo al que había temido toda mi vida.

En ese momento era tan solo Caleb. Sonreímos felices, y nuestros brazos formaron un círculo en medio de la quietud del agua.

<>

Permanecimos fuera hasta que oscureció. Practiqué la retención de la respiración, me sumergí una y otra vez hasta que conseguí no acobardarme pensando que el lago iba a tragarme. Caleb me enseñó a sostenerme y a avanzar debajo del agua; también me enseñó a flotar, apoyando los dedos en mi espalda mientras llenaba los pulmones de aire. Cerré los ojos, tratando de ignorar que mis paliduchas piernas estaban desnudas y que la mojada sudadera se me pegaba a las curvas del cuerpo.

El color morado del cielo se tornó gris mientras regresábamos por el bosque, entre chasquidos de agujas de pino secas. A pesar de que me tapé los hombros con la toalla, no dejaba de temblar. Caleb se quitó la camisa y me la ofreció, remangándola para que mis manos quedaran al descubierto.

—He acabado el libro. Me quedé despierta toda la noche, leyéndolo —dije cubriéndome con el grueso y suave tejido que aún contenía el calor de su cuerpo—. Tenías razón. La historia no es como me la habían contado.

—Supuse que te gustaría más la segunda vez. —Los cabellos le chorreaban agua, que se deslizaba por los fibrosos músculos de sus hombros.

—Me gustaría saber… —dudé, pero acerté a decir—: ¿Cómo aprendiste tanto sobre el mundo fuera de los campos de trabajo? ¿Cómo llegaste hasta aquí? ¿Cómo supiste adónde ir? Cuéntamelo todo.

Él esperó a que lo alcanzase. Enfilamos un estrecho sendero, agachándonos bajo las ramas de los árboles. Caminaba delante de mí, apartando ramas para que yo pudiese pasar y adelantándose para abrir camino.

—Las semanas que siguieron a la muerte de Asher fueron muy raras —explicó sin apartar los ojos del sendero—. Leif se negó a trabajar y se pasaba casi todas las noches encerrado y solo. Los otros chicos tenían miedo de hacer algo que molestase a los guardianes. Lo único que nos permitían tener en los campos de trabajo eran radios metálicas negras, y los chicos se tumbaban en las literas y escuchaban los programas de la Ciudad de Arena.

—Yo también los escuchaba en el colegio —dije, y exprimí el agua de mis largos cabellos. Una vez al mes íbamos al auditorio y escuchábamos historias sobre lo que ocurría allí. El rey hablaba de los gigantescos rascacielos que se estaban construyendo y de los nuevos colegios para los niños que vivían dentro de los muros de la ciudad. Edificaba en el desierto, construyendo «algo de la nada» como le gustaba decir, y la ciudad estaría rodeada por muros tan altos que todo el mundo quedaría protegido de los rebeldes, de la enfermedad, de los peligros externos. Siempre me reconfortaban sus palabras—. El rey lograba que todo pareciese noble y emocionante.

Caleb dio una patada a una piedrecita con el pie desnudo, y comentó:

—Recuerdo esa voz. La recordaré siempre. —Pateó una piedra, enviándola hacia el bosque, endureció la expresión y se ruborizó—. Nunca hablaba de los huérfanos que trabajaban en la ciudad: niños de tan solo siete años que se pasaban catorce horas al día desmontando edificios a casi cuarenta y cinco grados de temperatura. Algunos morían aplastados por las paredes que se desplomaban, o caían de los rascacielos. Tampoco mencionaba a las chicas utilizadas como bestias de cría. Sus discursos daban a entender que la Nueva América era para todo el mundo, que todos estábamos incluidos, pero se construía a costa de los huérfanos. El único lugar para nosotros era bajo sus pies.

Mientras caminábamos, yo deslizaba las manos entre la crecida hierba que bordeaba el sendero.

—¿Y quién cría a los niños? ¿Acaso lo hacen los supervivientes de la ciudad? —pregunté.

—Ahora viven en casas nuevas que dan a los canales construidos por chicos de catorce años y alimentan a los bebés que han parido chicas de dieciocho años, esquían por laderas artificiales y comen en restaurantes en la azotea de los rascacielos, en los que los huérfanos trabajan gratis. Es asqueroso. —Torció el gesto.

