Eve

Eve


Treinta y cuatro

Página 37 de 39

Treinta y cuatro

—Más rápido —ordené—. Conduce más rápido.

Le puse la pistola a la altura del pecho cuando giró a la izquierda por la agrietada carretera que ponía 80. Volví la cabeza para ver si nos seguían otros coches. No tardarían en perseguirnos, en dar la alerta al ejército del rey para que buscasen a quienes habían matado a sus hombres y robado su coche.

El soldado pisó el acelerador sin cesar de temblar. Caleb intentaba vendarse la pierna en el asiento de atrás. Durante una hora presionó la herida. Pero cuando se despegó los empapados pantalones de la piel, brotó otro horrible chorro de sangre.

—Hay que detener la hemorragia —exclamé, mientras el vehículo daba tumbos sobre la irregular calzada. El rostro de Caleb, muy pálido, comenzaba a adquirir un tono grisáceo—. Estás perdiendo demasiada sangre.

—Ya lo intento —respondió apretando una tira de tela alrededor del muslo. Sus movimientos eran lentos, le costaba hacer el nudo, como si necesitase pensarlo antes de atar la tela—. Solo tengo que. —Se le apagó la voz, cada vez más pausada.

Vi cómo se escurría en el asiento, y cómo le costaba mucho moverse. Puse el dedo en el gatillo y centré la atención en el soldado. En su rostro vi a los dos hombres del sótano y oí sus voces serenas mientras nos buscaban debajo de los muebles y en los armarios; los vi matar a Marjorie y a Otis, y oí el disparo que había matado a Lark y los violentos chasquidos de las ramas rotas cuando me perseguían por el bosque.

—Te he dicho que aceleres —advertí fríamente.

—Lo siento, ya lo hago —repuso. Pisó de nuevo el acelerador, y yo reboté en el asiento.

Caleb se quejó. Tenía las manos cubiertas de sangre. Tras un buen trecho, el soldado miró la pistola y a continuación la carretera.

—Si paramos, puedo ayudarlo.

No dejé de apuntarlo, temiendo que nos atacase si me movía. Detrás de mí Caleb hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Estás mintiendo —afirmé—. Es una trampa. Sigue. —Seguro que estábamos a menos de cien kilómetros de Califia, donde nos ayudarían. Caleb resistiría.

—Hay un botiquín de urgencias en la guantera —informó el joven soldado, señalando el cajón de plástico delante de mí—. Puedo coser la herida.

—No me fío de ti —repliqué, pero, en el asiento de atrás, Caleb apretaba los puños, tratando de sobrellevar el dolor.

—Si lo hago, tendrás que dejarme libre. —El soldado, de espesas pestañas negras, me miró con una expresión implorante.

Volví la vista: Caleb se aferraba al asiento con la cabeza gacha. El improvisado vendaje no servía de nada. Podía ocurrir cualquier cosa: los viejos neumáticos estarían a punto de reventar o tal vez se acabase el combustible. Y si nos encontrábamos con más soldados, él necesitaría todas las fuerzas posibles. Cerró los ojos mientras se hundía lentamente, sin remedio, en un profundo sueño.

—Frena —ordené—. Hazlo rápido.

El todoterreno se detuvo en el arcén de la carretera, ante un grupo de edificios. Una gigantesca y arqueada EME amarilla se erguía sobre nosotros. Salí del coche y di la vuelta al vehículo, sin apartar la pistola del soldado, mientras él manipulaba la bolsa roja de la guantera. Sacó una aguja, la enhebró y la preparó.

Con movimientos enérgicos (ya no le temblaban las manos), retiró el vendaje de la pierna de Caleb y le inyectó un líquido claro en la herida; después sacó un trozo de gasa del botiquín. No había visto nada tan blanco desde que me había escapado del colegio; estaba más limpia que los pulcros camisones que nos poníamos para dormir.

Aplicó la gasa sobre la piel de Caleb para secar la herida, que rezumaba sangre de un intenso color burdeos. Acto seguido, limpió el corte y lo cosió con hilo negro, sin inmutarse ante la sangre.

Cuando acabó, Caleb tenía los ojos entreabiertos.

—Gracias —dijo.

El joven soldado se volvió hacia mí y me preguntó:

—¿Me puedo ir ahora? —Las lágrimas pugnaban por escapársele.

Caleb negó con la cabeza y puntualizó:

—Necesitamos que conduzca.

—Se lo prometí —repliqué, y bajé la pistola. A lo lejos las colinas doradas se prolongaban a lo largo de kilómetros y kilómetros.

—No podemos —insistió Caleb.

El joven juntó las manos en un gesto implorante, y dijo:

—De todas formas voy a morir aquí. ¿Qué queréis de mí? He cumplido con lo que me he comprometido a hacer. —Parecía muy vulnerable, con su pecho hundido y unas piernas que eran puro hueso; no debía de tener más de quince años.

Indiqué con la cabeza el lateral del todoterreno, donde la carretera dejaba paso a la arena y a la maleza.

—Vete —dije—. ¡Ya!

Echó a correr sin mirar atrás.

—No deberías haber hecho eso —me advirtió Caleb, estudiándose los puntos de la pierna. A continuación se acomodó y se recostó, abandonándose a la comodidad del asiento.

—Era un crío —comenté.

—En el ejército del rey no hay críos. —Caleb tenía la piel enrojecida por el sol recibido durante la jornada—. ¿Y ahora quién va a conducir?

—Se lo prometí —repetí en voz tan baja que dudo que me oyese.

Ocupé el asiento delantero, intentando recordar cómo habíamos llegado hasta allí. Giré la llave en el contacto tal como había hecho el soldado, y aferré el volante como lo había cogido Caleb a través del desierto. A continuación accioné la palanca de las marchas hacia el centro y la situé en tercera.

Pisé el acelerador y el vehículo arrancó; fue adquiriendo velocidad y circuló cada vez más rápido hacia Califia.

Ir a la siguiente página

Report Page