Eve

Eve


Cinco

Página 8 de 39

Cinco

Al octavo día me dolían las piernas y tenía la garganta abrasada. Caminaba lentamente entre la espesa maleza que flanqueaba la carretera, apartando el follaje con la rama de un árbol que utilizaba como bastón. Traté de convencerme de que llegaría a Califia, diciéndome a mí misma que pronto estaría a salvo y que mientras permaneciese entre los arbustos, donde nadie podía verme, las bandas no me encontrarían. Pero ya hacía días que mi botella de agua se había agotado, la fatiga me vencía y tan pronto sudaba como temblaba de frío.

Anduve hacia el oeste, como me había dicho la profesora Florence, en dirección al sol poniente. Por la noche, cuando la temperatura bajaba, dormía en armarios de casas abandonadas o en garajes, junto a los armazones de coches viejos. Si encontraba un lugar que me parecía seguro, me quedaba allí cierto tiempo, comiendo las manzanas que la profesora me había dado y pensando en el colegio. No lograba apartar aquella noche de mi mente, ni dejar de preguntarme si podría haber sido todo distinto, y si podría haber salvado también a Pip. Tal vez hubiese debido arriesgarme. Quizá habría sido mejor despertarla. Al menos debería haberlo intentado. Se me encogía el corazón al imaginarla atada a una cama, sola y asustada, preguntándose por qué la había abandonado.

No tardé mucho en quedarme sin comida. Las alacenas de las casas estaban vacías, pues las habían saqueado los supervivientes después de la epidemia. Traté de coger moras, pero unos cuantos puñados no bastaban para aplacar los ardores de mi estómago. Así que me debilité: cada vez caminaba más y más despacio, hasta que apenas andaba un kilómetro sin detenerme a descansar. Me sentaba al pie de los árboles, apoyada en sus retorcidas raíces, y contemplaba los ciervos que brincaban entre la crecida hierba.

A veces, poco antes de ponerse el sol, sacaba mis cosas de la mochila para contemplarlas. Siempre buscaba la pulsera, tan pequeña que apenas me encajaba en tres dedos.

Yo era huérfana, como todas las alumnas del colegio, adonde había llegado después de que mi madre se contagiase de la epidemia. No conocí a mi padre. Aquellos objetos eran lo único que guardaba de mi pasado, aparte de algunos recuerdos —más bien, sentimientos— de mi madre desenredándome el pelo mojado o el olor de su perfume cuando me acunaba. En cierta ocasión leí curiosidades sobre personas a las que les habían amputado algún miembro: seguían doliéndoles los brazos o las piernas que ya no tenían; los llamaban miembros fantasmas. Siempre me pareció la mejor forma de describir mis sentimientos sobre mi madre, que se había convertido en el dolor por algo que una vez tuve y que lo perdí.

Continué mi camino, apoyándome cada vez más en el bastón. A lo lejos divisé una minúscula piscina de plástico llena de agua de lluvia, un brillante oasis de color turquesa rodeado de malas hierbas. Parpadeé, preguntándome si sería una alucinación provocada por el calor. Corrí hacia ella, me arrojé al suelo y mis labios rozaron el agua fría. Me cuestioné fugazmente cuánto tiempo llevaría allí el agua y si sería apta para el consumo, pero mi reseca boca la agradeció tanto que bebí sin parar hasta que llené el estómago a reventar. Cuando me aparté, vi un reflejo en la superficie del agua: a escasos metros había una casa, y una luz en su interior.

Me quedé mirando el resplandor que emitía la luz, mientras el sol besaba las copas de los árboles. No sabía quién habitaba aquella casa ni si me ayudarían, pero tenía que averiguarlo.

En el jardín había un parque infantil de madera muy deteriorado. Las enredaderas envolvían la oxidada cadena del columpio, y lo inclinaban hacia el suelo. Me deslicé bajo el tobogán roto, me acerqué a una ventana entreabierta y observé el interior. La salita era pequeña: solo distinguía un sillón desvencijado y varias fotografías arrugadas en la pared. También vi una figura encapuchada cocinando en cuclillas ante una chimenea.