—¿Y cómo escapaste? —insistí. Imaginé los horrores del campo de trabajo, a Asher abandonado en medio del bosque con las piernas paralizadas, o a niños tan pequeños como Silas cargando piedras a la espalda.

—Ocurrió una noche tras un discurso especialmente irritante sobre el nuevo palacio real —explicó Caleb, tendiéndome la mano para ayudarme a saltar una gran piedra—. No podía dormir, ni dejar de mirar a Leif y la litera vacía de Asher. Los guardianes habían encontrado a un niño de dos años en el bosque; acababa de quedarse huérfano y lloraba. No solo la epidemia dejó huérfanos. —Se calló un momento, pero continuó—: Después las condiciones de vida se hicieron muy duras, y el mundo se sumió en un caos tan grande que muchos niños perdieron a sus padres tras la enfermedad. Yo me había endurecido tanto que permanecí dos horas oyéndolo llorar; unos bandidos habían matado a su madre. Pero no me importaba. Estaba vacío por dentro. No me afectaba porque no había nada que me afectase. Yo era demasiado. —Se detuvo y se volvió para mirarme. Carraspeó y eligió la palabra con cuidado—: Insensible. Aún hoy me avergüenzo.

No podía imaginármelo tan frío, y mucho menos después de ver cómo había acunado la cabeza del ciervo, acariciándole la suave piel del cuello hasta que murió.

Cogió una rama, se frotó los dedos con la áspera corteza y siguió diciendo:

—Le di vueltas a todo lo que sucedía y comprendí que no podría seguir viviendo allí mucho tiempo. Aquello no era vivir, no era vida. Estaba muerto de miedo y desesperado. Un día tenía la radio en la mano y la sintonizaba, jugueteaba con ella. —Suspiró, y cesó de frotarse los dedos—. Entonces escuché una voz que decía unas tonterías enormes.

—¿Qué decía? —quise saber adelantándome para salvar el espacio que nos separaba.

—Siempre recordaré la primera frase. Decía: «La yegua de Eloise es muda y, sin embargo, está aquí».

Me acerqué más a él, como si la proximidad me ayudase a descifrar el misterio.

—¿Quién es Eloise? No entiendo nada. —Una ráfaga de viento barrió las montañas y abatió los árboles. Las sombras bailaron en la cara de Caleb.

—Al principio yo tampoco lo entendí. El hombre no cesaba de hablar en el mismo tono, repitiendo lo mismo varias veces, y más tarde pronunció otras frases crípticas. Siempre repetía las palabras con voz seductora. Miré alrededor para ver si me había ausentado del mundo real, si estaba soñando o algo parecido. Y cuando escuché lo mismo por enésima vez, dejé de intentar descifrar la frase para fijarme en la forma en que la pronunciaba. Trataba de decirme algo, ya que el tono era casi como un ruego. —Caleb alzó la vista, y sus ojos, enrojecidos y húmedos, buscaron los míos—. La yegua.

—La… —lo interrumpí con un nudo en la garganta a causa de la emoción—. Y-U-D-A-E-S-T-A-Q-U-Í.

Él sonrió, y me dio la impresión de que el resto del mundo desaparecía (los árboles, el camino, las montañas, el cielo), dejándonos solos.

—Sí —afirmó—. La ayuda está aquí. —Me tendió la mano y se la cogí—. La voz continuó hablando. Las noches siguientes reveló un lugar en el campo donde, si escapábamos, nos buscaría. Tardamos meses, y esperé a que Leif regresase para planearlo todo. Estudiamos la rutina de los guardianes y encontramos una vía de escape. No disponíamos más que de una noche… y únicamente podíamos ser tres.

—¿Tres?

Caleb miró nuestras manos enlazadas y esbozó una sonrisa, como si el gesto lo complaciese.

—Escogimos al niño cuya madre había sido asesinada, Silas. —Sus dedos estrujaron los míos cuando reanudamos la marcha.

—Y vinisteis aquí —concluí, mientras nos acercábamos al claro próximo al refugio.

