Eve

Eve


Siete

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Siete

Pasamos mucho tiempo sin hablar. Cuando por fin dejamos atrás el peligro, retrocedí en la grupa del caballo, apartándome todo lo posible del chico. Pertenecía a una especie extraña, medio salvaje. No era un tipo sofisticado como los que poblaban las páginas de El gran Gatsby. Pero tampoco se parecía a los hombres violentos que había visto en mi primer día de libertad. Al menos me había salvado la vida, aunque confiaba en que no fuese por motivos inconfesables.

Llevaba unos pantalones manchados y rotos en las rodillas, y los cabellos, enroscados en rastas, le llegaban hasta los hombros. A diferencia de los bandidos, no usaba pistola, lo cual no me consolaba gran cosa, pues era tan corpulento y musculoso como ellos. Yo no sabía qué perversos pensamientos albergaba hacia mí, una chica a la que había encontrado sola en el bosque, así que empecé por despegarme la camiseta de los pechos.

—No sé qué piensas hacer, pero no podrás —dije poniéndome muy tiesa para parecer más alta. Por el rabillo del ojo vi tres conejos muertos colgados del cuello del caballo; tenían las patas atadas con cáñamo.

Él giró la cabeza para mirarme y sonrió. A pesar de su deficiente higiene, tenía unos dientes rectos y blancos.

—¿Y qué es lo que pienso hacer? La verdad es que me encantaría saberlo.

Cabalgábamos al trote por una autopista, cuyos quitamiedos metálicos apenas se veían bajo la maleza. A lo lejos había un puente medio derruido.

—Seguro que quieres tener relaciones sexuales conmigo —respondí con toda naturalidad.

El chico se rio, soltando una carcajada grave y rotunda, mientras daba palmaditas al cuello del caballo.

—¿Quiero tener relaciones sexuales contigo? —repitió, como si no hubiese oído bien.

—Pues sí —afirmé en voz alta—. Y para que lo sepas, no lo permitiré. Ni aunque. —Busqué la metáfora adecuada.

—¿… fuese el último hombre sobre la faz de la Tierra? —Contempló el vasto paisaje despoblado y esbozó una sonrisa malévola. Sus ojos eran de color verde uva.

—Eso mismo —asentí. Me consoló que como mínimo hablase y supiese utilizar bien las palabras. No tendría tantos problemas para comunicarme como había imaginado.

—Me alegro —repuso—. Porque no tengo la menor intención de acostarme contigo. No eres mi tipo.

Me reí, hasta que me di cuenta de que el chico no bromeaba. Mantenía la vista fija al frente mientras guiaba al caballo fuera de la autopista y lo conducía hacia una calle cubierta de musgo, azuzándolo para que no tropezase en los hoyos de la calzada.

—¿A qué te refieres con eso de que no soy tu tipo? —quise saber.

La epidemia había matado a muchas más mujeres que hombres. Yo era una de las pocas féminas que quedaban en la Nueva América, una chica educada y presentable, y por lo tanto siempre supuse que sería el tipo de cualquier hombre.

El chico me echó un vistazo y se encogió de hombros.

—¡Psss! —murmuró.

Cómo que psss. Una chica tan inteligente y trabajadora como yo. Me habían dicho que era guapa. ¡Era Eve, la más lista del colegio! ¿Y no se le ocurría decir más que «psss»?

Le observé un ligero movimiento de hombros, y al esforzarme en mirarle a la cara, me di cuenta, por primera vez, de que me estaba tomando el pelo: bromeaba.

—Te crees muy gracioso, ¿verdad? —le espeté desviando la cabeza para que no viese lo colorada que me había puesto.

Tiró de las riendas y guio al caballo por el puente en dirección al sol poniente. Como ya era el atardecer, el cielo adquirió el tono azulón de los hematomas; había nubes grises y a lo lejos se oía el estruendo de una tormenta.

—Será mejor que me lleves adonde me encontraste. Mi… gigantesco amigo me está esperando. Es terrorífico y… muy sanguinario —añadí repitiendo el término que había oído decir a los bandidos.

El chico respondió en tono burlón:

—Te estoy llevando allí.

—Bueno sí, ya lo sé —afirmé mirando alrededor. No tenía claro dónde estábamos. Aún no habíamos llegado al WAL MA T, y la carretera no se veía por ningún lado. A la izquierda se erguían dos postes amarillentos que señalaban un antiguo campo de fútbol en el que crecían los tronchos de maíz.

—¿Hay algo que no sepas? —me preguntó volviéndose y esbozando otra sonrisa. Desvié la mirada y fingí que no le veía el hoyuelo de la mejilla derecha ni el brillo de los ojos, como si estuviese iluminado por dentro. La profesora Agnes lo denominaba «la ilusión de la intimidad». ¿Sería aquello?