El humo llegaba hasta el techo y salía hacia el exterior, seduciendo mi olfato con la promesa de una buena comida. La figura cogió una pata de conejo y la devoró hasta el hueso, y a mí se me hizo la boca agua imaginando lo rico que debía saber.

Ya había visto descarriados antes, vagando fuera del muro del colegio, en la zona que se divisaba desde la ventana de la biblioteca. Esas personas no pertenecían a ninguna banda ni al régimen del rey, sino que eran seres marginados que vivían en estado salvaje. Nos habían dicho que eran peligrosos, pero el que tenía ante la vista era una esbelta figura de mujer que aplacó mis temores.

—¡Hola! —grité por la ventana—. ¡Ayúdeme, por favor!

La figura se enderezó de un salto y retrocedió hasta la pared, esgrimiendo un cuchillo.

—¡Ponte bajo la luz! —La capucha era grande y le cubría la cara, pero el resplandor del fuego permitía que se le vieran los delicados labios, impregnados de grasa de carne.

—De acuerdo, de acuerdo —dije alzando las manos. Al empujar la ventana, los goznes se rompieron, y por poco no se estrelló contra el suelo. Al fin entré y extendí las manos para que la figura encapuchada las viese—. Me he quedado sin comida.

Siguió apuntándome con el cuchillo. Vestía un uniforme de campaña verde oscuro, como el de los trabajadores del gobierno, y una sudadera negra con capucha demasiado grande. No le vi los ojos.

Cuando bajé las manos, reparé en una mochila abierta que contenía un uniforme del colegio. Los colores rojo y azul del escudo de la Nueva América me deslumbraron. Retrocedí y entonces reparé en las negras botas de combate, la elevada estatura, la graciosa marca sobre el labio de aquella persona.

—¡Arden!

Se quitó la capucha. Los cortos cabellos negros estaban apelmazados por la suciedad y tenía la pálida piel quemada por el sol, tanto que se le había pelado el caballete de la nariz.

La abracé con fuerza, como si fuese lo único que me sostenía en pie, y respiré a fondo, sin importarme que ambas oliésemos a ropa sudada.

Arden estaba allí. Viva. Conmigo.

—¿Qué diablos haces? —preguntó apartándome—. ¿Cómo has llegado aquí? —La ira le deformaba el rostro y, de pronto, recordé que me odiaba.

Me senté en el suelo, aturdida.

—Me he escapado. Tenías razón. Yo también vi a las chicas en la sala de cemento. —Arden iba de un lado a otro, ante la chimenea, sin soltar el cuchillo—. Seguí la señal que indicaba ochenta. —Me callé al darme cuenta de que ella, seguramente, había hecho lo mismo, pero añadí—: Califia debe de estar a una semana de camino; no tardaremos en encontrar el puente rojo.

Arden golpeaba la hoja del cuchillo contra la pierna al caminar.

—No puedes quedarte conmigo. No puedo permitirlo; lo siento, pero tendrás que.

—No, no. —Pensé en las ratas gigantescas que correteaban sobre mis piernas por las noches, en mis desafortunados intentos de cazar conejos—. No puedes hacer eso, Arden. Tú no me abandonarías.

Rascó el ladrillo de la chimenea con el cuchillo, produciendo un sonido chirriante que me estremeció.

—Esto no es un juego, Eve, ni son unas breves vacaciones del colegio. —Señaló la ventana—. Ahí fuera hay hombres, perros y montones de animales salvajes, y todos quieren matarnos. No serás capaz de soportarlo. Yo… yo no puedo arriesgarme. Es mejor que vayas sola.

Me apoyé en las temblorosas manos, hundiendo las palmas en la mohosa alfombra mientras asimilaba la crueldad de mi compañera. Aunque me hubiese encontrado a una estudiante de primero en la selva que tuviera la pierna partida por la mitad, no la habría abandonado… no habría podido hacerlo, porque habría equivalido a una sentencia de muerte.