—Eso fue hace cinco años. Un pequeño grupo de chicos estaba construyendo el campamento, dirigidos por el hombre al que escuchaba todas las noches: Moss. Él inició lo que llamamos la ruta. Hay refugios seguros en todo el oeste que conducen a trincheras como la nuestra. Leif, Silas y yo tardamos dos meses en llegar aquí; dormíamos en casas de rebeldes. Todavía hay gente por ahí, viviendo fuera de la ciudad, porque no creen en lo que el rey está haciendo y ayudan a huir a chicos y chicas.

Cogió un trozo de madera en una ladera de la colina y, al empujarlo, dejó al descubierto la puerta escondida. El interior del campamento estaba oscuro y en silencio. Me serenó el sonido de nuestros pies desnudos, caminando a la vez.

—Ése era el lugar del que hablaba la profesora: Califia, al que iremos Arden y yo, junto al mar. —Lo miré mientras pronunciaba estas palabras, esperando un mal gesto, una mueca, algo que revelase sus sentimientos sobre mi marcha, pero su expresión no reflejó nada. Arden ya podía caminar, aunque de momento solamente lo hacía por nuestra minúscula habitación; por lo tanto, al cabo de una o dos semanas podríamos irnos. Me pregunté si sería capaz de hacerlo, de dejar el refugio y dirigirme hacia el oeste, como había planeado. Caleb estaba a mi lado, y ya lo echaba de menos.

—Sí, es otro refugio seguro para huérfanos y descarriados… el más grande —se limitó a decir.

—¿Y Moss? —pregunté—. ¿Dónde está?

—Corren rumores de que se encuentra en la ciudad —me contestó guiándome por el oscuro túnel—, pero no hay nada seguro. Casi siempre mantiene en secreto su ubicación y se desplaza constantemente por la ruta, hasta el punto de que es imposible seguirle la pista. No deja de enviar mensajes, pero hace un año que no lo vemos.

Ojalá hubiese sabido lo de las comunicaciones radiofónicas y «la ruta» antes de abandonar el colegio, antes de salir de nuestra habitación y de dejar a Ruby y a Pip en aquellas estrechas camas, en su último sueño apacible. Tal vez tendría ocasión de decirles algo desde Califia, una oportunidad de comunicarme con ellas.

Sentí el suave tacto de la mano de Caleb cuando llegamos a mi habitación, el dulce olor a sudor y humo de su piel, y me fijé en las pecas que salpicaban su nariz y la frente, bronceadas por el sol. Ninguno de los dos habló. Me limité a deslizar mi mano sobre la suya, describiendo círculos sobre los nudillos y las uñas, sin importarme que estuviesen impregnados de suciedad. Él apoyó la barbilla sobre mi cabeza y respiró a fondo, consciente del mínimo espacio que separaba mi nariz de su pecho.

—Hoy lo has hecho muy bien —dijo tras un buen rato, y me apretó la mano a modo de despedida.

—Gracias por enseñarme. —Entré en la habitación, pero no pude contenerme. Salí de nuevo, y allí estaba, llenando con su presencia la entrada.

Había escuchado muchas veces las teorías de la profesora Agnes, estudiando la «Ilusión de la intimidad» y los «Peligros a causa de chicos y hombres» y leído muchas cosas sobre «Manipulaciones sutiles». Pero de una forma soterrada, en algún lugar de mí, existía un conocimiento más profundo, un espacio que ni el miedo ni la educación diseñada con la mayor astucia eran capaces de alterar. Era el modo en que Caleb había cambiado de tono aquel día en el bosque, echando la cabeza hacia atrás para cantar, mientras el eco repetía su voz entre los árboles; era la comida que nos servía todas las mañanas y todas las noches, las toallas y las camisas torpemente dobladas, el agua del baño que le llevaba a Arden sin que nadie se la hubiese pedido.

Y supe, quizá con más certeza que cualquier otra cosa, que era un hombre bueno.

—Buenas noches, Eve —se despidió. Bajó la vista, casi avergonzado, y desapareció en la oscuridad.

Ir a la siguiente página

Report Page