Eve

Eve


Uno

Página 4 de 39

Uno

Cuando se puso el sol sobre el muro de quince metros de altura que rodeaba el colegio, el jardín estaba atestado de alumnas de segundo de bachillerato. Las más pequeñas, asomadas a las ventanas de los dormitorios, agitaban sus nuevas banderas americanas entre cantos y bailes. Cogí a Pip por el brazo y la hice girar cuando la orquesta tocó una pieza más rápida; su risa, breve y entrecortada, superó el sonido de la música.

Era la noche previa a nuestra graduación y la estábamos celebrando. Habíamos pasado gran parte de la vida muros adentro del recinto, sin haber conocido el bosque que había al otro lado, y aquella era la fiesta más grande que se nos había ofrecido. Frente al lago se instaló una orquesta, formada por un grupo de chicas de primero de bachillerato que se habían ofrecido voluntarias, y las guardianas encendieron antorchas para espantar a los halcones. Sobre una mesa esperaban mis platos favoritos: pierna de ciervo, jabalí asado, ciruelas confitadas y fuentes llenas de frutas silvestres.

La directora Burns, una mujer fofa con cara de perro de presa, encabezaba la mesa y animaba a todo el mundo a comer.

—¡Vamos, vamos, comed! Que no sobre nada. ¡Quiero que mis niñas se pongan como cerditos cebados! —Las carnes de sus brazos oscilaban mientras señalaba la comida.

La música cambió a un ritmo más lento, y apreté a Pip contra mí para bailar un vals.

—Creo que eres un tipo estupendo —dijo, mientras nos deslizábamos hacia el lago. Los pelirrojos cabellos le cubrían la sudorosa cara.

—Soy guapo, sí. —Me eché a reír y fruncí el entrecejo para simular hombría. Era una broma del colegio, porque llevábamos una década sin ver a un hombre o a un chico, excepto las fotos del rey que había expuestas en el vestíbulo principal. Pedíamos a nuestras profesoras que nos hablasen de la época anterior a la epidemia, cuando chicos y chicas iban juntos al colegio, pero se limitaban a decirnos que el nuevo sistema nos protegía. Los hombres eran manipuladores, perversos y peligrosos. La única excepción era el rey; solo a él se le podía obedecer y creer.

—Eve, ya es hora —dijo la profesora Florence, que estaba ante el lago sosteniendo una medalla de oro entre sus ajadas y envejecidas manos. El uniforme que vestía, propio de las maestras (camisa roja y pantalones azules), era demasiado holgado para su menudo cuerpo—. ¡Venid, chicas!

La orquesta dejó de tocar, y los ruidos del bosque inundaron el espacio. Palpé el silbato de metal que llevaba alrededor del cuello, agradecida de tenerlo por si algún bicho saltaba el muro del recinto. A pesar de los años vividos en el colegio, jamás me acostumbraría al ruido de las peleas de perros, el ¡ra-ta-ta-ta!, ¡ra-ta-ta-ta! de las ametralladoras y a los horribles aullidos de los ciervos cuando los devoraban vivos.

La directora Burns se aproximó renqueando a la profesora Florence y le cogió la medalla que le ofrecía.

—¡Vamos a empezar! —gritó, y las cuarenta chicas de segundo curso formaron una fila. Ruby, nuestra mejor amiga, se puso de puntillas para ver mejor—. Todas habéis trabajado mucho durante vuestra estancia en el colegio, pero tal vez nadie se haya esforzado tanto como Eve. —Se volvió hacia mí mientras hablaba. La piel del rostro, arrugada y fláccida, le pendía formando leves colgajos—. Ella ha demostrado ser una de las mejores y más brillantes alumnas que hemos tenido. Así que, por el poder que me otorga el rey de la Nueva América, te concedo la medalla al mérito.

Las compañeras aplaudieron cuando la directora depositó la fría condecoración en mis manos y, por si faltaba algo, Pip se llevó los dedos a los labios y soltó un estridente silbido.

—Gracias —dije en voz baja, mirando hacia el extenso lago que como un foso se extendía de un extremo a otro del muro, y mis ojos se posaron en el enorme edificio sin ventanas del fondo. Al día siguiente, después de pronunciar mi discurso de despedida ante todo el colegio, las guardianas tenderían un puente, y las graduadas me seguirían en fila india para atravesarlo. En aquella gigantesca construcción aprenderíamos una profesión. Había dedicado muchos años a estudiar, a perfeccionar el latín, la redacción y el dibujo; había pasado horas al piano, interpretando a Mozart y a Beethoven, siempre con aquel edificio presente en la distancia: el objetivo final.

