Eve

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Nueve

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Nueve

Caleb me ayudó a salvar el desnivel, sin soltarme la mano. Corrimos sobre rocas y troncos partidos. Hasta mí llegaba el ruido que hacían los hombres abriéndose paso con dificultades por el espeso bosque.

—¡Van hacia la orilla! —gritó uno de ellos.

Caleb continuó avanzando como si conociese todas las grietas de las resbaladizas piedras, las zonas cubiertas de musgo o los troncos podridos. Yo no apartaba la vista de sus piernas, para seguir la huella de sus pisadas.

Doblamos un recodo y perdimos de vista las linternas. A través de la lluvia apenas divisé un armazón frente a nosotros, volcado junto a la orilla del río. Parecía una gigantesca cucaracha muerta. Caleb corrió hacia él. Yo solo había visto un helicóptero en mi vida, en las páginas de un libro de la biblioteca, pero reconocí las hélices dobladas y la cabina semejante a una vaina.

—Deprisa… entra —urgió, y rompió los desvencijados restos de una ventanilla.

Me encogí para entrar en el oxidado cascarón, y la oscuridad me engulló. El chico entró detrás de mí, pisoteando lo que hubiera en el suelo.

—Ahí vienen —susurró al tiempo que me arrastraba hasta los asientos delanteros. En la cabina se producía un ruido ensordecedor e incesante a consecuencia de la lluvia que azotaba el rajado parabrisas.

—Tenemos que escondernos —dije, y mientras palpaba las mohosas entrañas del aparato, toqué un objeto almohadillado, de la mitad de mi estatura: seguramente el asiento del pasajero se había roto en el accidente. Nos metimos debajo, y el ruido del chaparrón silenció nuestra respiración.

Me acurruqué junto a Caleb en la oscuridad, debajo del asiento que olía a humedad, y percibí el contacto de su cuerpo: mi hombro contra el suyo, mi pierna contra la suya. La proximidad era alarmante, pero no me atreví a moverme.

Las voces de los soldados ganaron intensidad cuando llegaron a la orilla. Una linterna iluminó la parte superior del helicóptero, y los cristales rotos centellearon. Caleb, a quien casi no distinguía bajo el resplandor, se llevó un dedo a los labios en señal de silencio.

—Han dado la vuelta por el bosque. Voy a la orilla y te espero en la carretera —dijo un hombre, muy cerca. Su linterna iluminó el interior del helicóptero, y la luz se posó en un montón de hojarasca. Después barrió el magullado cascarón y el esqueleto del piloto, atrapado en el asiento. Por último fue a dar con mi zapato derecho, la única parte de mí que no había escondido.

«Vete —pensé, y rogué que la luz se apartase de mi pie—. No estás viendo nada». Cerré los ojos y oí otra voz a lo lejos, gritando algo. Parecía una pregunta.

—No —respondió el hombre tras unos instantes. La luz desapareció—. Nada.

Oí pasos al otro lado del parabrisas, y poco después el bosque quedó en silencio. Nos quedamos allí, acurrucados debajo del asiento roto, hasta que dejó de llover.

—Tal vez haya comida aquí dentro —dijo Caleb al fin y, estirando las piernas, apartó el asiento—. Ayúdame a buscar.

Palpé en la oscuridad, procurando no acercarme al esqueleto del piloto. Al poco rato encontré una especie de cuerda y una caja metálica bastante grande.

—¿Esto? —pregunté entregando mis hallazgos a Caleb.

Él agitó la caja. Tras un ruido retumbante, se encendió una luz.

—Muy bien —respondió con una sonrisa—. Una linterna. ¿Ves? —La cogió por el asa y la enroscó; la luz se hizo más intensa.

Mientras vaciábamos el contenido de la caja en el suelo, rebuscando entre latas y bolsas de papel de aluminio, estudié su rostro. El río le había limpiado casi toda la suciedad de la piel, en ese momento lustrosa y suave; unas cuantas pecas moteaban el caballete de su nariz. Me resultaba imposible apartar la vista de sus fuertes y angulosos rasgos, ni de los huesos que se le adivinaban bajo la piel. Sabía que debía temerlo, y sin embargo, sentía fascinación. ¿Cuál era la palabra que la profesora había utilizado para describir a su marido, aquella de la que Pip y yo nos reíamos en el colegio? Caleb, a pesar de llevar las uñas negras y el pelo enredado, era casi… ¡guapo!

Me dio una bolsita de papel de aluminio.

—¿Y ahora por qué sonríes? —preguntó con curiosidad.

—Por nada —me apresuré a responder. Acerqué la bolsa a los labios y sorbí el agua caliente.

—¿Es esa la cara que pones cuando te persiguen soldados armados? —Se restregó la piel para secarse la lluvia de los brazos, los hombros y el pecho—. ¿Acaso te parece divertido?

—Olvídalo.

Abrió entonces una lata de papilla marrón.

—¿O acaso… —continuó diciendo mientras lamía la tapa—, me sonríes a mí?

—Ni de broma. —Observé cómo se acercaba la lata a la boca y vaciaba el contenido con la lengua. Hacía ruido al masticar con los labios abiertos, de modo que cualquier atisbo de atractivo desapareció de repente. Desvié la vista.

—¡Qué asco! —murmuré.

—¿No te parece apetitoso? Pues entonces tienes guisantes deshidratados. —Me arrojó otra bolsa. Comí los guisantes secos en silencio, pero no dejaba de mirarme—. ¿Esa chica y tú…? —Ladeó la cabeza—. ¿Sois amigas o no?

