Eve

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Dieciocho

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Dieciocho

—Te he visto muy arrimadita a Caleb. —Envuelta en una chaqueta y cruzando las piernas sobre el colchón, Arden ya estaba en la habitación cuando regresé. Se iluminó la cara con la linterna, y después me enfocó a mí, mientras esperaba una respuesta.

En vez de contestar, me puse un jersey lleno de bolitas para calentarme. El aire nocturno era muy fresco, y no sabía a qué distancia estaría el retén.

—La directora Burns no lo aprobaría —insistió Arden. Intercepté el rayo de luz con la mano.

—¡Basta! —Fue lo único que se me ocurrió.

—No me vengas con ésas. —Se rio, haciendo cabriolas con la linterna. La luz recorrió su lacia melena y una pierna blanca como la leche antes de iluminar su pálido rostro—. Estoy una semana enferma, y no se te ocurre mejor cosa que caer rendida. —Se cubrió la boca con la mano. Pensé que iba a toser, pero se quedó quieta.

—¿Qué ocurre, Arden?

Señaló detrás de mí: Caleb estaba en la puerta, abrigado con una gruesa chaqueta marrón y una gorra de ganchillo que le ocultaba los cabellos.

—Que caer rendida ante la rutina de la enseñanza. —Trató de arreglarlo, pero no sonó convincente. Se levantó y salió al pasillo, empujando a Caleb sin querer—. Nos vemos junto al fuego —dijo, y desapareció en el túnel.

Me aparté un poco más de él y me puse otro jersey grueso.

—¿Podemos ir contigo? —pregunté tratando de disimular el nerviosismo de mi voz—. Arden se encuentra mejor; jura que está en condiciones de ir.

Caleb entrelazó mis manos y bajó la vista, como si observase mis finos dedos entre los suyos.

—No se trata de eso. Cuando Leif dijo que los soldados habían abandonado el puesto… —titubeó—. Significa que se dirigen hacia el norte, hacia la carretera.

—Es por culpa mía, ¿verdad? —lo interrumpí. No era tanto una pregunta como una afirmación, pero su silencio confirmó lo que ya sabía—. Han cambiado de dirección por mi causa. —Cerré los ojos y vi los faros de los todoterrenos barriendo la carretera, en busca de la chica del anuncio.

Él se acercó. Se había limpiado las marcas de carbón del rostro, y solamente le quedaba un leve olor a humo.

—Tal vez no sea seguro llevaros al saqueo. Un encuentro con los soldados siempre resulta peligroso, y en este caso existe un gran riesgo. —Desenlazando los dedos, me cogió ambas manos entre las suyas.

Era fácil asustarse. Y se me aceleraba el corazón cuando pensaba que, incluso estando en el refugio subterráneo, los soldados podían pasar por el terreno que nos cubría sin detectar nuestra presencia. Hubiera querido acurrucarme en el colchón, envuelta en un nido de mantas, y abandonarme, quedarme allí indefinidamente. Pero no era ninguna novedad: me perseguirían siempre. Las luces que iluminaban el lago eran las de ellos; los motores que runruneaban eran los de ellos, y eran ellos las figuras fantasmales que acechaban tras los árboles.

Había pasado la vida confinada entre los muros del colegio, comiendo lo que me ordenaban, bebiendo lo que me decían, tragando sin protestar las pegajosas pastillas azules que me revolvían el estómago. ¿Cómo era una noche en libertad? ¿Acaso no podía permitirme algo así?

—¿Y si, a pesar de todo, quiero ir?

—En ese caso irás. Pero prefiero que seas consciente del peligro.

—Siempre existe peligro. —Sus verdes ojos buscaron los míos.

Estaba empezando a entender lo que podía ocurrir: Caleb y yo. En medio de la naturaleza no había pensamientos, solo existía Califia en la distancia, el fugaz viaje que consumía los días. Pero bajo tierra, cuando enseñaba a los niños en la habitación de Benny, o cuando por las noches me apoyaba en la pared después de que Arden se durmiese, imaginaba que me quedaba allí. Necesitaba más tiempo para estar con Caleb y con los pequeños. Varias semanas o meses no me parecían suficientes. Quería más. ¿Y si salía bien? ¿Entonces qué?

Podíamos vivir juntos en el refugio; era una posibilidad. Al menos hasta que Moss hubiese reunido un número suficiente de rebeldes para enfrentarse a los soldados del rey, o hasta que yo lograse recuperar a Pip. Sería peligroso, pero procuraríamos permanecer escondidos. Caleb y yo construiríamos una vida, una vida pequeñita. Juntos.

—No te apartes de mi lado y, si sucede algo, abandonaremos el grupo. —Su mirada siguió las líneas de mi boca hasta que se posó en mis ojos; su aliento llenó mis oídos y, al acercarme, percibí de nuevo el olor a carbón. Estaba muy cerca, y los ojos de color verde claro seguían mirándome, estudiándome. No pude contenerme: uní mi boca a la suya. Una especie de calor se extendió por mi cuerpo hasta la punta de los dedos, mientras nos aproximábamos más y sus labios correspondían a los míos.

De repente me di cuenta de lo que había hecho y, retrocediendo, solté la mano que él retenía y me la llevé a la frente.

—Lo siento. Yo… —Pero me atrajo hacia sí. Apoyé la frente en su mejilla. Sus dedos me acariciaron la cabeza, se hundieron entre mis cabellos, y por fin se posaron en el sensible hueco de la nuca.

—No lo sientas —musitó abrazándome en la penumbra. Enlacé las manos tras su espalda y le acaricié los costados. No nos movimos hasta que oímos ecos de voces en el túnel, llamándonos para ir de saqueo.

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