Eve

Eve


Veintiuno

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Veintiuno

El almacén estaba tranquilo, y la luz que entraba por las ventanas proyectaba sombras en las estanterías, llenas de mantas viejas y material médico. Pasamos la noche allí: los chicos amontonados en el piso de abajo, y Arden en la habitación contigua a la mía.

Me moví incesantemente, di vueltas, la emprendí a porrazos con los edredones y las almohadas llenas de bultos de mi improvisada cama, sin dejar de pensar en Caleb, en nuestra conversación y en su huida al porche. Tras dejar ante el piano a Leif, que me estrechó la mano con agradecimiento, encontré a Arden junto a la piscina. Mientras los chicos se iban rindiendo, abrumados por la acumulación de cerveza y azúcar, Caleb me miraba desde lejos, sin decir nada. Arden me llevó al piso de arriba, cubrió el entarimado del suelo con almohadas y me sugirió que durmiese, pero no pude. No pude en toda la noche.

Pasaron las horas. Fuera solo se oía el viento entre los árboles y de vez en cuando el crujido de una rama. Me cuestioné si me habría equivocado. Tal vez había sido un acto reflejo, como en las revisiones médicas del colegio, cuando mi pierna daba un brinco si la doctora me golpeaba la rodilla con un martillito. Caleb se había referido a mi seguridad; había dicho que yo le importaba. Pero yo grité y lo espanté. ¿Qué habría ocurrido si él hubiese continuado hablando? Estaba recordando todos esos momentos, evocando su imagen, cuando se abrió la puerta y apareció alguien tras los estantes de madera.

—Eve.

—¿Caleb? —repuse incorporándome.

Tropezó, y varias cajas cayeron al suelo. Avanzó a gatas, dobló una esquina y se arrodilló junto a mi cama. Entonces me cogió la mano.

—Sobre lo de antes… —balbuceé, pero el silencio se impuso entre nosotros.

Me estrechó la mano y, de pronto, lo sentí muy cerca de mí, sus labios sobre los míos. Le correspondí, pero no hubo tierna entrega, sino solamente urgencia. Me empujó y me obligó a echar la cabeza hacia atrás. Abrí los ojos, aunque apenas distinguí su cara a la luz de la luna, absorta en la concentración. Pero percibí la aspereza de sus manos en mi piel, y todo se me antojó extraño, terrible… retorcido.

Traté de liberarme y, al moverme, le rocé el grueso moño recogido en la nuca.

—¡No! —chillé apartando la cara—. ¡No! —Pero Leif me empujó de nuevo, se acostó a mi lado en el suelo, y el suelo crujió bajo su peso.

Su boca cubrió mis labios, y saboreé el amargo poso del alcohol de su lengua. Recorrió con las manos mis hombros y mis brazos. Traté de gritar de nuevo, pero su boca cubría la mía. No pude articular ningún sonido.

Peleé. Mis puños chocaron contra su pecho, pero él me atrajo hacia sí. Seguía besándome, y la espesa baba que le salía de la boca se deslizaba por mi barbilla. Me revolví y moví los hombros, intentando huir. Pero, hiciera lo que hiciese, me dominaba y no conseguía desprenderme de su aliento, caliente y rancio, sobre mi piel.

Me habían robado muchas cosas: a mi madre, la casa de tejas azules en la que había dado mis primeros pasos, los lienzos amontonados en las paredes del aula. Pero esto era lo más doloroso de todo: que me arrebatasen totalmente el control.

«Ni siquiera tu cuerpo es tuyo», quería decir Leif a cada urgente embestida.

Las lágrimas brotaron de mis ojos y se me encharcaron en las orejas. Me besó en el cuello mientras sus manos me recorrían todo el cuerpo, y el miedo se apoderó de mí hasta el punto de que no me dejó opción: tenía que entregarme. Me retraje y dejé de mover los pies. Me ahogaba mi propio pánico.

Oí un lejano murmullo de voces.

—¿Qué ocurre? —preguntó alguien—. La he oído gritar.

—La brillante luz de una linterna iluminó primero mis piernas, luego mi rostro bañado en lágrimas y, por último, a Leif, que tenía los ojos entrecerrados.

—Mala bestia —gruñó Caleb, cogiéndolo por los sobacos y arrojándolo contra una estantería. Ante el impacto, las cajas metálicas cayeron y se desperdigaron por el suelo cientos de fósforos.

Aaron y Michael aparecieron en la puerta, y sus linternas iluminaron la oscuridad. Leif se puso en pie con dificultades, arremetió y estampó un hombro en las costillas de Caleb, que hizo un gesto de dolor al tiempo que empujaba a su atacante contra la pared.