Me metí otro guisante en la boca, pero no lo tragué hasta que logré ablandarlo. Recordaba perfectamente el momento en que había decidido que Arden era tan distinta a mí, que nunca seríamos amigas: participábamos en una carrera en el jardín. Cursábamos sexto en el colegio, y como a Pip le había venido la regla esa mañana, se sentía muy agobiada con las compresas que la doctora Hertz le había dado, pero Ruby y yo la convencimos para que corriese con nosotras, aunque no quería. Cuando llegó junto al lago y esperaba su turno, Arden le bajó los pantalones cortos.

Anteriormente, le había concedido a Arden muchísimas oportunidades: cuando peleó con Maxine en el cuarto de baño y le partió el labio, juré que se trataba de un accidente; la defendí ante las otras chicas cuando se enfrentó a la profesora Florence y le dijo que no era su madre, que ya tenía una fuera del colegio y estaba viva y que, por lo tanto, no le hacía falta otra mentora; incluso le había llevado frutas del bosque a la celda de castigo. Pero lo que le había hecho a Pip pasaba de castaño oscuro. «Seguro que estás muy orgullosa de ti misma —le grité, mientras Pip corría a los dormitorios con los ojos hinchados y enrojecidos—. Durante un segundo has conseguido que alguien sea más patético que tú». Después de ese día, hice todo lo posible por demostrar lo poco que me importaba y la lástima que me daba. En realidad casi nadie le hablaba, ni siquiera para escuchar cuentos sobre su mansión o sobre sus padres que trabajaban en la ciudad.

Tragué saliva; la insípida comida por fin se había ablandado y podía digerirla.

—No… no se puede decir que seamos amigas.

Caleb se sentó, apoyándose en la parte trasera del asiento del conductor, y se rascó la nuca.

—Por eso ha huido nadando. Le importa un.

—Sí —lo interrumpí—. Ella solo se ocupa de sí misma. Siempre ha sido así.

Me observó un instante, sorprendido, y puso las latas vacías en la caja. Después asomó la cabeza por la ventanilla rota y, echando un vistazo, opinó:

—Creo que deberíamos pasar aquí la noche. Es posible que vuelva a llover, y los soldados no regresarán hasta que se haga de día. Tal vez mañana aparezca Arden.

—No aparecerá —murmuré. Ya me había costado mucho que me aceptase, y ahora que sabía que me buscaban, seguramente huiría hacia el bosque, alejándose de mí todo lo que pudiese.

Sacamos las finas mantas de emergencia de la caja y las extendimos en extremos opuestos de la húmeda cabina.

—Solo faltan unas horas para que amanezca —dijo Caleb—. No tengas miedo.

—No lo tengo —aseguré.

La luz de la linterna se atenuó y, finalmente, se apagó.

—Estupendo —añadió Caleb. Pero cuando se durmió, pensé en la Ciudad de Arena y en el hombre que me esperaba allí. El rey siempre había sido una figura reconfortante para nosotras, un símbolo de fortaleza y protección. Pero, de pronto, su retrato del colegio, en el que destacaban sus fláccidas mejillas y los relucientes ojos que parecían perseguirme, se me antojaba amenazante. ¿Por qué me había elegido para procrear si me llevaba más de treinta años? ¿Por qué yo entre todas las chicas del colegio? Las profesoras decían que el rey era la excepción, el único hombre en el que se podía confiar. Otra mentira más.

Sabía que seguiría buscándome. Él no cedería, pues lo empujaba su insobornable compromiso con la Nueva América. La directora Burns cruzaba las manos sobre el pecho cuando nos explicaba la labor del monarca, que había salvado al pueblo de la incertidumbre después de la epidemia. El rey afirmaba que no había tiempo para discutir, que teníamos que continuar sin mirar atrás, sin parar, siempre adelante. «Es una oportunidad —repetía la directora, con los ojos anegados en patrióticas lágrimas—. Solo tenemos una oportunidad de reconstrucción».

Mi ropa estaba mojada. Exprimí el dobladillo de la blusa y los pantalones lenta y cuidadosamente, y el agua goteó en el suelo. Cuando era pequeña, Ruby me persiguió una vez por los pasillos, haciéndose pasar por un monstruo de afiladas garras y terribles colmillos. Empeñada en huir a toda costa, serpenteé entre cubos de basura, y abrí y cerré puertas sin cesar de gritar. Le rogué que lo dejase, chillando aterrorizada, pero a Ruby le hacía muchísima gracia. Cuando me alcanzó, me quedé sin respiración. El juego había sido demasiado real. Jamás olvidé el terror que sentí al ser capturada.

Me arrebujé en la fina manta y cerré los ojos, añorando la comodidad de mi antigua cama, cuyas blanquísimas sábanas me invitaban a dormir. Eché de menos el olor familiar de la carne de venado a la hora de la cena, o los antepechos de las ventanas de la biblioteca, donde Pip, Ruby y yo nos sentábamos a escuchar la cinta prohibida de Madonna oculta tras el volumen Arte americano: una historia cultural; y sentí el contacto del viejo radiocasete a pilas en la mano y el de la espuma de los auriculares en las orejas mientras intentaba recordar la canción que hablaba de un hombre en una isla. Estaba pensando en los movimientos de Pip, absorta en una especie de baile secreto, cuando oí un ruido fuera.

Me acurruqué en el rincón. Caleb seguía durmiendo; el rostro se le había distendido a causa del agotamiento. Oí de nuevo el ruido: el chasquido de tres ramas.

—Caleb —le susurré.

Pero no se despertó.

Cerré los ojos mientras el ruido se oía más próximo, me cubrí la cara con la manta y me puse tensa, muerta de miedo. Un roce. Ramitas rotas. El inconfundible chapoteo de pies en el fango. Me aparté la manta de la cara y me quedé de piedra. No podía moverme. Había alguien fuera del helicóptero, a escasos metros de mí, una silueta que la luna perfilaba.

Y me estaba mirando.

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