Sophia, la primera de la clase de hacía tres años, había leído en el mismo podio un discurso sobre nuestra gran responsabilidad como futuras líderes de la Nueva América. Quería ser médico para evitar más epidemias. Seguro que en aquellos momentos estaba ya salvando vidas en la capital del rey, la Ciudad de Arena. Se decía que el monarca la había construido en un desierto, donde antes no había absolutamente nada. Me moría de ganas de estar allí. Yo quería ser artista, pintar retratos como Frida Kahlo o paisajes de ensueño como Magritte, cubrir de frescos las grandes murallas de la ciudad…

La profesora Florence me apoyó una mano en la espalda, y me dijo:

—Representas a la Nueva América, Eve: inteligencia, tesón y belleza. Estamos muy orgullosas de ti.

La orquesta inició entonces una canción muy alegre, y Ruby cantó la letra a voz en grito. Las otras chicas se rieron y se pusieron a bailar, dando vueltas y vueltas hasta marearse.

—Vamos, comed un poco más. —La directora Burns empujó hacia la mesa a Violet, una chica bajita de ojos negros y almendrados.

—¿Qué ocurre? —preguntó Pip, acercándose y cogiéndome la medalla para verla mejor.

—Ya conoces a la directora —respondí, dispuesta a recordarle que nuestra profesora de más edad tenía setenta y cinco años, padecía artrosis y había perdido a toda su familia en la epidemia, doce años atrás. Pero Pip negó con la cabeza.

—No me refiero a la directora, sino a ella.

Arden era la única alumna de segundo que no participaba en la fiesta. Estaba apoyada en la pared de la residencia, con los brazos cruzados. Seguía siendo hermosa a pesar del entrecejo fruncido y del poco favorecedor jersey gris, en cuya parte delantera lucía el emblema de la monarquía de la Nueva América. La mayoría de alumnas llevaban el pelo largo, pero ella había sacrificado su negra melena por un corte a lo paje que confería a su blanca piel un aspecto aún más claro. Sus ojos de color avellana tenían motitas doradas.

—Está tramando algo, lo sé —le dije a Pip sin apartar la vista de Arden—. Siempre lo hace.

Mi amiga acarició la lisa medalla y susurró:

—La han visto nadando en el lago.

—¿Nadando? Lo dudo. —En el colegio nadie sabía nadar; no nos habían enseñado.

—En su caso todo es posible —opinó Pip, encogiéndose de hombros.

Las alumnas de segundo, en su mayor parte, habían entrado en el colegio a los cinco años, después de la epidemia, pero Arden había llegado a los ocho, y por lo tanto siempre había sido distinta. Sus padres la enviaron aquí mientras hacían fortuna en la Ciudad de Arena, y a ella le encantaba recordar a las chicas que, a diferencia de las demás, no era huérfana. Cuando acabase de estudiar, se iría a vivir sin dar golpe a la nueva casa de sus padres. No tendría que trabajar nunca.

Según Pip, ese detalle explicaba su conducta: como tenía padres, le daba igual que la expulsasen. Su rebeldía solía manifestarse en travesuras inofensivas: higos podridos en la avena del desayuno, o un ratón muerto en el lavabo y, para completar la faena, un cúmulo de pasta de dientes encima. Pero a veces era mala, incluso cruel. En una ocasión le cortó a Ruby la larga coleta negra para burlarse del aprobado que le dieron en el examen de «Peligros a causa de chicos y hombres».

Sin embargo, Arden llevaba unos meses muy tranquila. Era la última en sentarse a comer, la primera en levantarse y siempre estaba sola. Crecían mis sospechas de que reservaba la peor diablura para la graduación de mañana.

A todo esto, ella se dio la vuelta de pronto y se fue corriendo hacia el comedor, levantando nubes de polvo. La miré con suspicacia. No me apetecía nada que hubiese sorpresas en la ceremonia; bastante agobiada estaba ya con mi discurso. Decían que el propio rey iba a asistir por primera vez en la historia del colegio. Yo sabía que era un rumor difundido por la exagerada de Maxine, pero aun así se trataba de un día importante, el más importante de nuestras vidas.

—Directora Burns, ¿por favor, me permite ausentarme? —pedí—. He olvidado las vitaminas en la residencia. —Rebusqué en los bolsillos de mi uniforme, poniendo cara de frustración.

La directora estaba junto a la mesa de la comida.

—¿Cuántas veces tendré que recordaros que las metáis en la cartera? Vete, pero no te entretengas —advirtió mientras acariciaba el hocico del jabalí asado, cuya cabeza estaba chamuscada.

—Sí, sí —afirmé intentando localizar a Arden, que ya había sobrepasado el comedor—. Así lo haré, señora directora. —Y eché a correr, después de prometer a Pip que regresaría enseguida.

Doblé la esquina y me dirigí a la entrada principal del recinto. En ese momento Arden se agachaba junto al edificio y se metía bajo un arbusto. Se quitó el uniforme por la cabeza y se puso un jersey negro; la piel, blanca como la leche, le relucía bajo el sol del atardecer.

Me acerqué a paso enérgico mientras se estaba calzando las botas, las mismas de cuero negro que usaban las guardianas.

—No sé qué estás planeando, pero olvídalo —declaré, satisfecha cuando la vi erguirse al oír mi voz.