—Ya sé que no es un juego. Por eso debemos continuar juntas. —Yo necesitaba a Arden, pero no lograría convencerla de que ella me necesitaba a mí. No obstante, intenté recurrir a alguna idea y apelar a su faceta más fría y calculadora—. Puedo ayudarte.

Se dejó caer en el viejo sillón, de cuyo cojín roto sobresalían muelles retorcidos y llenos de herrumbre.

—¿Cómo? —Se quitó un escarabajo muerto del enmarañado pelo y lo arrojó al fuego. Reventó con un ruido sordo.

—Soy inteligente. Entiendo de mapas y brújulas. Y te vendrá bien disponer de otra persona para hacer guardia.

—No hay mapas ni brújulas, Eve —resopló—. Y tu inteligencia es de manual —puntualizó alzando un dedo—. Eso aquí no vale nada. ¿Sabes pescar? ¿Sabes cazar? ¿Matarías a alguien si se tratase de mi vida o de la de otros?

Tragué saliva; la respuesta era «no». Claro que no. Jamás había matado ni a una oruga. Me chivaba a la profesora de las chicas que torturaban a esos bichos por el puro placer de ver cómo se retorcían. Pero quería demostrar a Arden que todos aquellos años que había pasado en la biblioteca, mientras ella jugaba al lanzamiento de herraduras en el jardín, habían valido realmente la pena.

—La directora me concedió la medalla de aplicación.

Ella echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—¡Qué graciosa eres! Pero estoy muy bien sola. Sin embargo, tú.

Bajé la vista, mirándome como me miraba ella: una rama me había desgarrado el jersey del uniforme; tenía las manos impregnadas de sangre seca y los brazos desnudos, a pesar de que hacía frío. Me sentía débil, nunca me había sentido así en el colegio, sin comida, ni agua, ni la menor perspectiva de sustento. Las lágrimas empezaron a inundar mis ojos.

—No lo entiendes. Tienes padres, un lugar al que ir. No sabes lo que es estar sola.

Hundí la cara entre las manos y sollocé. No quería pudrirme sola en el bosque. No quería morir de hambre ni quería que me capturase un hombre. ¡No quería morir!

Pasó un rato hasta que me di cuenta de que Arden se había levantado del sillón y estaba asando otro trozo de conejo.

—Deja de comportarte como una cría —dijo dándome la carne insertada en un palo. La devoré, sin importarme que la grasa me empapase las manos y me resbalase por la barbilla, olvidando por una vez los buenos modales—. No puedo perder más tiempo. Seguramente, mis padres ya se habrán enterado de que he abandonado el colegio… y tal vez me estén buscando —añadió ella cuando acabé de comer.

Estuve a punto de poner los ojos en blanco, pero me controlé. Incluso entonces, en medio de la nada, seguía presumiendo de padres. Acabaría hablando de la casa de cuatro pisos en la que vivían y de que dormía en una cama de matrimonio desde su más tierna infancia; de lo duro que había sido para ella despedirse de todo aquello, aunque solo fuese durante unos años. Echaba de menos las criadas, las cenas en platos de porcelana, a sus padres que la llevaban al teatro y dejaban que apoyara el mentón en la barandilla del palco para ver mejor el escenario.

—Esta noche puedes quedarte. Luego ya veremos —concedió lanzándome una mugrienta manta gris.

Me eché la manta sobre los hombros, mientras el fuego se consumía y dejaba un montón de cenizas humeantes.

—Gracias.

—De nada. —Se arrebujó en el sillón con varios edredones que la envolvían como un gigantesco nido de pájaros—. La encontré sobre un esqueleto a unos kilómetros de aquí. —Soltó una carcajada.

Me quité la manta con asco y apoyé la espalda en un rincón. No me importaba que me castañeteasen los dientes de frío, como la noche anterior.

El claro de luna me permitió ver fotografías en la pared: una familia joven posaba delante de la casa. Sonreían, entrelazando los brazos, tan ignorantes de su futuro como yo del mío.

Ir a la siguiente página

Report Page