—¡Basta, Leif! —gritó, pero este le propinó un puñetazo en la barbilla. Yo me refugié en un rincón de la habitación, encogida, sintiéndome atrapada.

Leif se tambaleó, atontado por el alcohol, y farfulló:

—Venga, siempre has querido mandar. —Mechones de negros cabellos le cubrían el rostro, y me pregunté si habría dormido algo o si habría dedicado el tiempo a trasegar las últimas latas de cerveza—. Así que ahora eres el jefe; haz lo que te plazca.

Señaló la puerta con violencia, donde, deseosos de saber qué ocurría, se apretujaban los restantes chicos a los que el alboroto había despertado. Kevin se recolocó sus gafas rotas, como si quisiera cerciorarse de lo que estaba viendo.

Leif, con los brazos en jarras, dio vueltas alrededor de Caleb. La persona que se había sentado a mi lado en el taburete del piano, disfrutando con la música, ya no existía. Algo se había apoderado de él, algo aterrador y primitivo.

—Venga —repitió acercando la cara a la de su oponente—. Ahora tienes ocasión de convertirte en un hombre.

Caleb se abalanzó sobre él. Con un veloz movimiento le agarró el brazo, se lo retorció y lo tumbó al suelo. Leif cayó como un peso muerto y, al golpearse la mejilla contra el entarimado, sonó un horrible ¡crac! Un charco de sangre se esparció por debajo de su cara y, a pesar de la oscuridad, vi que tenía un labio roto.

—Ella quería estar conmigo. —Escupía sangre al hablar, cubriendo el suelo de gotas sanguinolentas—. ¿Por qué crees que se sentó a mi lado hace un rato? ¿Por qué piensas que hablaba conmigo? Me quería a mí. A mí, no a ti. —Había una mezcla de certidumbre y rabia en su voz. Me escabullí todavía más y me acurruqué contra la pared, temiéndolo incluso en aquel momento, en que era un cuerpo sin fuerzas tirado en el suelo.

Caleb me miró, contrayendo el rostro ante la confusión, e inquirió:

—¿Es eso cierto?

Me temblaban violentamente las manos y no pude reprimir un mar de lágrimas. Lo que Leif había hecho era horrible. Y sin embargo… me había sentado junto a él al piano y había tocado una canción; había permitido que su hombro rozase el mío mientras me hablaba de su familia, y consentido que me cogiese la mano. ¿Acaso le había ofrecido una invitación tácita, o mi amabilidad se había confundido con otra cosa?

—No lo sé —respondí cubriéndome la boca con la mano.

—¿Cómo que no lo sabes? —insistió Caleb. Estrujó el brazo de Leif, aplastándolo contra el suelo, y me lanzó una mirada fulminante; la delicadeza que tanto me gustaba le había desaparecido del rostro. Deseaba que se callase, que mirase hacia otro lado, que me diese un momento de respiro.

No obstante, continuaba sin apartar la vista de mí, esperando una respuesta. Sollocé, pero me ahogaba a consecuencia del incontenible llanto.

—¡Eve! ¿Qué ha ocurrido? ¿Estás bien? —Arden se abrió paso entre el grupo de chicos y se me aproximó corriendo. Me levantó del suelo, sujetándome por un pequeño roto del jersey—. Oí ruidos y… —Se calló al ver la expresión de Caleb. Movió la cabeza de un lado para otro de forma casi imperceptible, con un gesto que equivalía a un rotundo «no».

Caleb se puso en pie, dejando a Leif en el suelo sobre el negruzco charco de sangre, se abrió paso entre Michael y Aaron y bajó la escalera sin mirar atrás.

—¡Caleb! —chillé calmándome ante su repentina marcha. Todos los presentes se apartaron para dejarme pasar y fui tras él, pero cuando llegué abajo, lo único que encontré fue el aire viciado de siempre y el crujido de los desperdicios al caminar. El almacén estaba a oscuras, de modo que fui a tientas, buscando la salida—. ¡Caleb! —lo llamé de nuevo.

Por fin distinguí los magníficos árboles que se veían desde la entrada principal. Ahí mismo, en el claro, Caleb estaba montando a Lila, que era una oscura silueta bajo el cielo tachonado de estrellas.

—¡No te vayas, por favor! —grité, y salí afuera. Pero él, manejando las riendas, ya estaba haciendo girar a su montura.

Clavada en el suelo, me quedé observándolo y no me di cuenta de que Arden estaba a mi lado, ni oí las voces de Kevin y Michael que lo llamaban desde la ventana de arriba pidiéndole que regresara.

La tristeza me invadió, mientras Caleb cabalgaba por los bosques y se convertía en un puntito en el horizonte, hasta que la oscuridad lo engulló por completo.

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