Tras una breve pausa, se ató las botas con fuerza, como si quisiera estrangularse los tobillos. Al cabo de un minuto de silencio dijo con serenidad, pero sin alzar la vista:

—Por favor, Eve, márchate.

Me arrodillé junto al edificio, levantándome la falda para no mancharla.

—Sé que te traes algo entre manos. Te han visto en el lago. —Ella movía las manos con rapidez, sin apartar los ojos de las botas atándose los cordones con nudos dobles. Había una mochila en una zanja, debajo del arbusto, en la que metió su uniforme gris—. ¿Dónde has robado ese uniforme de guardiana?

Fingió no haberme oído y miró algo a través de un hueco en la maleza. Seguí su mirada hasta la verja del recinto, que se estaba abriendo lentamente. Acababa de llegar un todoterreno verde y negro del gobierno que transportaba la comida para la ceremonia del día siguiente.

—Esto no tiene nada que ver contigo, Eve —dijo al fin.

—¿De qué se trata, entonces? ¿Vas a hacerte pasar por guardiana? —Busqué el silbato que colgaba de mi cuello. Nunca la había denunciado, ni jamás le había ido con cuentos a la directora, pero la ceremonia era demasiado importante para mí, para todo el mundo—. Lo siento, Arden, pero no puedo permitir.

Antes de que el silbato me rozase los labios, me arrancó la cadena del cuello y la tiró al suelo. Con un movimiento veloz, me empujó contra la pared del edificio. Tenía los ojos húmedos e inyectados en sangre.

—Escúchame bien —murmuró muy despacio, presionando el brazo contra mi cuello de tal forma que casi no me dejaba respirar—. Voy a salir de aquí dentro de un minuto. Si sabes lo que te conviene, volverás a la fiesta y harás como si no hubieses visto nada.

A seis metros de distancia, varias guardianas descargaban el vehículo y transportaban cajas al interior del colegio, mientras otras apuntaban hacia el bosque con sus metralletas.

—Pero no hay ningún lugar al que ir… —resollé.

—¡Espabila! —me espetó—. ¿Crees que vas a aprender una profesión? —Señaló el edificio de ladrillo al otro lado del lago. Apenas se veía en la penumbra—. ¿Ni siquiera te has preguntado por qué las graduadas no salen nunca, ni por qué hay una puerta aparte para ellas? ¿De verdad crees que vas a aprender a pintar? —Dicho esto, por fin me liberó.

Me froté el cuello. Me escocía la piel donde se había roto la cadena.

—Pues claro que sí —respondí—. ¿Qué vamos a hacer, si no?

Arden hizo una mueca imitando una carcajada y se echó la mochila al hombro; se me acercó, y percibí el olor a carne de jabalí con especias de su aliento cuando replicó:

—El noventa y ocho por ciento de la población ha muerto, Eve. No hay gente. ¿Cómo crees que va a continuar el mundo? No necesitan artistas —susurró—. Necesitan niños: los niños más sanos que consigan encontrar… o procrear.

—¿De qué hablas? —Arden se levantó sin apartar la vista del vehículo, cuya parte de atrás una guardiana estaba cubriendo con una lona; después se acomodó en el asiento del conductor.

—¿Por qué crees que les preocupa tanto nuestra altura, nuestro peso, lo que comemos y lo que bebemos? —Se sacudió la tierra del mono negro y me miró por última vez. Tenía las ojeras hinchadas, y venas moradas le sobresalían bajo la fina piel blanca—. Las he visto, he visto a las chicas que se graduaron antes que nosotras. Y no pienso acabar en la misma cama de hospital, dando a luz a una criatura tras otra durante los veinte años siguientes de mi vida.

Retrocedí, dando un traspié, como si me hubiese abofeteado.

—Mientes —protesté—. Estás equivocada.

Pero Arden se limitó a negar con la cabeza. Luego, cubriéndose los cabellos con un gorro negro, corrió hacia el vehículo. Antes de acercarse, esperó a que las guardianas de la verja se dieran la vuelta.

—¡Una más! —gritó y, saltando sobre el parachoques trasero, se introdujo en la plataforma cubierta del todoterreno.

La camioneta arrancó, dando tumbos por la carretera de tierra, y desapareció en la oscuridad del bosque. La verja se cerró poco a poco tras ella. Oí el ruido de la cerradura sin dar crédito a lo que acababa de ver. Arden se había marchado del colegio. Había huido. Había traspasado el muro, iba hacia lo desconocido, sin nada ni nadie que la protegiese.

No creí lo que me dijo; no podía creerlo. Tal vez regresaría poco después en el mismo todoterreno. A lo mejor era su travesura más demencial. Pero cuando contemplé el edificio sin ventanas del otro extremo del recinto, me temblaban las manos, y a mi boca afluyó un amargo vómito de frutas silvestres. Vomité allí mismo, sobre la tierra, mientras una idea me obsesionaba: ¿Y si Arden tenía razón?

Ir a la siguiente página

Report Page