Permanecimos en silencio un rato, escuchando la tormenta distante, hasta que llegamos al pueblo donde había visto a Arden por última vez. Reconocí un maltrecho columpio hecho con un neumático, que tenía la goma agrietada. Una gata salvaje, de abultado vientre, vagaba por la calle.

El chico se quedó mirando un jardín cubierto de maleza y señaló una figura diminuta, oculta tras el follaje.

—¿Es ese tu «gigantesco amigo»?

Arden salió poco a poco de su escondite. Tenía las rodilleras del pantalón mojadas y manchadas de barro, como si hubiese estado gateando por el suelo.

Me bajé del caballo, esperando que ella me interrogase, pero estaba demasiado absorta observando al chico para reparar en mi presencia. Nos quedamos los tres callados un instante; solamente se oía el sonoro resuello del caballo. Arden acarició el cuchillo con la mano.

El chico hizo un gesto negativo con la cabeza, y dijo:

—¿También tú eres paranoica? A ver si acierto: acabáis de abandonar el colegio, ¿verdad? —Desmontó con gran agilidad. El cielo retumbó, y el muchacho acarició el cuello del caballo para tranquilizarlo—. Chisss, Lila —susurró.

—¿Y tú qué sabes del colegio? —preguntó Arden.

—Más de lo que tú crees. Me llamo Caleb —respondió tendiendo la mano para saludarla; ella se quedó inmóvil, observando la mugre acumulada bajo las uñas y entre los nudillos del chico. Luego relajó los hombros poco a poco y apartó la mano del cuchillo. Mi mirada iba de uno a otro sin parar.

La había impresionado.

—Arden… —susurré esperando que no tocase al chico. Ella reparó en un tatuaje que él tenía en el hombro: un círculo con el emblema de la Nueva América—. Arden, vamos a hacer la cena. —Me daba cuenta de que aquella repentina presencia masculina era tan sorprendente para ella como para mí, pero no podíamos continuar allí, a escasos centímetros de él. En peligro. Empecé a caminar y le hice señas para que me siguiese, pero no se movió.

—No he cazado nada —dijo, y se apartó de Caleb. Dio una ojeada a los tres conejos que colgaban del cuello del caballo. A continuación abrió la bolsa que llevaba colgada de la cintura y enseñó el interior: estaba vacío.

Las nubes tormentosas se acercaban. Un trueno estremeció el aire. Di una patada a una piedra del camino: ojalá hubiese cogido una de las latas con las que jugueteaba el osezno. Teníamos en perspectiva otra noche helada y lluviosa, sin nada que comer.

Caleb montó de nuevo y dijo:

—En mi campamento hay mucha comida si os apetece venir.

Me reí de semejante invitación, pero mi compañera clavó la vista en mí, y luego en Caleb y en los conejos.

—No… —murmuré entre dientes. La cogí por el brazo, para apartarla del caballo, pero ella tenía los pies clavados en el suelo.

—¿Qué clase de comida? —preguntó ella.

—De todo: jabalíes, conejos, frutas del bosque. Hace poco maté un ciervo. —Señaló el horizonte gris, extendiendo la mano hacia un lugar invisible—. Está a menos de una hora a caballo.

Continué retrocediendo, paso a paso. Pero Arden, con la cabeza inclinada, intentaba deshacer un enredo de sus cortos cabellos negros. Cuando la agarré, se puso tensa.

—¿Cómo sabemos que eres de fiar? —inquirió Arden.

—No lo sabéis —respondió Caleb, encogiéndose de hombros—. Pero no tenéis caballo ni comida y se avecina una tormenta. Tal vez merezca la pena probar. —Mi compañera alzó los ojos al cielo gris y después dirigió de nuevo la mirada a su bolsa vacía.

Tras unos instantes se soltó de mí. Rodeó la grupa del caballo y montó detrás de Caleb.

—Acepto el ofrecimiento —dijo acomodándose.

Hice un gesto negativo con la cabeza, empeñada en no moverme.

—De eso nada. No iremos a tu «campamento». —Dibujé unas comillas en aire. Seguro que se trataba de una trampa.

—Allá tú. Pero si yo estuviera en tu lugar, no me gustaría quedarme aquí sola y mucho menos con este tiempo. —Caleb señaló las densas nubes de tormenta, que avanzaban rápido y crecían, amenazando con descargar agua sobre el bosque; luego hizo girar al caballo y se fue alejando. Arden me dijo adiós con la mano, sin molestarse en volver la cabeza.

Miré el campo por el que habíamos pasado: los girasoles se inclinaban, empujados por el viento. No sabía bien dónde quedaba la casa ni si estaba muy lejos; no sabía encender un fuego, ni cazar y ni siquiera tenía un cuchillo.

Me clavé las uñas en las palmas de las manos.

—¡Esperad! —grité, y salí corriendo detrás del caballo—. ¡Esperadme!

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